Rebelión y espadas III

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Con el paso de los días, Halon y Maorn recorrieron en su pequeño bote gran parte de la costa de Tancor: sus playas arenosas, los enormes acantilados y sus hermosas calas. Dormían por turnos: mientras uno descansaba el otro mantenía el rumbo sur. Hacían sus necesidades en un cubo y luego tiraban los desperdicios al mar; comían y bebían allí, y solo desembarcaban en tierra algunos días para estirar las piernas. La travesía era lenta y aburrida, no tenían nada que hacer más que mantener el rumbo sin alejarse de la costa, pues adentrarse mar adentro podía ser su perdición. Por el día el sol les abrasaba y les quemaba el rostro, por la noche el frío les atosigaba y sus finas mantas no eran suficientes para mantenerlos calientes. El tiempo se fue haciendo intermitente; el sol ya no les acompañaba a diario y el calor fue desapareciendo, las nubes eran abundantes y tapaban el sol para alivio de los dos tripulantes, pero esas nubes se volvieron grises y trajeron consigo la lluvia. Empapados hasta la médula por los aguaceros, solo podían taparse con las mantas para intentar protegerse del agua, que de poco servían en esas circunstancias. A pesar de padecer lluvia, la preferían a estar abrasándose día tras día con el sol, pero los aguaceros no fueron la única inclemencia que padecieron. El viento pasó de agitar tímidamente las velas del barco a sacudirlo violentamente, soplando con cada vez más fuerza sobre las velas y arrojándoles olas de gran tamaño sobre la cubierta, una y otra vez, provocando sacudidas violentas que casi les hizo volcar en varias ocasiones. Mantenían la embarcación a duras penas. Cuando el mar estaba picado tenían que achicar agua con unos cubos para evitar que la pequeña barca se hundiera. Era un trabajo duro y sofocante, pero no tenían alternativa.

Después de varios días con tormentas, las nubes se fueron disolviendo y el sol salió de nuevo. El buen tiempo parecía acompañarlos una vez más, pero temían verse sorprendidos de nuevo por otro temporal.

—Como sigamos mucho más acabaremos ahogándonos —dijo Maorn—. Deberíamos dejar la barca y seguir a pie. Hemos tenido suerte hasta ahora, pero incluso ésta puede abandonarnos en cualquier momento, y más si el tiempo empeora de nuevo.

—La barca aguantará —dijo Halon—. Debemos de estar cerca de Milthik. Allí podremos pagar un pasaje en algún barco que vaya a la zona oriental del Imperio.

—Sí, vale, pero... como nos pille otra tormenta como las otras no lo contamos.

—Han sido tormentas veraniegas, no creo que volvamos a padecerlas. No sería normal.

—Igual ha sido una señal de los dioses, quizá no quieren que vayamos a por la espada. Puede que sea una advertencia.

—Los dioses no toman partido. Los asuntos de los mortales no les conciernen; les importa un rábano quién consigue o deja de conseguir las Espadas. Además, si los dioses de verdad hubiesen querido impedirnos que fuéramos a por la espada, nos hubiéramos ahogado durante la tormenta, y seguimos vivos.

—Aun así preferiría seguir a pie. No me gusta estar tan cerca del agua.

—No tardaremos mucho en llegar. Solo tenemos que mantener el rumbo.

Desembarcaron en Milthik dos días después, dejando su maltrecho bote en los muelles. Maorn ocultó la espada bajo una manta y la colgó a su espalda junto al macuto con las provisiones, para evitar que la espada llamara la atención de indeseados, pues no querían meterse en problemas. Antes de dejar el muelle tuvieron que pagar dos monedas de cobre por dejar la barca amarrada.

Con motivo de la guerra había pocos barcos en el puerto. El comercio había disminuido en los últimos meses, lo que había supuesto la ruina para la ciudad. Había poca gente trabajando en los muelles: algunos pescadores que volvían de faenar, sacando de sus barcas las capturas del día para venderlas rápidamente antes de que se pudrieran, y algunos marineros que subían y bajaban mercancías de los barcos amarrados. Halon se detuvo a observarlos.

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora