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Las pruebas programadas para el segundo día eran la quintena y el carrusel. Velocidad y reflejos. También podría con eso, pensó Catriona. Si lograse vencer en las dos, estaría hecho. No necesitaría esforzarse en el resto. Pero no podía permitirse ser tan optimista, muchas cosas podrían salir mal.

La mayoría de los caballeros estaban todavía en sus tiendas, preparándose. Catriona no necesitaba escudero ni séquito que cumpliese cada uno de sus deseos. Podía vestirse y desvestirse sola. Podía cuidar de Dìleas y de su armadura. Algo que la beneficiaba, puesto que tenía que esconderse en el lago, lejos de miradas indiscretas. No podía correr el riesgo de ser descubierta.

-Jinete - se paró en seco y miró hacia el lugar de donde provenía la voz. Bryce se acercaba a ella. Giró a Dìleas y lo enfrentó - Hace un momento me parecía buena idea hablaros. Ahora me siento como un joven escudero. Yo... sólo pretendía felicitaros por el día de ayer. Durante el banquete no tuve ocasión.

Ni vos ni nadie, pensó. No verían nunca al Jinete Negro más allá de la liza. Asintió. No había mucho más que decir. Aunque estaba segura de que no se había acercado a ella sólo para felicitarla. Tal vez intentaba averiguar hasta qué punto ella era consciente de que su futuro con Annabelle estaba en sus manos.

Los caballeros tenían su orgullo, por supuesto, y saber que otro hombre ganaría un torneo para que él pudiese desposar a su amada le debía resultar, cuando menos, incómodo. Sobre todo, porque él mismo participaba en el mismo torneo, por el mismo motivo.

-Le debo lealtad, sir Garrad - se sintió en la obligación de aclarárselo, a riesgo de que su voz la traicionase. No le había salido tan masculina como hubiera querido.

-Os agradezco la sinceridad - parecía aliviado - Aunque en realidad lo que a todos nos intriga es dónde habéis podido adquirir ese deber hacia ella.

Sutil pero directo. Catriona se hubiese reído si no le asustase delatarse. La risa era algo imposible de disimular. Sabía que sentían curiosidad por ella pero nunca creyó que alguien tuviese el suficiente arresto como para preguntar. La curiosidad es cosa de mujeres, le decía muchas veces Alma. Al parecer no tanto, pensó ella.

Se encogió de hombros y giró a Díleas. Mantendría el misterio en torno al Jinete Negro, no por pedantería, sino porque no estaba dispuesta a mentir. Al menos, más de lo que ya lo habían hecho ella y Annabelle. Una cosa era ocultar su identidad y otra muy distinta inventarse una historia acerca de un personaje que hasta hacía un día no existía siquiera. El Jinete Negro ganaría el torneo para lady Annabelle y después desaparecería para siempre.

El público estaba expectante cuando se reunió con los demás caballeros. La primera prueba estaba a punto de iniciarse. El carrusel. Una carrera que podría ganar si era lo bastante rápida. Dìleas era salvaje, lo que le confería mayor velocidad y resistencia que a los caballos amaestrados de los caballeros.

Le preocupaban más los obstáculos que lord Dedrick había interpuesto en la pista. Estaba claro que el hombre no dejaría nada al azar. Aquel que ganase el torneo sería, sin duda, el mejor. O eso pretendía, porque si vencía ella, el hombre que desposase a su hija no habría ganado. Se mordió el interior del labio, nerviosa.

En la línea de salida había sitio suficiente para que todos los caballeros ocupasen un lugar en ella. Los caballos estaban ansiosos y nerviosos. Se movían de un lado a otro, cabeceando y pateando el suelo. Cada jinete tenía que hacer un esfuerzo extra para mantenerlos en su lugar.

Dìleas, en cambio, estaba tranquilo. Elevaba ligeramente la cabeza para luego descender el mismo trecho. Parecía asentir, como si estuviese estudiando el recorrido. Era un caballo inteligente, Catriona siempre lo había sabido.

Desde el primer momento en que se encontraron, la química entre ellos se hizo evidente. Ella había estado corriendo, escapando una vez más de su tiránico padre. Las lágrimas la cegaban, por lo que no vio lo cerca que estaba del borde del precipicio. Sólo el fuerte relincho de Dìleas y aquel inmenso cuerpo suyo habían evitado el desastre. Se asustó tanto que detuvo su paso. Lo vio levantarse en sus cuartos traseros, desafiándola.

Una enorme mole de músculos tan negra como la noche misma, estaba incitando a una menuda y frágil Catriona de seis años a continuar su desesperado camino hacia la muerte. Y la pequeña Catriona se había mantenido firme pero trémula ante él. La conexión entre ellos se había creado ya, aunque no lo averiguaron hasta meses después.

Los trovadores hacían las delicias del público pero Catriona no los escuchaba. Estaba totalmente concentrada en la carrera. Si lograba llegar primera, sólo habría de superar una prueba más para asegurarse la victoria. La quintena, sería la mejor candidata. Con suerte, aquel mismo día podría ganar para Annabelle.

Las trompetas anunciaron el final de las alabanzas. Los jinetes estaban preparados. Al tratarse de una prueba que no entrañaba peligro alguno para su integridad física, salvo caerse del caballo, los caballeros habían prescindido de sus pesadas armaduras. No era habitual pero tampoco los obstáculos puestos en el camino lo eran.

Catriona los observó uno a uno. Podía percibir sus músculos tensos a través de las finas camisas, listos para emprender la carrera. Ella llevaba la armadura. No quería arriesgarse a que sus femeninas curvas la delatasen cuando el viento pegase la camisa a su cuerpo. Tan sólo había prescindido del yelmo y las protecciones extra. En una carrera no necesitaría ni la gola ni las escarcelas. Por suerte para ella, la armadura era tan liviana que podría haber llevado puesta una simple camisa y no hubiese notado la diferencia. Agradeció la maestría del herrero.

El final del redoble dio la salida. La carrera había comenzado y los jinetes espolearon a sus monturas. La pista no era lo suficientemente grande para una carrera larga, por lo que se había acordado recorrerla cinco veces para dar tiempo al ganador a demostrar que merecía la victoria.

Catriona se situó entre los primeros en poco tiempo. Díleas era implacable. Su vigor salvaje lo hacía destacar entre los demás. Habría ganado sin dificultad, si lord Dedrick no hubiese colocado tantos obstáculos en la pista. Sortearlos restaba empuje y dificultaba el avance.

Bryce, Alec y Caelan llevaban la delantera. Si no vencía ella, al menos esperaba que lo hiciese Bryce, tanto para demostrar su valía ante el padre de Annabelle como para impedir que el arrogante Caelan se hiciese con la victoria.

En el frenesí de la carrera, una despistada madre perdió de vista a su hija pequeña. Su mirada preocupada se volvió a todas partes tan pronto como notó su ausencia. Se movió precipitadamente entre la gente, buscando y gritando el nombre de la niña, creyendo que así aparecería. La desesperación crecía en ella a cada minuto. Oía los gritos de los exaltados espectadores pero no podía pensar en otra cosa que en su indefensa hija perdida.

Entonces, lo impensable sucedió. La encontró pero demasiado lejos para poder rescatarla. Demasiado lejos para impedir que la desgracia se cerniera sobre ella. La niña, embelesada por los caballos y sus jinetes, corría en su dirección ignorante del peligro que la acechaba. En cualquier momento, cualquiera de ellos podría aplastarla. Los caballeros, enfrascados en la carrera, jamás la verían a tiempo para sortearla.

-¡Bess! - gritó desesperada la madre - ¡Dios mío!

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