La Batalla de Llano de Goldur XIV

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Neilholm regresó al combate en la primera línea. La situación no le gustaba. Los mercenarios, junto con los sharpatianos, luchaban con mucha efectividad: los mercenarios, armados con sus grandes hachas, destrozaban los escudos, y los sharpatianos, con sus lanzas, atacaban allí donde hacían una brecha en el muro de escudos. Era una forma de luchar diferente a la suya, pero tenía que adaptarse a ella.

Nada más unirse a la primera línea, el hacha de un mercenario le golpeó en su escudo, incrustándose en él. No lo soltó, pero el mercenario tiraba con fuerza para quitárselo y dejarle desprotegido, pero Neilholm se resistía. Si perdía su escudo sería un blanco fácil para las lanzas enemigas. Intentó alcanzar a su rival con su espada, pero el escudo de un vegteno protegió al mercenario y no pudo alcanzarle.

‹‹Maldito hijo de puta —pensó Neilholm—. Ahora verás.››

Le quitó la lanza al compañero de su derecha y, con su nueva arma, atravesó la garganta del mercenario, que fue sustituido por un soldado armado con un gran escudo ovalado y una espada curva. Neilholm, que ya sabía cómo se las gastaban los sharpatianos, era consciente de que le costaría superar a su nuevo contrincante. Sin pensárselo dos veces tiró su escudo con el hacha incrustada, sacó su mandoble con una mano, dio un salto para coger impulso y golpeó a su nuevo rival. El sharpatiano no se esperaba el ataque y, cuando se dio cuenta de lo que ocurría, le faltaba el brazo con el que empuñaba la espada, por el cual comenzó a emanar un chorro de sangre.

‹‹La herida le causará la muerte —pensó Neilholm—, pero ¿para qué hacerle sufrir?››

Su mandoble se incrustó justo en su esternón. Al sacarlo del cuerpo ya sin vida emanó un chorretón de sangre que se derramó por el suelo. Tenía las manos y la empuñadura de la espada empapadas de rojo sangre. Neilholm regresó de nuevo a la retaguardia antes de que una lanza le alcanzara. Ya había visto demasiada muerte de momento y su frente era demasiado extenso para quedarse solo allí.

En el flanco derecho, Gwizor aguantaba sin problemas los ataques de los vegtenos, que seguían estancados y sin posibilidad de avance. Cada vez que éstos intentaban sobrepasarlos eran detenidos por los escudos y las lanzas. Los vegtenos no eran rival para sus hombres. Cada vez que eran rechazados, los oficiales imperiales volvían a agrupar a sus hombres en retaguardia y les ordenaban volver al combate, cargando de nuevo con idénticos resultados, así una y otra vez. Aprovechando su superioridad numérica, trataban de rodearlos por detrás, pero, cada vez que lo hacían, quinientos jinetes les arrojaban una lluvia de jabalinas y después cargaban contra ellos por un lado y, al mismo tiempo, por el otro lo hacían algunos de los infantes que mandaba Gwizor para apoyar a los jinetes, causando enormes bajas a los vegtenos y haciendo que retrocedieran. Había cientos de muertos y heridos a sus pies, pero los enemigos seguían y seguían atacando sin parar, cayendo cada vez más en su intento de rodear al ejército de Lindium. Gwizor estaba satisfecho; su posición no peligraba y nada indicaba que eso fuera a cambiar.

‹‹Este flanco está fuera de peligro. ¿Cómo irán las cosas en el otro flanco? —se preguntó.››

Era difícil averiguarlo. Las líneas eran amplias, los enlaces no pasaban mucho por su flanco y tampoco quería desperdiciar a alguno de sus hombres para averiguarlo. Solo cabía esperar que las cosas no fueran mal.

Los arqueros se habían quedado sin flechas en la colina y tampoco había más lanzas, venablos ni jabalinas que lanzar. No tenían nada. Los sharpatianos habían abierto varias brechas en las empalizadas y los defensores estaban agotados. Nulmod ordenó que todos los arqueros y el resto de hostigadores cogieran un arma y se unieran a los defensores de las empalizadas. Eso les dio un ligero respiro, pero el ataque enemigo continuaba y cada vez les empujaban más hacia atrás. La situación era realmente drástica. Las brechas cada vez eran más grandes y cada vez había más enemigos en el recinto. Sin embargo, la suerte estaba con ellos. Leinad regresó con los ansiados refuerzos y la situación se restableció en gran parte de la colina. Los recién llegados detuvieron el avance enemigo y les empujaron de nuevo a las empalizadas, donde continuaron los encarnizados combates.

‹‹Aun así el enemigo nos duplica en número y las brechas en las empalizadas son más grandes y por ellas pasan centenares de vegtenos y mercenarios. Solo hemos ganado un poco más de tiempo. La colina caerá tarde o temprano.››

Improvisaron una nueva línea de defensa junto a las empalizadas que habían sido tomadas en parte por el enemigo.

Nulmod suspiró y agradeció a los dioses por la oportuna llegada de los refuerzos, que habían llegado momentos antes del colapso. Unos minutos más tarde y sus hombres se habrían desmoronado y la colina estaría en manos enemigas, lo que hubiera posibilitado que el enemigo atacara por la espalda al resto del ejército. Había llegado a dar por perdida la colina, pero ahora volvían a estar las fuerzas equilibradas, o por lo menos en parte.

Los defensores, con la ayuda de los refuerzos, siguieron combatiendo en inferioridad numérica, pero los mercenarios y los vegtenos no podían aprovechar su superioridad completamente, solo podían atacar de frente, hombre contra hombre, tratando de superar los obstáculos que habían levantado para defender la colina; ésa era la única ventaja de los soldados de Lindium. La lucha en esa zona se había convertido en una verdadera carnicería en la que soldados de los dos bandos caían a partes iguales; la hierba de la colina había desaparecido por la tierra y el barro que cientos y cientos de pisadas habían provocado; aparecieron charcos rojos, la tierra se tiñó del color de la sangre bajo una alfombra de cadáveres pisoteados y deformes, miembros desmembrados y vísceras. Los gritos de dolor de los heridos martilleaban los oídos de los vivos y los atormentaban en los momentos en los que se luchaba a vida o muerte. Nulmod no había visto nada igual en ninguna otra batalla en la que hubiera participado. El nivel de violencia que se estaba desencadenando superaba en mucho a las guerras pasadas. Era como si el mismísimo infierno se viviera allí mismo.

El general de Landor recorría una y otra vez las líneas defensivas para dar ánimos y mantener la disciplina, e incluso, en varias ocasiones, se vio luchando por su vida. Los enemigos atacaban con tanta fiereza que muchas veces lograban abrirse paso entre la formación de combate que habían improvisado tras las empalizadas. Nulmod se situó en el sector más débil junto a las defensas de la derecha. Varios cientos de mercenarios estaban penetrando por ellas. En medio del caos, un vegteno le intentó atacar con su escudo, pero Nulmod se apartó a tiempo y uno de sus escoltas golpeó con su espada en el brazo, cercenándolo con dos certeros golpes. El soldado comenzó a gritar de dolor mientras se desangraba en el suelo. Nulmod no tuvo tiempo de acabar con su sufrimiento, pues un mercenario le intentó rajar el cuello. Nulmod no se apartó, sino que le cogió del brazo con el que le quería golpear, impidiendo que la espada le hiriera, al tiempo que le travesaba con su espada por debajo de la cintura. El mercenario moribundo se quedó unos segundos apoyado en su hombro izquierdo, pero luego lo apartó con suavidad, al tiempo que sacaba su espada de su cuerpo.

—¿Se encuentra bien, general? —le preguntó uno de sus guardias al no saber si Nulmod estaba herido después del enfrentamiento.

—El que no está bien es éste —dijo señalando al que acababa de atravesar.

Nulmod se aseguró de que no hubiera más enemigos en las cercanías y continuó recorriendo las líneas. Los mercenarios habían abierto otra brecha importante junto a las rocas que daban al desfiladero. Debía acudir a taponarla.

—¡Todos conmigo! —les ordenó Nulmod a sus guardias, que se adentraron en sus propias filas para unirse a los defensores que intentaban cerrar esa brecha, dispuestos a rechazar a los nuevos enemigos.

‹‹Todavía no han sangrado suficiente —se dijo Nulmod—. Ahora verán de lo que es capaz este viejo.››

Nulmod sabía que allí no se iba a ganar la batalla, tarde o temprano la superioridad enemiga se haría patente y su línea se desmoronaría. Lo único que podía hacer era seguir luchando, resistir todo lo posible y esperar que se ganara en los otros frentes. La colina estaba desangrando a Sharpast; allí habían perdido a gran parte de su caballería y ahora tenían a una infantería que sufría duras perdidas por cada metro que ganaban, pero obtenían cada vez más terreno, un terreno que los hombres de Nulmod intentaban mantener a toda costa. Había mucho en juego. De ellos no solo dependían sus vidas, sino las del resto de los compañeros del ejército. Nadie iba a moverse de su puesto. Estaban dispuestos a aguantar hasta la muerte.

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora