IV

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  —¿No va a subir a verlo? —dice por fin la enfermera. Urania sabe que lapregunta pugna por salir de los labios de la mujer desde que, al entrar a la casitade César Nicolás Penson, ella, en vez de pedirle que la llevara a la habitación delseñor Cabral, se dirigió a la cocina y se preparó un café. Lo paladea a sorbitosdesde hace diez minutos.—Primero, voy a terminar mi desayuno —responde, sin sonreír, y laenfermera baja la vista, confundida—. Estoy tomando fuerzas para subir esaescalera.—Ya sé que hubo un distanciamiento entre usted y él, algo he oído —sedisculpa la mujer, sin saber qué hacer con las manos—. Era sólo por preguntar.Al señor ya le di su desayuno y lo afeité. Se despierta siempre muy temprano.Urania asiente. Ahora está tranquila y segura. Examina una vez más laruindad que la rodea. Además de deteriorarse la pintura de las paredes, el tablerode la mesa, el lavador, el armario, todo parece encogido y descentrado. ¿Eran losmismos muebles? No reconocía nada.—¿Viene alguien a visitarlo? De la familia, quiero decir.—Las hijas de la señora Adelina, la señora Lucindita y la señora Manolitavienen siempre, a eso del mediodía —la mujer, alta, entrada en años, enpantalones debajo del uniforme blanco, de pie en el umbral de la cocina, nodisimula su incomodidad—. Su tía venía a diario, antes. Pero, desde que sequebró la cadera, ya no sale.La tía Adelina era bastante menor que su padre, tendría unos setenta y cincoaños a lo más. Así que se rompió la cadera. ¿Seguiría tan beata? Era de comunióndiaria, entonces.—¿Está en su dormitorio? —Urania bebe el último sorbo de café—. Bueno,dónde va a estar. No, no me acompañe.Sube la escalera de pasamanos descolorido y sin los maceteros con flores queella recordaba, siempre con la sensación de que la vivienda se ha encogido. Alllegar al piso superior, nota las losetas desportilladas, algunas flojas. Ésta era unacasita moderna, próspera, amueblada con gusto; ha caído en picada, es un tugurioen comparación con las residencias y condominios que vio la víspera en BellaVista. Se detiene ante la primera puerta —éste era su cuarto— y, antes de entrar,toca con los nudillos un par de veces.La recibe una luz viva, que irrumpe por la ventana abierta de par en par. Laresolana la ciega unos segundos; después, va delineándose la cama cubierta conuna colcha gris, la cómoda antigua con su espejo ovalado, las fotografías de lasparedes —¿cómo conseguiría la foto de su graduación en Harvard?— y, porúltimo, en el viejo sillón de cuero de respaldar y brazos anchos, el ancianoembutido en un pijama azul y pantuflas. Parece perdido en el asiento. Se haapergaminado y encogido, igual que la casa. La distrae un objeto blanco, a lospies de su padre: una bacinilla, medio llena de orina.Entonces tenía sus cabellos negros, salvo unas elegantes canas en las sienes;ahora, los ralos mechones de su calva son amarillentos, sucios. Sus ojos erangrandes, seguros de sí, dueños del mundo (cuando no estaba cerca el jefe); pero,esas dos ranuras que la miran fijamente son pequeñitas, ratoniles y asustadizas.Tenía dientes y ahora no; le deben haber sacado la dentadura postiza (ella pagó lafactura hace algunos años), pues tiene los labios hundidos y las mejillas fruncidascasi hasta tocarse. Se ha sumido, sus pies apenas rozan el suelo. Para mirarlo ellatenía que alzar la cabeza, estirar el cuello; ahora, si se pusiera de pie, le llegaría alhombro.—Soy Urania —murmura, acercándose. Se sienta en la cama, a un metro desu padre—. ¿Te acuerdas de que tienes una hija?En el viejecillo hay una agitación interior, movimientos de las manitashuesudas, pálidas, de dedos afilados, que descansan sobre sus piernas. Pero losdiminutos ojillos, aunque no se apartan de Urania, se mantienen inexpresivos.—Yo tampoco te reconozco —murmura Urania—. No sé por qué he venido,qué hago aquí.El viejecillo ha comenzado a mover la cabeza, de arriba abajo, de abajoarriba. Su garganta emite un quejido áspero, largo, entrecortado, como un cantolúgubre. Pero, a los pocos momentos se calma, sus ojos siempre clavados en ella.—La casa estaba llena de libros —Urania ojea las paredes desnudas—. ¿Quéfue de ellos? Ya no puedes leer, claro. ¿Tenías tiempo de leer, entonces? Norecuerdo haberte visto ley endo nunca. Eras un hombre demasiado ocupado. Yotambién ahora, tanto o más que tú en esa época. Diez, doce horas en el bufete ovisitando clientes. Pero me doy tiempo para leer un rato cada día. Tempranito,viendo amanecer entre los rascacielos de Manhattan, o, de noche, espiando lasluces de esas colmenas de vidrio. Me gusta mucho. Los domingos leo tres ocuatro horas, después de Meet the Press, en la tele. La ventaja de habermequedado soltera, papá. ¿Sabías, no? Tu hijita se quedó para vestir santos. Asídecías tú:« ¡Qué gran fracaso! ¡No pescó marido!» . Yo tampoco, papá. Mejor dicho,no quise. Tuve propuestas. En la universidad. En el Banco Mundial. En el bufete.Figúrate que todavía se me aparece de pronto un pretendiente. ¡Con cuarenta ynueve años encima! No es tan terrible ser solterona. Por ejemplo, dispongo detiempo para leer, en vez de estar atendiendo al marido, a los hijitos.Parece que entiende y que, interesado, no osa mover un músculo para nointerrumpirla. Está inmóvil, su pequeño pecho moviéndose acompasado, losojitos pendientes de sus labios. En la calle, de rato en rato cruza un automóvil, ypasos, voces, jirones de conversación, se acercan, suben, bajan y se pierden a lolejos.—Mi departamento de Manhattan está lleno de libros —retorna Urania—.Como esta casa, cuando era niña. De derecho, de economía, de historia. Pero, enmi dormitorio, sólo dominicanos. Testimonios, ensayos, memorias, muchos librosde historia. ¿Adivinas de qué época? La Era de Trujillo, cuál iba a ser. Lo másimportante que nos pasó en quinientos años. Lo decías con tanta convicción. Escierto, papá. En esos treinta y un años cristalizó todo lo malo que arrastrábamos,desde la conquista. En algunos de esos libros apareces tú, como un personaje.Secretario de Estado, senador, presidente del Partido Dominicano. ¿Hay algo queno fuiste, papá? Me he convertido en una experta en Trujillo. En lugar de jugarbridge, golf, montar caballo o ir a la ópera, mi hobby ha sido enterarme de lo quepasó en esos años. Lástima que no podamos conversar. Cuántas cosas podríasaclararme, tú que los viviste de bracito con tu querido jefe, que tan mal pagó tulealtad. Por ejemplo, me hubiera gustado que me aclararas si Su Excelencia seacostó también con mi mamá.Advierte un sobresalto en el anciano. Su cuerpecillo frágil, reabsorbido, hadado un bote en el sillón. Urania adelanta la cabeza y lo observa. ¿Es una falsaimpresión? Parece que la escucha, que hiciera esfuerzos por entender lo que elladice.—¿Lo permitiste? ¿Te resignaste? ¿Lo aprovechaste para tu carrera?Urania respira hondo. Examina la habitación. Hay dos fotos en unos marcosde plata, sobre el velador. La de su primera comunión, el año en que murió sumadre. Tal vez se iría de este mundo con la visión de su hijita envuelta en los tulesde ese primoroso vestido y esa mirada seráfica. La otra foto es de su madre:jovencita, los cabellos negros separados en dos bandas, las cejas depiladas, losojos melancólicos y soñadores. Es una vieja foto amarillenta, algo ajada. Seacerca al velador, se la lleva a los labios y la besa.Siente frenar el automóvil a la puerta de la casa. Su corazón da un brinco; sinmoverse del sitio, percibe a través de los visillos los cromos relucientes, lacarrocería lustrosa, los reflejos relampagueantes del lujoso vehículo. Siente lospasos, repica el llamador dos o tres veces y —hipnotizada, aterrada, sin moverse— oy e a la sirvienta abriendo la puerta. Escucha, sin entender, el breve diálogo alpie de la escalera. Su enloquecido corazón va a reventar. Los nudillos en larecámara. Jovencita, india, con cofia, la expresión asustada, la muchacha delservicio asoma por la puerta entreabierta:—Ha venido a visitarla el Presidente, señora. ¡El Generalísimo, señora!—Dile que lo siento, pero no puedo recibirlo. Dile que la señora de Cabral norecibe visitas cuando Agustín no está en casa. Anda, díselo.Los pasos de la muchacha se alejan, tímidos, indecisos, por la escalera con elpasamanos lleno de maceteros ardiendo de geranios. Urania pone la foto de sumadre en el velador, vuelve a la esquina de la cama. Arrinconado en el sillón, supadre la mira alarmado.—Eso es lo que el jefe hizo con su secretario de Educación, al principio de sugobierno, y tú lo sabes muy bien, papá. Con el joven sabio, don Pedro HenríquezUreña, refinado y genial. Vino a ver a su esposa, mientras él estaba en el trabajo.Ella tuvo el valor de mandarle decir que no recibía visitas cuando su marido noestaba en casa. En los comienzos de la Era, todavía era posible que una mujer senegara a recibir al jefe. Cuando ella se lo contó, don Pedro renunció, partió y novolvió a poner los pies en esta isla. Gracias a lo cual se hizo tan famoso, comomaestro, historiador, crítico y filólogo, en México, Argentina y España. Unasuerte que el jefe hubiera querido acostarse con su esposa. En esos primerostiempos, un ministro podía renunciar y no sufría un accidente, no se caía alprecipicio, no lo acuchillaba un loco, no se lo comían los tiburones. ¿Hizo bien, note parece? Su gesto lo salvó de volverse lo que tú, papá. ¿Hubieras hecho lomismo o mirado a otro lado? Como tu odiado y buen amigo, tu detestado yquerido colega, don Froilán, nuestro vecino. ¿Te acuerdas, papá?El viejecillo se echa a temblar y a quejarse, con aquel canto macabro.Urania espera que se calme. ¡Don Froilán! Cuchicheaba en la salita, la terraza oel jardín con su padre, a quien venía a ver varias veces al día en las épocas enque eran aliados en las luchas intestinas de las facciones trujillistas, luchas que elBenefactor atizaba para neutralizar a sus colaboradores, manteniéndolosocupadísimos cuidándose las espaldas de los puñales de esos enemigos que eran,a la luz pública, sus amigos, hermanos y correligionarios. Don Froilán vivía enesa casa del frente, en cuyo techo de tejas hay, en este instante, alineadas enposición de atención, media docena de palomas. Urania se acerca a la ventana.Tampoco ha cambiado mucho la casa de ese poderoso señor, también ministro,senador, intendente, canciller, embajador y todo lo que se podía ser en aquellosaños. Nada menos que secretario de Estado, en mayo de 1961, cuando losgrandes acontecimientos.La casa tiene aún la fachada pintada de gris y blanco, pero también se haenanizado. Le adosaron un ala de cuatro o cinco metros, que desentona con esepórtico salido y triangular, de palacio gótico, donde ella vio muchas veces, al ir ovolver del colegio, en las tardes, la silueta distinguida de la esposa de don Froilán.Apenas la veía, la llamaba: « ¡Urania, Uranita! Ven para acá, deja que te mire,mi amor. ¡Qué ojos, chiquilla! Tan linda como tu madre, Uranita» . Le acariciabalos cabellos con sus manos bien cuidadas, de uñas largas pintadas de rojo intenso.Ella sentía una sensación adormecedora cuando esos dedos se deslizaban entresus cabellos y le sobaban el cuero cabelludo. ¿Eugenia? ¿Laura? ¿Tenía nombrede flor? ¿Magnolia? Se le ha borrado. Pero no su cara, su tez nívea, sus ojossedosos, su silueta de reina. Siempre parecía vestida de fiesta. Urania la quería,por lo cariñosa que era, por los regalos, porque la llevaba al Country Club abañarse en la piscina, y, sobre todo, por haber sido amiga de su mamá.Imaginaba que, si no se hubiera ido al cielo, su madre sería tan bella y señorialcomo la esposa de don Froilán. Él, en cambio, no tenía nada de apuesto. Bajito,calvo, rechoncho, ninguna mujer hubiera dado un chele por él. ¿Había sido laurgencia de encontrar marido o el interés lo que la llevó a casarse con él?Es lo que se pregunta, deslumbrada, al abrir la caja de chocolates envuelta enpapel metálico que la señora le acaba de dar, con un besito en la mejilla, luegode salir a la puerta de su casa a llamarla —« ¡Uranita! Ven, ¡tengo una sorpresapara ti, mi amor!» — cuando la niña bajaba de la camioneta del colegio. Uraniaentra a la casa, besa a la señora —viste un vestido de tul azulado, zapatos de taco,está maquillada como para un baile, con un collar de perlas y joyas en las manos—, abre el paquete amortajado en papel de fantasía y anudado con una cintarosada. Contempla los acicalados bombones, impaciente por probarlos, pero nose atreve pues ¿no será falta de educación?, cuando el automóvil se detiene en lacalle, muy cerca. La señora da un brinco, uno de esos extraños que hacen depronto los caballos como oy endo una orden misteriosa. Se ha puesto pálida y suvoz perentoria: « Tienes que irte» . La mano posada en su hombro se crispa, laaprieta, la empuja hacia la salida. Cuando ella, obediente, levanta su bolsón decuadernos y va a partir, la puerta se abre de par en par: la abrumadora silueta delcaballero enfundado en un terno oscuro, puños blancos almidonados y gemelosde oro sobresaliendo de las mangas de la chaqueta, le cierra el paso. Un señorque lleva unos espejuelos oscuros y está en todas partes, incluida su memoria.Queda paralizada, boquiabierta, mirando, mirando. Su Excelencia le dirige unasonrisa tranquilizadora.—¿Quién es ésta?—Uranita, la hija de Agustín Cabral —responde la dueña de casa—. Ya se va.Y, en efecto, Urania se va, sin siquiera despedirse, por lo impresionada queestá. Cruza la calle, entra a su casa, trepa la escalera y, desde su dormitorio, espíapor los visillos, esperando, esperando que el Presidente vuelva a salir de la casade enfrente.—Y tu hija era tan ingenua que no se preguntaba qué venía a hacer el Padrede la Patria allí cuando don Froilán no estaba en casa —su padre, ahora calmado,la escucha, o parece que la escucha, sin apartar los ojos—. Tan ingenua que,cuando llegaste del Congreso, corrí a contártelo. ¡He visto al Presidente, papá!Vino a visitar a la esposa de don Froilán, papá. ¡La cara que pusiste!Como si acabaran de comunicarle la muerte de alguien queridísimo. Como sile diagnosticaran un cáncer. Congestionado, lívido, congestionado. Y, sus ojos,repasando una y otra vez la cara de la niña. ¿Cómo explicárselo? ¿Cómo alertarlasobre el peligro que la familia corría?Los ojillos del inválido quieren abrirse, redondearse.—Hijita, hay cosas que no puedes saber, que todavía no comprendes. Yoestoy para saberlas por ti, para protegerte. Eres lo que más quiero en el mundo.No me preguntes por qué, pero tienes que olvidarlo. No estuviste donde Froilán.Ni viste a su esposa. Y, menos, mucho menos, a quien soñaste ver. Por tu bien,hijita. Y por el mío. No lo repitas, no lo cuentes. ¿Me prometes? ¿Nunca? ¿Anadie? ¿Me lo juras?—Te lo juré —dice Urania—. Pero, ni siquiera por ésas malicié nada.Tampoco cuando amenazaste a los sirvientes que si repetían esa invención de laniña, perderían su trabajo. Así era de inocente. Cuando descubrí para qué visitabael Generalísimo a sus señoras, los ministros y a no podían hacer lo que HenríquezUreña. Como don Froilán, debían resignarse a los cuernos. Y, puesto que no habíaalternativa, sacarles provecho. ¿Lo hiciste? ¿Visitó el jefe a mi mamá? ¿Antes deque y o naciera? ¿Cuando estaba muy chiquita para recordarlo? Lo hacía cuandolas esposas eran bellas. Mi mamá lo era ¿no? Yo no recuerdo que viniera, peropudo venir antes. ¿Qué hizo mi mamá? ¿Se resignó? ¿Se alegró, orgullosa de esehonor? Ésa era la norma ¿verdad? Las buenas dominicanas agradecían que eljefe se dignara tirárselas. ¿Te parece una vulgaridad? Pero si ése era el verbo queusaba tu querido jefe.Sí, ése. Urania lo sabe, lo ha leído en su abundante biblioteca sobre la Era.Trujillo, tan cuidadoso, refinado, elegante en el hablar —un encantador deserpientes cuando se lo proponía—, de pronto, en las noches, luego de unas copasde brandy español Carlos I, podía soltar las palabras más soeces, hablar como sehabla en un central azucarero, en los bateyes, entre los estibadores del puertosobre el Ozaina, en los estadios o en los burdeles, hablar como hablan loshombres cuando necesitan sentirse más machos de lo que son. En ocasiones, eljefe podía ser bárbaramente vulgar y repetir las rechinantes palabrotas de sujuventud, cuando era mayordomo de haciendas en San Cristóbal o guardiaconstabulario. Sus cortesanos las celebraban con el mismo entusiasmo que losdiscursos que le escribían el senador Cabral y el Constitucionalista Beodo.Llegaba a jactarse de las « hembras que se había tirado» , algo que tambiéncelebraban los cortesanos, aun cuando ello los hiciera potenciales enemigos dedoña María Martínez, la Prestante Dama, y aun cuando aquellas hembras fueransus esposas, hermanas, madres o hijas. No era una exageración de lacalenturienta fantasía dominicana, irrefrenable para aumentar las virtudes y losvicios y potenciar las anécdotas reales hasta volverlas fantásticas. Había historiasinventadas, aumentadas, coloreadas por la vocación truculenta de suscompatriotas. Pero, la de Barahona debió ser cierta. Ésa, Urania no la ha leído, laha oído (sintiendo náuseas), contada por alguien que estuvo siempre cerca,cerquísima, del Benefactor.—El Constitucionalista Beodo, papá. Sí, el senador Henry Chirinos, el judasque te traicionó. De su jeta la oí. ¿Te asombra que y o estuviera con él? No tuvemás remedio, como funcionaria del Banco Mundial. El director me pidió que lorepresentara en aquella recepción de nuestro embajador. Mejor dicho, elembajador del Presidente Balaguer. Del gobierno democrático y civil delPresidente Balaguer. Chirinos lo hizo mejor que tú, papá. Te sacó del camino,nunca cay ó en desgracia con Trujillo y al final se viró y se acomodó con lademocracia pese a haber sido tan trujillista como tú.Allí estaba, en Washington, más feo que nunca, inflado como un sapo,atendiendo a los invitados y bebiendo como una esponja. Dándose el lujo deentretener a los comensales con anécdotas sobre la Era de Trujillo. ¡Él!El inválido ha cerrado los ojos. ¿Se quedó dormido? Apoy a la cabeza en elespaldar y tiene abierta la boquita fruncida y vacía. Está más delgado yvulnerable así; por la bata de levantarse, se divisa un pedazo de pecho lampiño,de piel blanquecina, en la que apuntan los huesos. Respira a un ritmo parejo. Sóloahora nota que su padre está sin medias; sus empeines y tobillos son los de unniño.No la ha reconocido. ¿Cómo hubiera podido imaginar que esa funcionaria delBanco Mundial, que le transmite en inglés el saludo del director, es la hija de suantiguo colega y compinche, Cerebrito Cabral? Urania se las arregla paramantenerse a distancia del embajador después de aquel saludo protocolar,cambiando banalidades con gentes que están también allí, como ella, obligadospor sus cargos. Pasado un rato, se dispone a partir. Se acerca a la rueda queescucha al embajador de la democracia, pero lo que éste cuenta la ataja. Pielceniza y granujiento, fauces de fiera apoplética, triple papada, vientreelefantiásico a punto de reventar el terno azul, con chaleco de fantasía y corbataroja, en que está cinchado, el embajador Chirinos dice que aquello ocurrió enBarahona, en la época final, cuando Trujillo, en una de esas fanfarronadas a lasque era aficionado, anunció, para dar el ejemplo y activar la democraciadominicana, que él, retirado del gobierno (había puesto de Presidente fantoche asu hermano Héctor Bienvenido, apodado Negro), postularía, no a la Presidencia,sino a una oscura gobernación de provincia. ¡Y como candidato de la oposición!El embajador de la democracia resopla, toma aliento, espía con sus ojitosmuy juntos el efecto de sus palabras. « Dense cuenta, caballeros» , ironiza:« ¡Trujillo, candidato de la oposición a su propio régimen!» . Sonríe y prosigue,explicando que, en esa campaña electoral, don Froilán Arala, uno de los brazosderechos del Generalísimo, pronunció un discurso exhortando al jefe apresentarse, no a la gobernación sino a lo que seguía siendo en el corazón delpueblo dominicano: Presidente de la República. Todos creyeron que don Froilánseguía instrucciones del Jefe. No era así. O, al menos —el embajador Chirinosbebe el último trago de whisky con un brillo malévolo en los ojos—, y a no era asíesa noche, pues, también podía ser que don Froilán hubiera hecho lo que el jefeordenó y que éste cambiara de opinión y decidiera mantener unos días más lafarsa. Así lo hacía a veces, aunque dejara en el ridículo a sus más talentososcolaboradores. La cabeza de don Froilán Arala luciría una barroca cornamenta,pero, también, sesos eximios. El Jefe lo penalizó por ese discurso hagiográficocomo solía hacerlo: humillándolo donde más podía dolerle, en su honor de varón.Toda la sociedad lugareña estuvo en la recepción ofrecida al jefe por ladirectiva del Partido Dominicano de Barahona, en el club. Se bailó y se bebió. Depronto, el jefe, muy alegre, ya tarde, ante un vasto auditorio de hombres solos —militares de la Fortaleza local, ministros, senadores y diputados que loacompañaban en la gira, gobernadores y prohombres— a los que había estadoentreteniendo con recuerdos de su primera gira política, tres décadas atrás,adoptando esa mirada sentimental, nostálgica, que ponía de pronto al final de lasfiestas, como cediendo a un arrebato de debilidad, exclamó:—Yo he sido un hombre muy amado. Un hombre que ha estrechado en susbrazos a las mujeres más bellas de este país. Ellas me han dado la energía paraenderezarlo. Sin ellas, jamás hubiera hecho lo que hice. (Elevó su copa a la luz,examinó el líquido, comprobó su transparencia, la nitidez de su color). ¿Sabenustedes cuál ha sido la mejor, de todas las hembras que me tiré? (« Perdonen,mis amigos, el tosco verbo» , se disculpó el diplomático, « cito a Trujillotextualmente» ). (Hizo otra pausa, aspiró el aroma de su copa de brandy. Lacabeza de cabellos plateados buscó y encontró, en el círculo de caballeros queescuchaba, la cara lívida y regordeta del ministro. Y terminó). ¡La mujer deFroilán!Urania hace una mueca, asqueada, como la noche aquella en que oyó alembajador Chirinos añadir que don Froilán había heroicamente sonreído, reído,festejado con los otros, la humorada del Jefe. « Blanco como el papel, sindesmay arse, sin caer fulminado por un síncope» , precisaba el diplomático.—¿Cómo era posible, papá? Que un hombre como Froilán Arala, culto,preparado, inteligente, llegara a aceptar eso. ¿Qué les hacía? ¿Qué les daba, paraconvertir a don Froilán, a Chirinos, a Manuel Alfonso, a ti, a todos sus brazosderechos e izquierdos, en trapos sucios?No lo entiendes, Urania. Hay muchas cosas de la Era que has llegado aentender; algunas, al principio, te parecían inexplicables, pero, a fuerza de leer,escuchar, cotejar y pensar, has llegado a comprender que tantos millones depersonas, machacadas por la propaganda, por la falta de información,embrutecidas por el adoctrinamiento, el aislamiento, despojadas de librealbedrío, de voluntad y hasta de curiosidad por el miedo y la práctica delservilismo y la obsecuencia, llegaran a divinizar a Trujillo. No sólo a temerlo,sino a quererlo, como llegan a querer los hijos a los padres autoritarios, aconvencerse de que azotes y castigos son por su bien. Lo que nunca has llegado aentender es que los dominicanos más preparados, las cabezas del país, abogados,médicos, ingenieros, salidos a veces de muy buenas universidades de EstadosUnidos o de Europa, sensibles, cultos, con experiencia, lecturas, ideas,presumiblemente un desarrollado sentido del ridículo, sentimientos, pruritos,aceptaran ser vejados de manera tan salvaje (lo fueron todos alguna vez) comoesa noche, en Barahona, don Froilán Arala.—Lástima que no puedas hablar —repite, volviendo al presente—.Trataríamos de entenderlo, juntos. ¿Qué hizo que don Froilán guardase unalealtad perruna a Trujillo? Fue leal hasta lo último, como tú. No participó en laconspiración, ni tú tampoco. Siguió lamiendo la mano del Jefe después de queéste se jactara en Barahona de haberse tirado a su mujer. Al Jefe que lo tuvodando vueltas por América del Sur, visitando gobiernos, como canciller de laRepública, de Buenos Aires a Caracas, de Caracas a Río o Brasilia, de Brasilia aMontevideo, de Montevideo a Caracas, sólo para seguir tirándose con todatranquilidad a nuestra bella vecina.Es una imagen que asedia a Urania hace mucho tiempo, que le da risa y laindigna. La del secretario de Estado de Relaciones Exteriores de la Era subiendoy bajando de aviones, recorriendo las capitales sudamericanas, obedeciendoórdenes perentorias que lo esperaban en cada aeropuerto, para que continuaraesa tray ectoria histérica, atosigando gobiernos con pretextos vacuos. Y sólo paraque no volviera a Ciudad Trujillo mientras el jefe le singaba a su mujer. Locontaba el propio Crassweller, el más conocido biógrafo de Trujillo. De maneraque todos lo sabían, don Froilán también.—¿Valía la pena, papá? ¿Era por la ilusión de estar disfrutando del poder? Aveces pienso que no, que medrar era lo secundario. Que, en verdad, a ti, a Arala,a Pichardo, a Chirinos, a Alvarez Pina, a Manuel Alfonso, les gustaba ensuciarse.Que Trujillo les sacó del fondo del alma una vocación masoquista, de seres quenecesitaban ser escupidos, maltratados, que sintiéndose aby ectos se realizaban.El inválido la mira sin pestañear, sin mover los labios, ni las diminutasmanecitas que tiene sobre las rodillas. Se diría una momia, un hombrecitoembalsamado, un muñequito de cera. Su bata está descolorida y, en partes,deshilachada. Debe ser muy vieja, de diez o quince años atrás. Tocan a la puerta.Dice « Adelante» y asoma la enfermera, tray endo un platito con pedazos demango cortados en forma de medialunas y una papilla de manzana o plátano.—A media mañana le doy siempre algo de fruta —explica, sin entrar—. Eldoctor dice que no debe tener muchas horas el estómago vacío. Como apenas sealimenta, hay que darle algo tres o cuatro veces al día. De noche, sólo un caldito.¿Puedo?—Sí, pase.Urania mira a su padre y sus ojos siguen en ella; no se vuelven a mirar a laenfermera ni siquiera cuando ésta, sentada frente a él, comienza a darlecucharaditas de su refrigerio.—¿Dónde está su dentadura postiza?—Tuvimos que quitársela. Como ha enflaquecido tanto, le hacía sangrar lasencías. Para lo que toma, calditos, fruta cortada, purés y cosas batidas, no le hacefalta.Durante un buen rato, permanecen en silencio. Cuando el inválido termina detragar, la enfermera le acerca la cuchara a la boca y espera, paciente, que elanciano la abra. Entonces, con delicadeza, le da el siguiente bocado. ¿Lo hará asísiempre? ¿O esa delicadeza se debe a la presencia de su hija?Seguramente. Cuando está a solas con él, lo reñirá, pellizcará, como lasniñeras con los niños que no hablan, cuando la mamá no las ve.—Dele unos bocaditos —dice la enfermera—. Él está queriendo eso. ¿No,don Agustín? ¿Quiere que su hija le dé la papita, verdad? Sí, sí, le gustaría. Deleunos bocaditos mientras bajo a buscar el vaso de agua, que se me olvidó.Deposita el plato a medio acabar en manos de Urania, quien lo recibe demanera maquinal, y se va, dejando abierta la puerta. Luego de unos instantes devacilación. Urania le acerca a la boca una cuchara con una rajita de mango. Elinválido, que aún no le quita los ojos de encima, cierra la boca, frunciendo loslabios, como un niño difícil.  

La fiesta del chivoWhere stories live. Discover now