CAPÍTULO 21 | AUSTIN

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Por suerte, al coche no le pasaba nada que no pudiera resolverse con lo que había traído Sarah, la mecánica, y después de media hora ya está arreglado. Tendré que llevarlo al taller para reparar la abolladura, pero, por lo demás, mi precioso y amado coche está estupendamente.

Tara está charlando con Sarah porque no es capaz de pasar sin hablar de libros durante más de veinticuatro horas y resulta que a ambas les gustan los mismos romanticones. Lo bueno es que me da un respiro para pensar en lo que ha pasado en las últimas dos horas. Tara confesándome cómo se siente, Tara llorando en mi hombro, las ganas increíbles de besarla cuando le estaba limpiando las lágrimas, al tocar la suave piel de sus mejillas rojas... Ya, ha sido intenso, pero ahora me da la sensación de que estamos más unidos que nunca.

Hay algo especial en el hecho de llorar con alguien o, en este caso, dejar que alguien llore sobre ti. Supongo que tiene que ver con que es un momento muy vulnerable y no lo haces con cualquier persona, aunque no voy a negar que se me rompía el corazón al escuchar cómo sollozaba.

Pero bueno, ahora está tan contenta hablando sobre personajes ficticios que quiere traer a la vida, que me voy a empeñar en no borrarle esa sonrisa de la cara de aquí a que lleguemos a Nueva York. En cuanto a mis sentimientos, no voy a negarlos, pero... sepultados se van a quedar. Ya no solo por la promesa que me hice desde la última vez, sino porque, después de lo que me ha contado, no quiero confundirla más. Está claro que necesita su tiempo y yo pienso respetarlo.

Voy hacia el camión de Sarah, que está a unos seis metros de mi coche, justo cuando se están despidiendo.

—Pues, nada, buen viaje y ya me dirás si te lees la trilogía que te he recomendado —escucho decir a Sarah.

—Sin duda alguna lo haré.

—Portaos bien y no la lieis más, tortolitos. —Nos guiña un ojo, cierra la puerta del conductor y se va, dejándonos en la carretera.

—Nosotros no... —intenta decir Tara, pero no puede terminar la frase porque ya se ha ido.

Me mira con cara de susto, roja como un tomate, y al instante nos echamos a reír.

—Bueno —digo—, aún nos da tiempo a llegar a Chicago.

—¡Genial! Estoy deseando no dormir en un coche.

—¡Oye! Si el mío es súper cómodo —la chincho—. Vamos, mejor que un hotel de cuatro estrellas.

—Lo que tú digas —dice poniendo los ojos en blanco.

—El último que llegue conduce —dejo caer, antes de echarme a correr hacia el vehículo.

—Espera, ¿qué? —pregunta cuando ya es demasiado tarde.

Como es de esperar, al haber salido antes, yo llego primero.

—Ale, al volante, señorita.

—Austin... —dice, temerosa, frotándose las manos—, ya sabes que no sé conducir.

—Bueno, pues qué suerte que yo sea un gran conductor y esté dispuesto a enseñarte.

—Pero... ¿y si me estrello contra otro coche? ¿Y si atropello a alguien?

—Vamos a ver... ¿tú has visto algún otro coche en las horas que llevamos aquí?

—No —admite con la boca pequeña.

—Pues entonces a conducir se ha dicho.

Suspira lentamente, pero al final se sienta en el sitio del conductor.

—Muy bien, esto es simple —digo—. Antes que nada: el cinturón.

Lo hace con rapidez.

—Hecho.

Amor de carreteraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora