XV

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  —Si así estamos nosotros, acompañados, cómo estará Fifí Pastoriza, allá solito —dijo Huáscar Tejeda, apoy ándose en el volante del pesado Oldsmobile 98 negrode cuatro puertas, estacionado en el kilómetro siete de la carretera a SanCristóbal.—Qué mierda hacemos aquí —rabió Pedro Livio Cedeño—. Las diez menoscuarto. ¡Ya no vendrá!Apretó como queriendo triturarla la carabina semiautomática M1 que llevabasobre las piernas. Pedro Livio era propenso a colerones; su mal carácter estropeósu carrera militar, de la que fue expulsado de capitán. Cuando ocurrió aquello y ase había dado cuenta de que, debido a las antipatías que su carácter le granjeaba,nunca progresaría en el escalafón. Salió del Ejército apenado. En la academiamilitar norteamericana donde estudió, se graduó con excelentes calificativos.Pero, ese humor que lo llevaba a encenderse como una antorcha cuando alguienle decía Negro y a dar puñetazos por cualquier motivo, frenó sus ascensos en elEjército, pese a su excelente hoja de servicios. Lo expulsaron por sacarle elrevólver a un general que lo amonestaba por confraternizar demasiado con latropa siendo oficial. Sin embargo, quienes lo conocían, como su compañero deespera, el ingeniero Huáscar Tejeda Pimentel, sabían que, tras ese exteriorviolento, se escondía un hombre de buenos sentimientos, capaz —él lo vio— desollozar por el asesinato de las hermanas Mirabal, a quienes ni siquiera conocía.—La impaciencia también mata, Negro —trató de bromear Huáscar Tejeda.—Negra será la puta que te parió.Tejeda Pimentel intentó reírse, pero la destemplada reacción de sucompañero lo entristeció. Pedro Livio no tenía remedio.—Perdona —lo oyó disculparse, un momento después—. Es que tengo rotoslos nervios, por la maldita espera.—Estamos igual, Negro. Coño, te dije Negro de nuevo. ¿Vas a insultarme lamadre otra vez?—Ésta vez, no —terminó por reírse Pedro Livio.—¿Por qué te enfurece lo de Negro? Te lo decimos con afecto, hombre.—Ya lo sé, Huáscar. En los Estados Unidos, en la academia, cuando loscadetes o los oficiales me decían negro, no era por cariño, sino por racistas. Teníaque hacerme respetar.Pasaban algunos vehículos por la autopista, rumbo al oeste, hacia SanCristóbal, o al este, hacia Ciudad Trujillo, pero no el Chevrolet Bel Air de Trujilloseguido por el Chevrolet Biscayne de Antonio de la Maza. Las instrucciones eransimples: apenas vieran acercarse ambos carros, que reconocerían por la señal deTony Imbert —apagar y prender tres veces los faros— adelantarían el pesadoOldsmobile negro hasta cortar el paso al Chivo. Y él, con la carabinasemiautomática M1 para la que Antonio le había dado varias municiones extras,y Huáscar con su Smith & Wesson de 9 mm modelo Y con nueve tiros, leecharían por delante tanto plomo como el que le estarían mandando desde atrásImbert, Amadito, Antonio y el Turco. No pasaría; pero, si pasaba, dos kilómetrosal oeste, Fifí Pastoriza, al volante del Mercury de Estrella Sadhalá, se le echaríaencima, cerrándole otra vez el paso.—¿Tu mujer sabe lo de esta noche, Pedro Livio? —preguntó Huáscar Tejeda.—Cree que estoy donde Juan Tomás Díaz, viendo una película. Está encintay...Vio cruzar, a gran velocidad, un automóvil seguido a menos de diez metrospor otro que, en la oscuridad, le pareció el Chevrolet Biscayne de Antonio de laMaza.—¿No son ésos, Huáscar? —trató de perforar las tinieblas—. ¿Viste apagarsey prenderse los faros? —gritó, excitado, Tejeda Pimentel—. ¿Los viste?—No, no hicieron la señal. Pero, son ellos. —¿Qué hacemos, Negro?—¡Arranca, arranca!El corazón de Pedro Livio se había puesto a latir con una beligerancia queapenas lo dejaba hablar. Huáscar hizo girar en redondo el Oldsmobile. Las lucesrojas de los dos automóviles se alejaban más y más, pronto los perderían devista.—Son ellos, Huáscar, tienen que ser ellos. Por qué coño no hicieron la señal.Las lucecitas rojas habían desaparecido; sólo tenían delante el cono de luz delos faros del Oldsmobile y una noche cerrada: las nubes acababan de ocultar laluna. Pedro Livio —su carabina semiautomática apoyada en la ventanilla—pensó en Olga, su mujer. ¿Cuál sería su reacción cuando se enterara que sumarido era uno de los asesinos de Trujillo? Olga Despradel era su segunda mujer.Se llevaban maravillosamente, pues Olga —a diferencia de su primera mujer,con la que la vida doméstica había sido un infierno— tenía una paciencia infinitacon sus explosiones de rabia, y evitaba, en esos arrebatos, contradecirle odiscutir; y administraba la casa con una pulcritud que a él lo hacía feliz. Sellevaría una sorpresa descomunal. Ella creía que no le interesaba la política, pesea mantener una amistad estrecha estos últimos tiempos con Antonio de la Maza,el general Juan Tomás Díaz y el ingeniero Huáscar Tejeda, antitrujillistasnotorios. Hasta hacía pocos meses, cada vez que sus amigos comenzaban ahablar mal del régimen, él callaba como una esfinge y nadie le sacaba unaopinión. No quería perder su puesto de administrador de la Fábrica Dominicanade Baterías, que pertenecía a la familia Trujillo. Habían tenido una situación muybuena hasta que, debido a las sanciones, los negocios se pusieron de cabeza.Desde luego, Olga estaba al tanto de que Pedro Livio guardaba rencor alrégimen, porque su primera mujer, trujillista rabiosa y amiga íntima delGeneralísimo, quien la hizo gobernadora de San Cristóbal, se había valido de esainfluencia para conseguir una sentencia judicial prohibiendo a Pedro Livio visitara su hija Adanela, cuya custodia fue confiada a su exesposa. Tal vez Olgapensaría mañana que él se metió en este complot en venganza por esa injusticia.No, no era ésa la razón por la que estaba aquí, con su carabina semiautomáticaM1 lista, corriendo detrás de Trujillo. Era —Olga no lo entendería— por elasesinato de las Mirabal.—¿No son tiros, Pedro Livio?—Sí, sí, tiros. ¡Son ellos, coño! Acelera, Huáscar.Sus oídos sabían distinguir los tiros. Aquello que habían oído, rompiendo lanoche, eran varias ráfagas —las carabinas de Antonio y Amadito, el revólver delTurco, acaso el de Imbert—, algo que llenó de exaltación ese ánimo suyoagriado por la espera. El Oldsmobile volaba ahora sobre la pista. Pedro Liviosacó la cabeza por la ventanilla, pero no consiguió divisar el Chevrolet del Chivoni a los perseguidores. En cambio, en una curva de la carretera, reconoció elMercury de Estrella Sadhalá y, un segundo, iluminada por los faros delOldsmobile, la cara escuálida de Fifí Pastoriza.—También se le pasaron a Fifí —dijo Huáscar Tejeda—. Se olvidaron de laseñal otra vez. ¡Qué pendejos!El Chevrolet de Trujillo apareció, a menos de cien metros, detenido yladeado hacia la derecha de la carretera, con los faros encendidos. « ¡Ahí está!» ,« ¡Es él, coño!» , gritaron Pedro Livio y Huáscar en el instante en que volvían aestallar disparos de revólver, de carabina, de metralleta. Huáscar apagó las lucesy, a menos de diez metros del Chevrolet, frenó de golpe. Pedro Livio, que abría lapuerta del Oldsmobile, salió despedido a la carretera, antes de disparar. Sintió quese raspaba y golpeaba todo el cuerpo, y alcanzó a oír a un exultante Antonio de laMaza —« Ya este guaraguao no come más pollo» o algo así—, y voces y gritosdel Turco, de Tony Imbert, de Amadito, hacia los que echó a correr a ciegas,apenas pudo incorporarse. Dio dos o tres pasos y oyó nuevos disparos, muycerca, y una quemadura lo paró en seco y derribó, cogiéndose la boca delestómago.—No disparen, coño, somos nosotros —gritaba Huáscar Tejeda.—Estoy herido —se quejó, y, sin transición, ansioso, a voz en cuello—: ¿Estámuerto el Chivo?—Requetemuerto, Negro —dijo, a su lado, Huáscar Tejeda—. ¡Míralo!Pedro Livio sintió que lo abandonaban las fuerzas. Estaba sentado en elpavimento, en medio de cascotes y fragmentos de vidrio. Oyó decir a HuáscarTejeda que iba a buscar a Fifí Pastoriza y sintió arrancar el Oldsmobile. Percibíala excitación y el vocerío de sus amigos, pero se sentía mareado, incapaz departicipar en sus diálogos; apenas entendía lo que decían, porque su atenciónestaba concentrada ahora en el ardor de su estómago. Le quemaba el brazo,también. ¿Había recibido dos balazos? El Oldsmobile regresó. Reconoció lasexclamaciones de Fifí Pastoriza: « Coño, coño, Dios es grande, coño» .—Metámoslo al baúl —ordenó un Antonio de la Maza que hablaba con grancalma—. Hay que llevar el cadáver a Pupo, para que ponga el Plan en marcha.Sentía las manos húmedas. Ésa sustancia viscosa sólo podía ser sangre. ¿Suyao del Chivo? El asfalto estaba mojado. Como no había llovido, sería sangretambién. Alguien le pasó la mano por los hombros y le preguntó cómo se sentía.Su voz sonaba apesadumbrada. Reconoció a Salvador Estrella Sadhalá.—Una bala en el estómago, creo —en vez de palabras, le salían unos ruidosguturales.Percibió las siluetas de sus amigos cargando un bulto y echándolo en el baúldel Chevrolet de Antonio. ¡Trujillo, coño! Lo habían conseguido. No sintióalegría; más bien, alivio.—¿Dónde está el chofer? ¿Nadie ha visto a Zacarías?—Requetemuerto también, ahí, en la oscuridad —dijo Tony Imbert—. Nopierdas tiempo buscándolo, Amadito. Hay que regresar. Lo importante es llevarleeste cadáver a Pupo Román.—Pedro Livio está herido —exclamó Salvador Estrella Sadhalá.Habían cerrado el baúl del Chevrolet, con el cadáver adentro. Siluetas sincara lo rodeaban, lo palmeaban, le preguntaban cómo te sientes, Pedro Livio. ¿Leiban a dar el tiro de gracia? Lo habían acordado, por unanimidad. No dejaríanabandonado a un compañero herido para que cay era en manos de los caliés yJohnny Abbes lo sometiera a torturas y humillaciones. Recordó aquellaconversación, en el jardín lleno de mangos, flamboyanes y panes de fruta delgeneral Juan Tomás Díaz y su mujer Chana, en la que participaba también LuisAmiama Tió. Todos coincidieron: nada de morir a poquitos. Si salía mal y alguienquedaba malherido, el tiro de gracia. ¿Iba a morir? ¿Lo iban a rematar?—Súbanlo al carro —ordenó Antonio de la Maza—. En casa de Juan Tomás,llamaremos un médico.Las sombras de sus amigos se afanaban, sacando el carro del Chivo fuera dela autopista. Los sentía jadear. Fifí Pastoriza silbó: « Quedó hecho una coladera,coño» .Cuando sus amigos lo cargaron para meterlo en el Chevrolet Biscayne, eldolor fue tan vivo que perdió el sentido. Pero, por pocos segundos, pues cuandorecuperó la conciencia aún no partían. Estaba en el asiento de atrás, Salvador lehabía pasado el brazo sobre el hombro y lo apoyaba en su pecho como en unaalmohada. Reconoció, en el volante, a Tony Imbert, y, a su lado, a Antonio de laMaza. ¿Cómo estás, Pedro Livio? Quiso decirles: « Con ese pájaro muerto,mejor» , pero emitió sólo un murmullo.—Lo del Negro parece serio —masculló Imbert.O sea que sus amigos le decían Negro cuando no estaba presente. Quéimportaba. Eran sus amigos, coño: a ninguno le pasó por la cabeza darle el tiro degracia. A todos les pareció natural meterlo al auto y ahora lo llevaban a casa deChana y Juan Tomás Díaz. El ardor en el estómago y el brazo había disminuido.Se sentía débil y no intentaba hablar. Estaba lúcido, entendía a cabalidad lo quedecían. Tony, Antonio y el Turco estaban también heridos por lo visto, aunque node gravedad. A Antonio y Salvador el roce de los proyectiles les había abiertoheridas, en la frente al primero, en el cráneo al segundo. Llevaban pañuelos en lamano y se secaban las heridas. A Tony un casquillo le raspó la tetilla izquierda ydecía que la sangre le manchaba la camisa y el pantalón.Reconoció el edificio de la Lotería Nacional. ¿Habían tomado la viejacarretera Sánchez para regresar a la ciudad por un sitio menos transitado? No, noera por eso. Tony Imbert quería pasar por casa de su amigo Julito Senior, quevivía en la avenida Angelita, y telefonear desde allí al general Díaz y advertirleque estaban llevándole el cadáver a Pupo Román con la frase convenida: « Lospichones están listos para meterlos al horno, Juan Tomás» . Se detuvieron anteuna casa a oscuras. Tony bajó. No se veía a nadie por los alrededores. PedroLivio oy ó a Antonio: su pobre Chevrolet había quedado perforado por decenas debalazos y con una goma desinflada. Pedro Livio la había sentido, causaba unhorrible chirrido y un traqueteo que le repicaba en el estómago.Imbert volvió: no había nadie en casa de Julito Senior. Mejor iban derechodonde Juan Tomás. Volvieron a arrancar, muy despacio; el auto, ladeado yrechinando, evitaba las avenidas y calles concurridas.Salvador se inclinó hacia él:—¿Cómo vas, Pedro Livio?—« Bien, Turco, bien» , y le apretó el brazo.—Ya falta poco. Donde Juan Tomás, te verá un médico.Qué pena no tener fuerzas para decir a sus amigos que no se preocuparan,que estaba contento, con el Chivo muerto. Habían vengado a las hermanasMirabal, y al pobre Rufino de la Cruz, el chofer que las llevó a la Fortaleza dePuerto Plata a visitar a los maridos presos, y a quien Trujillo mandó asesinartambién para hacer más verosímil la farsa del accidente. Aquél asesinatoremeció las fibras más íntimas de Pedro Livio y lo impulsó, desde ese 25 denoviembre de 1960, a plegarse a la conspiración que armaba su amigo Antoniode la Maza. Sólo conocía de oídas a las Mirabal. Pero, como a muchosdominicanos, la tragedia de aquellas muchachas de Salcedo, lo trastornó. ¡Ahoratambién se asesinaba a mujeres indefensas, sin que nadie hiciera nada! ¿A esosextremos de ignominia habíamos llegado en la República Dominicana? ¡Ya nohabía huevos en este país, Coño! Oy endo a Antonio Imbert hablar tan conmovido—él, siempre parco en exteriorizar sus sentimientos— sobre Minerva Mirabal,tuvo, delante de sus amigos, aquel llanto, el único en su vida de adulto. Sí, todavíahabía hombres con cojones en la República Dominicana. La prueba, ese cadáverque zangoloteaba en el baúl.—¡Me muero! —gritó—. ¡No me dejen morir!—Ya llegamos, Negro —lo calmó Antonio de la Maza—. Ahora te vamos acurar.Hizo un esfuerzo por mantener la conciencia. Poco después, reconoció laintersección de la Máximo Gómez con la avenida Bolívar.—¿Vieron ese auto oficial? —dijo Imbert—. ¿No era el general Román?—Pupo está en su casa, esperando —repuso Antonio de la Maza—. Dijo aAmiama y Juan Tomás que no saldría esta noche.Un siglo después, el auto se detuvo. Entendía, por los diálogos de sus amigos,que estaban en la entrada trasera de la casa del general Díaz. Alguien abría latranquera. Pudieron entrar al patio, instalarse frente a los garajes. En el tenueresplandor de los faroles de la calle y las luces de las ventanas, reconoció eljardín lleno de árboles y flores que Chana tenía tan cuidado, y donde tantosdomingos había venido, solo o con Olga, a los suculentos almuerzos criollos que elgeneral preparaba a sus amigos. Al mismo tiempo, le parecía que él no era él,sino un observador, ausente de aquel trajín. Ésta tarde, cuando supo que iba a seresta noche, y se despidió de su mujer inventando que venía a esta casa a ver unapelícula, Olga le metió un peso en el bolsillo pidiéndole que le trajera helados dechocolate y vainilla. ¡Pobre Olga! El embarazo le daba antojitos. ¿La impresiónla haría perder el bebe? No, Dios mío. Ésta sería la hembrita que haría parejacon Luis Mariano, su hijito de dos años. El Turco, Imbert y Antonio habíanbajado. Estaba solo, tendido en el asiento del Chevrolet, en la semioscuridad.Pensó que nada ni nadie lo salvaría de la muerte que moriría sin saber quién ganóel partido de pelota que ligaba esta noche el equipo de su empresa, BateríasHércules, con el de la Compañía Dominicana de Aviación, en el campo debéisbol de la Cervecería Nacional Dominicana.Brotó una violenta discusión, en el patio. Estrella Sadhalá increpaba a Fifí,Huáscar y Amadito, quienes acababan de llegar en el Oldsmobile, por dejar enla carretera el Mercury del Turco. « Imbéciles, pendejos. ¿No se dan cuenta?¡Me han delatado! Tienen que ir ahora mismo a buscar mi Mercury » . Extrañasituación: sentir que estaba y no estaba allí. Fifí, Huáscar y Amadito calmaban alTurco: con la prisa se aturdieron y nadie se acordó del Mercury. Qué importaba,el general Román tomaría el poder esta misma noche. No tenían nada que temer.El país saldría a las calles a vitorear a los ajusticiadores del tirano.¿Se habían olvidado de él? La voz llena de autoridad de Antonio de la Mazapuso orden. Nadie regresaría a la carretera, aquello estaría y a lleno de caliés. Loprincipal era encontrar a Pupo Román y mostrarle el cadáver, como exigió.Había un problema; Juan Tomás Díaz y Luis Amiama acababan de pasar por sucasa —Pedro Livio la conocía, se hallaba en la otra esquina— y Mireya, sumujer, les dijo que Pupo salió con el general Espaillat, « porque parece que algole ha ocurrido al Jefe» . Antonio de la Maza los tranquiliza: « No se alarmen. LuisAmiama, Juan Tomás y Modesto Díaz han ido a buscar a Bibín, el hermano dePupo. Él nos ay udará a localizarlos» .Sí, se habían olvidado de él. Moriría en este auto acribillado, junto al cadáverde Trujillo. Tuvo uno de esos arrebatos de cólera que habían sido la desgracia desu vida, pero ahí mismo se calmó. ¿De qué carajo te sirve ponerte bravo en estemomento, pendejo?Entornó los párpados porque un reflector o una potente linterna le dio en lacara. Reconoció, apiñadas, la cara del yerno de Juan Tomás Díaz, el dentistaBienvenido García, la de Amadito y la de ¿Linito? Sí, Linito, el médico, el doctorMarcelino Vélez Santana. Se inclinaban sobre él, lo palpaban, le levantaron lacamisa. Le preguntaron algo que no entendió. Quiso decir que había calmado eldolor, averiguar cuántos orificios tenía en su cuerpo, pero no le salió la voz.Mantenía los ojos muy abiertos, para que supieran que estaba vivo.—Hay que llevarlo a la clínica —afirmó el doctor Vélez Santana—. Sedesangra.Al doctor le castañeteaban los dientes como si se muriera de frío. No eran tanamigos para que Linito se echara a temblar de ese modo por él. Temblaríaporque se acababa de enterar que habían matado al jefe.—Hay hemorragia interna —le temblaba la voz, también—, por lo menosuna bala entró en la región precordial. Debe ser operado de inmediato.Discutían. No le importaba morir. Se sentía contento, pese a todo. Dios loperdonaría, seguro. Por dejar abandonada a Olga, con su barriga de seis meses,y a Luis Marianito. Dios sabía que él no iba a ganar nada con la muerte deTrujillo. Al contrario; administraba una de sus compañías, era un privilegiado.Metiéndose en esta vaina, puso en peligro su trabajo y la seguridad de su familia.Dios entendería y lo perdonaría.Sintió una fuerte contracción en el estómago y gritó. « Calma, calma,Negro» , le rogó Huáscar Tejeda. Tuvo ganas de contestarle « Negra será tumadre» , pero no pudo. Lo sacaban del Chevrolet. Tenía muy cerca la cara deBienvenido —el yerno de Juan Tomás, el marido de su hija Marianela— y la deldoctor Vélez Santana: le chocaban los dientes todavía. Reconoció a Mirito, elchofer del general, y a Amadito, que cojeaba. Con grandes precauciones, loinstalaron en el Opel de Juan Tomás, estacionado junto al Chevrolet. Pedro Liviovio la luna: brillaba, en un cielo ahora sin nubes, por entre los mangos y lastrinitarias.—Vamos a la Clínica Internacional, Pedro Livio —dijo el doctor VélezSantana—. Aguanta, aguanta un poco.Cada vez le importaba menos lo que le pasaba. Estaba en el Opel, Miritomanejaba, Bienvenido iba adelante y, atrás, a su lado, el doctor Vélez Santana.Linito le hacía aspirar algo que tenía un fuerte olor a éter. « El olor de loscarnavales» . El dentista y el médico lo animaban: « Ya llegamos, Pedro Livio» .Tampoco le importaba lo que decían, ni lo que parecía importar tanto aBienvenido y Linito: « ¿Dónde se metió el general Román?» . « Si no aparece,esto se jode» . Olga, en vez del helado de chocolate y vainilla, recibiría la noticiade que su esposo estaba siendo operado en la Clínica Internacional, a tres cuadrasde Palacio, después de ajusticiar al asesino de las Mirabal. Había pocas cuadrasde la casa de Juan Tomás hasta la Clínica. ¿Por qué tardaban tanto?Por fin, el Opel frenó. Bienvenido y el doctor Vélez Santana bajaron. Los viotocar la puerta, donde chisporroteaba una luz fluorescente: « Emergencias» .Apareció una enfermera de toca blanca, y, después, una camilla. Al levantarlodel asiento Bienvenido García y Vélez Santana, sintió un dolor muy fuerte: « ¡Mematan, coño!» . Pestañeó, cegado por la blancura de un pasillo. Lo subían en unascensor. Ahora, estaba en un cuarto aseado, con una Virgen en la cabecera.Bienvenido y Vélez Santana habían desaparecido; dos enfermeras lo desnudabany un hombre joven, de bigotito, le pegaba la cara:—Soy el doctor José Joaquín Puello. ¿Cómo se siente?—Bien, bien —murmuró, feliz de que le saliera la voz—. ¿Es grave?—Voy a darle algo para el dolor —dijo el doctor Puello—. Mientras lopreparamos. Hay que sacar esa bala de ahí adentro.Por sobre el hombro del médico apareció una cara conocida, de frentedespejada y grandes ojos penetrantes: el doctor Arturo Damirón Ricart, dueño yjefe de cirujanos de la Clínica Internacional. Pero, en vez de risueño y bonachóncomo solía estar, lo notó descompuesto. ¿Le habían contado todo Bienvenido yLinito?—Ésta iny ección es para prepararte, Pedro Livio —lo previno—. No temas,quedarás bien. ¿Quieres llamar a tu casa?—A Olga no, está encinta, no quiero asustarla. Ami cuñada Mary, más bien.Le salía más firme la voz. Les dio el teléfono de Mary Despradel. Laspastillas que le acababan de hacer tragar, la iny ección y las botellas dedesinfectante que las enfermeras le vaciaron encima del brazo y el estómago, lehacían bien. Ya no sentía que se desmayaba. El doctor Damirón Ricart le puso elauricular en la mano. « ¿Sí, sí?» .—Soy Pedro Livio, Mary. Estoy en la Clínica Internacional. Un accidente. Nole digas nada a Olga, no la asustes. Me van a operar.—¡Dios santo, Dios santo! Voy para allá, Pedro Livio.Los médicos lo examinaban, lo movían, y él no sentía sus manos. Lo invadióuna gran serenidad. Con toda lucidez se dijo que, por amigo que fuera, DamirónRicart no podía dejar de informar al SIM de la llegada a emergencias de unhombre con heridas de bala, como tenían obligación todas las clínicas yhospitales, so pena de que médicos y enfermeras fueran a la cárcel. De modoque, pronto, caerían por aquí los del SIM, a hacer averiguaciones. Pero, no. JuanTomás, Antonio, Salvador, ya le habrían mostrado a Pupo el cadáver, Románhabría levantado los cuarteles y anunciado la junta cívico-militar. Acaso en estosmomentos los militares leales a Pupo arrestaban o liquidaban a Abbes García ysu banda de asesinos, metían en los calabozos a los hermanos y allegados deTrujillo y el pueblo estaría lanzándose a la calle, convocado por las radios queanunciaban la muerte del tirano. La ciudad colonial, el parque Independencia, ElConde, los contornos del Palacio Nacional, vivirían un verdadero carnaval,celebrando la libertad. « Qué pena estar en una mesa de operaciones, en vez debailando, Pedro Livio» . Y, entonces, vio la cara llorosa y espantada de su mujer:« Qué es esto, mi amor, qué te ha pasado, qué te hicieron» . Mientras la abrazabay besaba, tratando de calmarla (« Un accidente, amor, no te asustes, me van aoperar» ), reconoció a sus cuñados, Mary y Luis Despradel Brache. Éste eramédico, y hacía preguntas al doctor Damirón Ricart sobre la operación. « ¿Porqué has hecho esto, Pedro Livio?» . « Para que nuestros hijos vivan libres,amor» . Ella se lo comía a preguntas, sin cesar de llorar. « Dios mío, tienes sangrepor todas partes.» , Dando salida a un torrente de emociones contenidas, tomó asu mujer de los brazos y, mirándola a los ojos, exclamó:—¡Está muerto, Olga! ¡Muerto! ¡Muerto!Fue como en las películas, cuando la imagen se congela y sale del tiempo. Levinieron ganas de reír viendo la incredulidad con que Olga, sus cuñados,enfermeras y doctores lo miraban.—Cállate, Pedro Livio —murmuró el doctor Damirón Ricart.Todos se viraron hacia la puerta, porque en el pasillo había un tropel de pasos,gentes taconeando, sin importarles los avisos de « Silencio» que colgaban en lasparedes. La puerta se abrió. Pedro Livio reconoció al instante, entre las siluetasmilitares, la cara fláccida, la doble papada, el mentón cortado y los ojoscircundados por lóbulos protuberantes del coronel Johnny Abbes García.—Buenas noches —dijo éste, mirando a Pedro Livio, pero dirigiéndose a losdemás—. Salgan, hagan el favor. ¿El doctor Damirón Ricart? Usted quédese,doctor.—Es mi marido —lloriqueó Olga, abrasándose a Pedro Livio—. Quiero estarcon él.—Sáquenla —ordenó Abbes García, sin mirarla.Habían entrado más hombres al cuarto, caliés con revólveres en la cintura ymilitares con metralletas San Cristóbal al hombro. Entrecerrando los ojos, vio quese llevaban a Olga, sollozando (« No le hagan nada, está encinta» ), a Mary, yque su cuñado las seguía sin necesidad de empujones. Lo miraban con curiosidady un poco de asco. Reconoció al general Félix Hermida y al coronel FigueroaCarrión, a quien había conocido en el Ejército. Era el brazo derecho de AbbesGarcía en el SIM, decían.—¿Cómo está? —preguntó Abbes al médico, con voz timbrada y lenta.—Grave, coronel —repuso el doctor Damirón Ricart—. El proy ectil debeestar cerca del corazón, por el epigastrio. Le dimos medicamentos para contenerla hemorragia y poder operarlo.Muchos tenían cigarrillos y la habitación se llenó de humo. Qué ganas defumar, de aspirar uno de esos mentolados Salem, de aroma refrescante, quefumaba Huáscar Tejeda y que ofrecía siempre en su casa Chana Díaz.Tenía encima, rozándolo, la cara abotargada, los ojos de párpados caídos, detortuga, de Abbes García.—¿Qué le pasa a usted? —lo oyó decir, suavemente.—No sé —se arrepintió, su respuesta no podía ser más estúpida. Pero no se leocurría nada.—¿Quién le pegó esos balazos? —insistió Abbes García, sin alterarse.Pedro Livio Cedeño quedó callado. Increíble que jamás hubieran pensado, entodos estos meses, mientras preparaban la ejecución de Trujillo, en una situacióncomo la que vivía. En alguna coartada, en una evasiva para sortear uninterrogatorio. « ¡Qué pendejos!» .—Un accidente —volvió a arrepentirse de inventar algo tan tonto.Abbes García no se impacientaba. Había un silencio erizado. Pedro Liviosentía, pesadas, hostiles, las miradas de los hombres que lo rodeaban. Los cabosde los cigarrillos se enrojecían cuando se los llevaban a la boca.—Cuénteme ese accidente —dijo el jefe del SIM, en el mismo tono.—Me dispararon al salir de un bar, desde un carro. No sé quién.—¿De qué bar?—El Rubio, en la calle Palo Hincado, por el parque Independencia.En pocos minutos los caliés comprobarían que había mentido. ¿Y si susamigos, incumpliendo el acuerdo de dar un tiro de gracia a quien quedara herido,le habían hecho un pésimo favor?—¿Dónde está el jefe? —preguntó Johnny Abbes. Cierta emoción se habíainfiltrado en su interrogador.—No sé —la garganta se le comenzaba a cerrar; otra vez perdía fuerzas.—¿Está vivo? —preguntó el jefe del SIM. Y repitió—: ¿Dónde está?Aunque sentía de nuevo mareo y el anuncio de un desmayo, Pedro Livioadvirtió que, bajo su apariencia serena, el jefe del SIM hervía de inquietud. Lamano con que se llevaba a la boca el cigarrillo se movía con torpeza, buscandolos labios.—Espero que en el infierno, si hay infierno —se oy ó decir—. Ahí lomandamos.La cara de Abbes García, algo velada por el humo, tampoco se alteró estavez; pero abrió la boca, como si le faltara aire. El silencio se había adensado.Perder las fuerzas, desmay arse de una vez.—¿Quiénes? —Preguntó, muy suave—. ¿Quiénes lo mandaron al infierno?Pedro Livio no respondió. Lo miraba a los ojos y él le sostenía la mirada,recordando su infancia, en Higuey, cuando en la escuela jugaban a quiénpestañeaba primero. La mano del coronel se elevó, cogió el cigarrillo encendidode su boca, y, sin cambiar de expresión, lo aplastó contra su cara, cerca de su ojoizquierdo. Pedro Livio no gritó, no gimió. Cerró los párpados. El ardor era vivo;olía a carne chamuscada. Cuando los abrió, ahí seguía Abbes García. Aquellohabía comenzado.—Éstas cosas, si no se hacen bien, mejor no hacerlas —le oy ó afirmar—.¿Sabes quién es Zacarías de la Cruz? El chofer del Jefe. Vengo de hablar con él,en el Hospital Marión. Está peor que tú, cosido de balas de la cabeza a los pies.Pero, vivo. Ya ves, no les salió. Estás jodido. Tampoco vas a morir. Vas a vivir. Ycontarme todo lo que pasó. ¿Quiénes estaban contigo, en la carretera?Pedro Livio se hundía, flotaba, en cualquier momento comenzaría a vomitar.¿No habían dicho Tony Imbert y Antonio que Zacarías de la Cruz estaba tambiénrequetemuerto? ¿Le mentía Abbes García para sonsacarle nombres? Quéestúpidos. Debieron asegurarse que el chofer del Chivo también estaba muerto.—Imbert dijo que Zacarías estaba requetemuerto —protestó. Curioso ser unomismo y otro, a la vez.La cara del jefe del SIM se inclinó. Podía sentir su aliento, cargado de tabaco.Sus ojitos eran oscuros, con ribetes amarillos. Hubiera querido tener fuerzas paramorder esos cachetes fláccidos. Al menos, para escupirlos.—Se equivocó, sólo está herido —dijo Abbes García—. ¿Qué Imbert?—Antonio Imbert —explicó él, devorado por la ansiedad—. ¿Entonces, meengañó? Coño, coño.Detectó pasos, movimiento de cuerpos, los presentes se apretujabanalrededor de su cama. El humo disolvía las caras. Sentía asfixia, como si lopisotearan en el pecho.—Antonio Imbert y quién más —le decía, al oído, el coronel Abbes García.Se le escarapela la piel pensando que, esta vez, le aplastaría el cigarrillo en el ojoy lo dejaría tuerto—. ¿Imbert manda? ¿Él organizó esto?—No, no hay jefes —balbuceó, temeroso de que las fuerzas no lepermitieran acabar la frase—. Si hubiera, sería Antonio.—¿Antonio qué?—Antonio de la Maza —explicó—. Si hubiera, sería él, por supuesto. Pero, nohay jefes.Hubo otro largo silencio. ¿Le habían dado pentotal sódico, por eso hablaba contanta locuacidad? Pero, con pentotal uno quedaba dormido y él estaba despierto,sobreexcitado, con ganas de contar, de sacarse de adentro esos secretos que lemordían las entrañas. Seguiría contestando lo que le preguntaran, coño. Habíamurmullos, pisadas resbalaban sobre las baldosas. ¿Se iban? Una puertaabriéndose, cerrándose.—¿Dónde están Imbert y Antonio de la Maza? —el jefe del SIM expulsó unabocanada de humo y a Pedro Livio le pareció que le entraba por la garganta y lanariz y le bajaba hasta las tripas.—Buscando a Pupo, dónde mierda van a estar —¿tendría energías paraterminar la frase? El maravillamiento de Abbes García, el general Félix Hermiday el coronel Figueroa Carrión era tan grande, que hizo un esfuerzo sobrehumanopara explicarles lo que no entendían—: Si no ve el cadáver del Chivo, no moveráun dedo.Habían abierto mucho los ojos y lo escudriñaban con desconfianza y pavor.—¿Pupo Román? —ahora sí, Abbes García había perdido la seguridad.—¿El general Román Fernández? —repitió Figueroa Carrión.—¿El jefe de las Fuerzas Armadas? —chilló el general Félix Hermida,demudado.Pedro Livio no se extrañó de que aquella mano cayera de nuevo y leaplastara el cigarrillo encendido en la boca. Un gusto acre, a tabaco y ceniza enla lengua. No tuvo fuerzas para escupir ese desecho hediondo y quemante que learañaba las encías y el paladar.—Se ha desmayado, coronel —oy ó murmurar al doctor Damirón Ricart—.Si no lo operamos, morirá.—El que va a morir, si no lo reanima, es usted —repuso Abbes García, consorda cólera—. Hágale una transfusión, lo que sea, pero que despierte. Éstesujeto debe hablar. Reanímelo o le meto en el cuerpo todo el plomo de esterevólver.Puesto que hablaban así, no estaba muerto. ¿Habrían encontrado a PupoRomán? ¿Le mostrarían el cadáver? Si hubiera comenzado la revolución ni AbbesGarcía, ni Félix Hermida, ni Figueroa Carrión rodearían su cama. Estarían presoso muertos, como los hermanos y sobrinos de Trujillo. Intentó en vano pedirlesque le explicaran por qué no estaban presos o muertos. No le dolía el estómago;le ardían los párpados y la boca, por las quemaduras. Le ponían una iny ección, lehacían aspirar un algodón que olía a mentol, como los Salem. Descubrió unabotella con suero junto a su cama. Los oía y ellos creían que no.—¿Será cierto? —Figueroa Carrión parecía más atemorizado que sorprendido—. ¿El ministro de las Fuerzas Armadas metido en esto? Imposible, Johnny.—Sorprendente, absurdo, inexplicable —lo rectificó Abbes García—.Imposible, no.—Por qué, para qué —subía el tono el general Félix Hermida—. Qué puedeganar. Le debe al jefe todo lo que es, todo lo que tiene. Éste pendejo sueltanombres para confundirnos.Pedro Livio se retorció, tratando de incorporarse, para que supieran que noestaba grogui, ni muerto, y que había dicho la verdad.—Ya no creerás que esto es una comedia del jefe para averiguar quiénes sonleales y quiénes desleales, Félix —dijo Figueroa Carrión.—Ya no —reconoció, apesadumbrado, el general Hermida—. Si estos hijosde puta lo han matado, qué coño va a pasar aquí.El coronel Abbes García se tocó la frente:—Ahora entiendo para qué me citó Román en el Cuartel General delEjército. ¡Claro que está metido en esto! Quiere tener a mano a las personas deconfianza del jefe para encerrarlas antes de dar el golpe. Si hubiera ido, y aestaría muerto.—No me lo creo, coño —repetía el general Félix Hermida.—Manda patrullas del SIM a cerrar el Puente Radhamés —ordenó AbbesGarcía—. Que nadie del gobierno, y, sobre todo, los parientes de Trujillo, crucenel Ozama ni se acerquen a la Fortaleza 18 de Diciembre.—El secretario de las Fuerzas Armadas, el general José René Román, elmarido de Mireya Trujillo —monologaba, idiotizado, el general Félix Hermida—. Ya no entiendo nada de nada, carajo.—Créelo, mientras no se demuestre que es inocente —dijo Abbes García—.Corre a prevenir a los hermanos del Jefe. Que se reúnan en el Palacio Nacional.No menciones a Pupo todavía. Diles que hay rumores de atentados. ¡Vuela!¿Cómo está el sujeto? ¿Puedo interrogarlo?—Se está muriendo, coronel —afirmó el doctor Damirón Ricart—. Comomédico, mi deber...—Su deber es callarse, si no quiere ser tratado como cómplice —Pedro Liviovio, otra vez, muy cerca, la cara del jefe del SIM. « No me estoy muriendo» ,pensó. « El doctor le mintió para que no me siga apagando colillas en la cara» .—¿El general Román mandó matar al jefe? —otra vez, en la nariz y en laboca, el aliento picante del coronel—. ¿Es cierto eso?—Lo están buscando para mostrarle el cadáver —se oy ó gritar—. Así es él:ver para creer. Y, también, el maletín.El esfuerzo lo dejó extenuado. Temió que los caliés estuvieran apagando eneste mismo momento cigarrillos en la cara de Olga. Pobre, qué pena. Perdería elbebe, maldeciría haberse casado con el excapitán Pedro Livio Cedeño.—¿Qué maletín? —preguntó el jefe del SIM.—El de Trujillo —respondió, en el acto, articulando bien—. Lleno de sangrepor afuera y por adentro de pesos y dólares.—¿Con sus iniciales? —insistió el coronel—. ¿Las iniciales RTM, en metal?No pudo contestar, la memoria lo traicionaba. Tony y Antonio lo encontraronen el auto, lo abrieron y dijeron que estaba lleno de pesos dominicanos y dólares.Miles de miles. Notaba la angustia del jefe del SIM. Ah, hijo de puta, el maletínte convenció de que era cierto, de que lo habían matado.—¿Quién más está en esto? —preguntó Abbes García—. Dame nombres.Para que bajes al quirófano y te saquen las balas. ¿Quién más?—¿Encontraron a Pupo? —preguntó él, excitado, atropellándose—. ¿Lemostraron el cadáver? ¿También a Balaguer?Otra vez se le descolgó la mandíbula al coronel Abbes García. Ahí lo tenía,boquiabierto de sorpresa y aprensión. De un modo oscuro, les estaba ganando lapartida.—¿A Balaguer? —deletreó, sílaba por sílaba, letra Por letra—. ¿Al Presidentede la República?—Será de la junta cívico-militar —explicó Pedro Livio, luchando porcontener las arcadas—. Yo estuve en contra. Dicen que es necesario, paratranquilizar a la OEA.Ésta vez, la arcada no le dio tiempo a ladear la cabeza para vomitar fuera dela cama. Algo tibio y viscoso le corrió por el cuello y manchó su pecho. Vioapartarse, asqueado, al jefe del SIM. Tenía fuertes retortijones y frío en loshuesos. Ya no podría hablar. Al poco rato, la cara del coronel estaba otra vezencima, deformada por la impaciencia. Lo miraba como si quisiera trepanarle elcráneo para averiguar toda la verdad.¿Joaquín Balaguer también?Sólo le resistió la mirada unos segundos. Cerró los ojos, quería dormir. Omorir, no importaba. Oyó, dos o tres veces, la pregunta: « ¿Balaguer? ¿Balaguertambién?» . No respondió ni abrió los ojos. Tampoco lo hizo cuando el vivísimoardor en el lóbulo de la oreja derecha lo hizo encogerse. El coronel le habíaapagado el cigarrillo y ahora lo retorcía y deshacía en el pabellón de su oreja.No gritó, no se movió. Convertido en el cenicero del jefe de los caliés, PedroLivio, así acabaste. Bah, qué coño. El Chivo estaba muerto. Dormir. Morir. Desdeel hondo agujero en que caía, seguía oy endo a Abbes García: « Un beato comoél tenía que estar conspirando con los curas. Es un complot de los obispos,ayuntados con los gringos» . Había largos silencios, intercalados con murmullos,y, a ratos, el tímido ruego del doctor Damirón Ricart: si no lo intervenían, elpaciente moriría. « Pero si lo que quiero es morir» , pensaba Pedro Livio.Carreras, pasos precipitados, un portazo. La habitación se había llenado otravez, y, entre los recién llegados, estaba de nuevo el coronel Figueroa Carrión:—Hemos encontrado un puente dental en la carretera, cerca del Chevrolet deSu Excelencia. Lo está examinando su dentista, el doctor Fernando CaminoCertero. Lo desperté y o mismo. En una media hora nos dará su informe. Aprimera vista, le pareció el del jefe.Su voz era lúgubre. Y, también, el silencio en que lo escuchaban los otros.—¿No encontraron nada más? —Abbes García hablaba mordiendo lo quedecía.—Una pistola automática, calibre 45 —dijo Figueroa Carrión—. Tomará unashoras verificar el registro. Hay un carro abandonado, a unos doscientos metrosdel atentado. Un Mercury.Pedro Livio se dijo que Salvador había hecho bien en enojarse con FifíPastoriza por dejar tirado su Mercury en la carretera. Identificarían al dueño ydentro de poco los caliés estarían apagándole colillas en la cara al Turco.—¿Soltó algo más?—Balaguer, nada menos —silbó Abbes García—. ¿Te das cuenta? El jefe delas Fuerzas Armadas y el Presidente de la República. Habló de una junta cívicomilitar,en la que meterían a Balaguer para tranquilizar a la OEA.El coronel Figueroa Carrión soltó otro « ¡Coño!» :—Es una consigna para despistarnos. Meter nombres importantes,comprometer a todo el mundo.—Podría ser, ya lo veremos —dijo el coronel Abbes García—. Algo esseguro. Hay metida mucha gente, traidores de alto nivel. Y, por supuesto, loscuras. Hay que sacar al obispo Reilly del Colegio Santo Domingo. A las buenas oa las malas.—¿Lo llevamos a La Cuarenta?—Ahí lo irán a buscar, apenas se enteren. Mejor, a San Isidro. Pero, espera,es delicado, hay que consultarlo con los hermanos del jefe. Si alguien no puedeestar en la conspiración es el general Virgilio García Trujillo. Anda e infórmale,personalmente.Pedro Livio sintió los pasos del coronel Figueroa Carrión alejándose. ¿Sehabía quedado solo con el jefe del SIM? ¿Iba a apagarle más cigarrillos? Pero, noera eso lo que ahora lo atormentaba. Sino, darse cuenta de que, aunque hubieranmatado al jefe, las cosas no habían salido como estaba planeado. ¿Por qué Pupono tomaba el poder, con sus soldados? ¿Qué hacía Abbes García dando órdenesde que los caliés detuvieran al obispo Reilly ? ¿Seguía mandando este degeneradosanguinario? Lo tenía siempre encima; no lo veía, pero ahí estaba ese alientocargado que su nariz y su boca recibían.—Unos nombres más y te dejo descansar —lo oy ó decir.—No lo oy e ni lo ve, coronel —imploró el doctor Damirón Ricart—. Haentrado en coma.—Opérelo entonces —dijo Abbes García—. Lo quiero vivo, óigalo bien. Es lavida de este sujeto contra la suya.—No puede usted quitarme tantas —oy ó Pedro Livio suspirar al médico—.Sólo tengo una vida, coronel.  

La fiesta del chivoWhere stories live. Discover now