Rebelión y espadas XIII

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—¿Cuántos son? —le volvió a preguntar Halon a Sironio.

No fue el anciano quien le contestó, sino Miternes.

—Veinticinco hombres a caballo —dijo Miternes—. Pocas veces se atreven a dejar las tierras de los ríos, pero si quieren expulsarnos otra vez les estaremos esperando.

—No han venido a echaros de estas tierras —les dijo Halon a Sironio y Miternes—. Quieren encontrar la espada que buscamos.

‹‹Eso no es posible —pensó Maorn—. No saben dónde está la espada.››

—¿Cómo pueden saber que hay una espada en las ruinas? —le preguntó Maorn a Halon.

—No lo sé —le contestó—, pero si realmente van a buscar las espadas tenemos que darnos prisa o la encontrarán antes que nosotros.

—Vosotros no vais a ninguna parte —les dijo Miternes amenazadoramente—. No permitiré que nos delatéis.

—Nosotros somos también enemigos de ésos a los que llamáis... —dijo Halon—. ¿cómo era...? Has... hasca...

—Hascatos —le corrigió Miternes.

—Déjalos marchar —le dijo Sironio a Miternes—. Estos jóvenes son de corazón puro. No nos desean ningún mal. Deja que se vayan.

—Pero saben dónde está nuestro campamento —insistió Miternes—. Podrían dar nuestra ubicación a los hascatos.

—Ya te he dicho que éstos no tienen nada que ver con los hascatos —dijo el anciano—. Déjalos libres. Puede que uno de ellos sea el que esperábamos.

Miternes asintió poco convencido ante la orden de su padre.

Maorn no comprendió qué era lo último que había dicho el anciano, pero tampoco tuvo tiempo de pensar en ello. A una señal de Miternes, los hombres que los vigilaban les cortaron sus ataduras y los dejaron libres.

—No habéis venido aquí con mala intención —les dijo Sironio—, por lo que os liberamos y os permitimos entrar en las ruinas malditas, pero no esperéis salir de allí. Vuestros restos descansarán en las ruinas durante toda la eternidad. Los muertos las protegen, por eso nosotros no entramos nunca. Marchaos ya.

Maorn y Halon abandonaron la casa escoltados por varios nómadas. Miternes no les acompañó, sino que se quedó dentro con su padre.

—¿Qué habrá querido decir con que los muertos protegen las ruinas? —le preguntó Maorn a Halon.

—Solo quería meternos miedo, eso es todo.

Miternes escuchó las palabras de su padre disgustado. No solo dejaba que los dos extranjeros se marcharan, sino que además le pedía más cosas, pero cumpliría todo a rajatabla. Era un hijo obediente y amaba a su padre.

—Quiero que acompañes a los extranjeros hasta las ruinas. No los pierdas de vista en ningún momento, por lo menos mientras estén fuera. Una vez entren espera a que salgan, si es que lo consiguen; luego asegúrate de que se van y no vuelven. Llevan consigo un objeto maligno. Y que varios de los nuestros vigilen a los hascatos que rondan nuestro territorio. Tenemos que saber en todo momento lo que hacen. No debemos confiarnos. Llévate a todos los hombres que creas conveniente.

—Sí, padre.

—Ofréceles un poco de agua y comida a los extranjeros. Parecen famélicos.

Cuando salieron de la casa Maorn le propuso a Halon que viera al hombre de la mano quemada.

—Tal vez puedas hacer algo por él.

Halon asintió. Miternes no tardó en salir, les ofreció agua de una jarra de arcilla y un poco de carne seca. Los dos bebieron con ansia hasta la última gota. El agua estaba caliente y sabía rara, pero los dos la disfrutaron como si fuera agua fresca de un manantial y se comieron la carne en apenas unos bocados. Cuando terminaron le dijeron a Miternes que Halon podía ayudar al hombre de la mano quemada. Al nómada le extrañó que los jóvenes extranjeros quisieran ayudarlos, pero accedió y entraron en la casa. En el interior había varias mujeres llorando alrededor del herido, que estaba tumbado en un catre. Miternes se acercó a él y le dijo en su idioma que iban a curarle la mano; éste, desesperado ante el dolor, asintió y dejó que el mago se le acercara para ayudarlo. Halon, que había conseguido algunas plantas medicinales, pócimas y ungüentos antes de salir de Rwadon, tenía ahora material suficiente para tratar aquella quemadura. Observó detenidamente la palma quemada, sin tocarla, y luego empezó a sacar frascos de su bolsa. Echó un poco de licor de tebano en un pequeño vaso de madera y se lo ofreció. El hombre miró el líquido confuso.

—Dile que esto le calmará el dolor —le dijo Halon a Miternes.

Miternes le dijo algo en su lengua y el hombre accedió a beber el contenido del vaso. Tragó hasta la última gota, pero a punto estuvo de vomitarlo. El licor de tebano era una bebida muy fuerte y aún más para alguien que no había bebido nunca nada parecido al alcohol. El efecto del licor actuó con rapidez. El hombre dejó de emitir muecas de dolor y comenzó a reír.

—¿Por qué sonríe? —le preguntó Miternes, sin comprender.

—El licor de tebano tiene un efecto doble: hace que una persona deje de sentir nada en su cuerpo, ni dolor ni placer, nada, pero al mismo tiempo lo emborracha. Normalmente con un solo trago no tiene ese efecto, pero este hombre no ha debido de beber ni una gota de alcohol en su vida.

—¿Qué es el... al... alcohol? —le preguntó Miternes.

—¡El alcohol! Mejor que no lo sepas —le dijo Halon—. Podría arruinarte la vida.

Halon lavó la herida con un poco de agua, llenó la mano de ungüento y después la envolvió con una venda.

—Ha sufrido de lleno una maldición en su mano —dijo Halon—. La herida curará, pero le quedará la marca para toda la vida. Deberán lavarle la mano, ponerle el ungüento y cambiarle las vendas con regularidad durante varias semanas, y cada vez que le duela que le den un trago del licor —Halon les mostró las vendas, el ungüento y la cantimplora con el licor de tebano a las mujeres de la casa—. Dilas lo que tienen que hacer.

Miternes repitió palabra por palabra lo que Halon había dicho, y éstas, agradecidas, se lanzaron sobre los pies del joven aprendiz de mago y se los besaron, ruborizándose. Después salieron de la casa para marcharse del poblado. En las afueras les esperaban una docena de hombres a caballo.

—Os acompañaremos y guiaremos por el desierto —dijo Miternes—, pero no entraremos en las ruinas.

Maorn y Halon asintieron. Aquello parecía más una exigencia que un ofrecimiento, pero no tenían más remedio que aceptar.

—Llevaos con vosotros la espada maldita —siguió Miternes—. No queremos un objeto maligno en nuestras tierras.

Maorn se dirigió a por la espada, que seguía en una de las mulas custodiada por dos nómadas que impedían que cualquier miembro de la tribu se acercara y la tocara accidentalmente. Cuando Maorn se acercó a cogerla, los nómadas se alejaron temerosos. La sacó del envoltorio y se la colgó a la espalda. Los hemedas les devolvieron todas las pertenencias que les habían quitado y se dispusieron a salir.

—Os dejaremos estos caballos hasta llegar a las ruinas —les dijo Miternes, mostrando dos pequeños rocines de color pardo—, después nos los llevaremos. Ahora marchémonos, cada segundo que pasáis aquí enfurecéis más a los dioses.

Maorn y Halon subieron a los caballos y se pusieron en marcha siguiendo a los nómadas.

‹‹Zangorohid no debe de estar muy lejos —pensó Maorn.››

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasWhere stories live. Discover now