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La gente había madrugado aquel último día. Los trovadores ya estaban relatando nuevas historias sobre los caballeros. La más laureada, para sorpresa suya, era aquella en la que el Jinete Negro había vencido a sir Darrell Faulkner, un hombre que le doblaba en tamaño y fuerza pero al que había vencido con su ingenio y su pericia.

Buscó al caballero con la mirada y lo encontró en una esquina de la liza observándolo con ojos furibundos. Se encogió de hombros sintiéndose en la obligación de demostrar que no tenía nada que ver. Giró su cabeza hacia el palco presidencial y se encontró con la mirada cómplice y la amplia sonrisa de Annabelle.

Darrell había seguido la dirección de su mirada y también averiguó al momento que había sido ella quien había contratado al trovador.

-Belle - susurró mientras movía ligeramente la cabeza - Algún día te meterás en un lío.

Si no lo estaba ya. Puesto que corría el riesgo de que su padre averiguase quien era el Jinete Negro y decidiese despacharlas a las dos. Suspiró y se acercó al palenque para estudiarlo. Lo había hecho cientos de veces pero se sentía incapaz de acercarse a los demás caballeros sin sentirse irremediablemente atraída hacia Caelan.

Desde que habían hecho el amor era más consciente del atractivo varonil que desprendía. Ahora comprendía por qué las mujeres se acercaban a él y se le insinuaban. Era algo inevitable cuando entrabas en su zona de seductora masculinidad.

Observó por el rabillo del ojo cómo charlaban animadamente entre ellos, mientras ella fingía entretenerse en el estudio de la valla que dividía el palenque en dos. Como si nunca hubiese visto una, pensó. Sonrió al pensar en lo ridícula que se debía ver su actitud.

El heraldo comenzó a nombrar el orden en que participarían y el oponente al que deberían vencer. En aquella ocasión, se tendría que enfrentar a sir Gyles Eliott. Podría hacerlo, debía hacerlo. Se mordió el labio, aquel gesto se había vuelto una costumbre de lo más irritante. Por suerte para ella, nadie podía verlo.

Cuando le tocó el turno, montó en Díleas y lo palmeó en el cuello, más para tranquilizarse a sí misma que a él. Desde luego, el caballo estaba totalmente relajado. Tal vez algo ansioso por empezar. Viviendo en libertad, nunca había sentido la necesidad de quedarse quieto demasiado tiempo.

El día anterior había permanecido escondido en un lugar demasiado pequeño para él, acostumbrado como estaba a las grandes planicies de su hogar. Necesitaba ejercicio. Su impaciente pataleo en el suelo así se lo decía a Catriona.

-Ya nos toca, Dìleas. No falta nada - le susurró.

Colocó la lanza en su costado derecho y la dirigió hacia la izquierda, en dirección a su oponente. Al igual que todas sus armas, la lanza era liviana pero resistente. Inspiró profundamente y esperó la señal.

En cuanto la oyó, Dìleas emprendió la marcha, frenético. En su alocada carrera apenas tocaba el suelo con los cascos. Debería haberlo llevado a pasear antes de la justa pero ya era demasiado tarde para lamentarlo. Ajustó la lanza a su costado y apuntó. La velocidad de Dìleas imprimió a su arma una fuerza inusual, que le sorprendió incluso a ella. Gyles apenas pudo evitar el golpe. Se inclinó hacia un lado y soltó su lanza para evitar caerse. Catriona obtuvo así su primer punto.

El ímpetu de Dìleas la ayudó también a conseguir los otros dos que hacían falta para pasar a la siguiente ronda. Se sorprendió de lo fácil que había resultado vencer y se sintió un poco defraudada con Gyles por no haber sido un contrincante más avieso.

Claro que, cuando Dìleas mostraba todo su brío, pocos eran los que no quedaban afectados por ello. Su salvajismo era más evidente en aquel estado de puro frenesí. Era un caballo magnífico y estaba orgullosa de él, de que hubiese decidido seguir a su lado, a pesar de todos los años que habían pasado separados. Lo acarició mientras se retiraba del palenque.

No prestó demasiada atención al resto de competiciones. Estaba absorta en sus pensamientos. Después de aquella prueba ya no necesitaría volver a vestirse de Jinete Negro, a pesar del miedo a ser descubierta, había disfrutado con ello. Lo echaría de menos.

Dìleas era otra incógnita para ella. Sabía que lo liberaría en cuanto terminase el torneo pero no estaba segura de lo que haría él. No lo detendría si decidía regresar con su manada pero sí lo extrañaría. Incluso más que al Jinete Negro. Había renunciado a él ocho años atrás y le dolía pensar que tendría que hacerlo de nuevo.

El anuncio del heraldo la sacó de su ensoñación. Debía combatir de nuevo y tan abstraída había estado, que ni siquiera sabía contra quien. Se acercó al palenque montada en Dìleas y comprobó, con cierta aprehensión, que quien la esperaba en el otro extremo no era otro que sir Alec Eaton. El torturador de Caelan, pensó.

Apretó los puños en torno a las riendas para controlar su creciente ira. Sólo había sido parte del espectáculo, se obligó a recordar, pero las magulladuras y el dolor de Caelan eran reales. Así como los de Bryce, que todavía tenía un ojo bastante hinchado.

Se preparó para el primer asalto, consciente de que sería un rival más serio que Gyles. Si no tuviese el padre que Dios le había concedido en gracia, Catriona se habría asustado al mirar a los ojos a Alec. Aquellos ojos incitaban al terror, tan oscuros que casi parecían negros. Como el alma de un guerrero, pensó.

A pie era imponente pero montado en su enorme cabalgadura, inspiraba pavor. Seguramente sus hazañas eran dignas de contar pero ella no había prestado atención a los trovadores, por lo que ignoraba si era o no una leyenda viviente. Aunque apostaba todo cuanto tenía, poco o nada, a que lo era.

Cargó hacia Alec y supo sin ninguna duda a dónde apuntaría él, antes incluso de que terminase de colocar su lanza. Apenas tuvo tiempo de recostarse con la espalda pegada al lomo de Dìleas para evitar ser embestida por aquella bestia humana.

Su corazón palpitó con fuerza cuando recuperó la postura inicial. De haber tenido una armadura distinta, no habría podido esquivar el golpe y Alec la habría desmontado sin ninguna duda.

-Habrá que improvisar, Dìleas - le habló con calma pero su frenética mente trataba de discurrir el modo de embestirlo sin resultar dañada en el intento.

Por alguna extraña razón, creía que incluso aunque ella lo golpeara primero, sería su trasero el que tocase el suelo. No podría derribarlo ni aunque usase diez lanzas juntas. Sólo podía intentar romper las suyas sobre su coraza para ganar los puntos con más rapidez, cosa nada fácil por otra parte.

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