Capítulo 32: Escaleras arriba

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El Domingo 22 de Noviembre fue una jornada común para Matilde, excepto que en la tarde se despidió de sus padres y salió sin darles mayor información del sitio al que se dirigía. No pretendía informarles desde el principio, y por suerte para ella, fuera de la pregunta que le había hecho su madre la jornada anterior, no tuvo que esquivar otro tipo de cuestionamientos.

Seguramente en la mente de sus padres permanecería la duda sobre cuáles eran sus objetivos, pero no era asunto de ellos enterarse de eso; hablar sobre un supuesto novio o pretendiente sería un error infundado, y por otro lado, inventar cualquier tipo de mentira sobre otra actividad la pondría en el campo de las explicaciones y los comentarios, y durante los meses pasados había cultivado con esfuerzo y dedicación una política de hablar solo lo necesario, y nada de eso entraba en ese margen.

La visita que iba a realizar no era fácil para ella, y seguramente tampoco lo sería para el hombre que iba a ver, pero estaba convencida de estar tomando las decisiones correctas; antes habían hablado por teléfono, y también en persona, pero sería primera vez que estarían en contacto en terreno neutral, donde ninguno de los dos tendría protección ni apoyo de nadie. Donde ella no tendría ningún tipo de apoyo. Pero todo lo que habían hablado, las cosas que ella le había dicho en ese tiempo y los acuerdos a los que llegaron tenían que servir de algo, gran parte de todo dependía de eso.

Había estado pensando que era muy probable que después de la obra maestra de eliminación de testigos por parte de los asesinos de la clínica, alguien se encargara de seguirla, pero también recordaba, a veces con espantosa claridad, que uno de esos hombres le dijo al otro que ella no era importante, que sin Patricia todo estaba terminado. En eso tenían razón, y en querer investigarla o seguirla durante un tiempo también, pero a decir verdad, nada de lo que ella o quien fuera hubiese querido hacer sería un riesgo para la gente de la clínica, para todas esas personas con tanto poder: sin pruebas de lo que habían hecho, con la clínica convertida en un edificio móvil y las personas directamente involucradas anuladas a tal punto, solo un tonto habría sido capaz de pretender emprender algo en su contra; cualquier acción sería considerada un acto de locura, al nivel de los desequilibrados que viven en las calles. Tras seis meses la vida de Matilde era completamente normal.

Semanas antes había hecho algunos viajes de reconocimiento a la zona a la que se dirigía en esos momentos para no perderse, y tenía claro su objetivo: la casa estaba a media calle de un barrio residencial bastante antiguo, y venido a menos a decir verdad; seguramente en otros tiempos tuvo gente de esfuerzo que cuidaban de sus calles y plazas, pero al convertirse en parte de una periferia más poblada, las calles y pasajes lucían descuidados, y en varias esquinas se veían jóvenes vagando, aunque por suerte la zona no estaba tan mal como para tener que cuidarse de cualquier persona que viera pasar a su alrededor. De todos modos llevaba un atuendo muy sencillo, compuesto de jeans, zapatillas de diario y una camisa oscura, junto a una pequeña mochila a la espalda y el cabello recogido en una cola. La casa a la que iba no tenía reja ni jardín, solo una deslucida pared de concreto sin pintar. Un momento después de golpear a la puerta de madera alguien abrió y le dijo que entrara.

—Permiso.

Originalmente había pensado que lo mejor era reunirse con él en un sitio distinto y que no fuera del completo dominio de él, pero si en realidad quería ganarse su confianza en los días tan difíciles que se avecinaban, tendría que hacer algo al respecto; de todos modos si algo salía mal, no se perdería mucho.

—Siéntese.

—Gracias.

Ocupó un sillón enfrente de él. De una rápida mirada apreció que la propiedad era sencilla solo por fuera, ya que tanto los muebles como los elementos electrónicos que podía ver eran recientes y por cierto, no precisamente baratos.

La última heridaWhere stories live. Discover now