CAPÍTULO 17 | AUSTIN

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Estoy tumbado junto a Tara. Su pelo me hace cosquillas en la oreja, aunque no me muevo ni procuro apartarlo. Tiene los ojos cerrados, pero sé que no está dormida.

En este momento me doy cuenta de dos cosas: la primera es que, por primera vez en meses, soy feliz. El nudo en el pecho ha desaparecido y puedo llenar mis pulmones por completo. La segunda es que, pese a no saber cómo he acabado en esta situación, le estaré eternamente agradecido al universo por haberme permitido conocer a Tara. Ha sido como un soplo de aire freso después de tanto tiempo abrasándome al sol.

Me pregunto qué estaría haciendo ahora si no se hubiera quedado tirada en la carretera por la que yo circulaba. Probablemente habría vuelto a casa y dentro de unas semanas volvería a pasar lo de siempre. A veces me cansa estar así constantemente, pero en serio que no puedo perdonar a mi madre. O quizá no estoy preparado para admitir que, tal vez, la historia no es tal y como me la he planteado yo. De todas formas, si me niego a hablarlo con nadie, nunca pasaré página.

—Tara.

—¿Sí? —contesta sin abrir los ojos.

—Estoy listo para hablar de ello.

—¿Hablar de qué?

—De mis padres.

Ahora sí que me mira. Se recoloca para poder mirarme bien de lado y espera. Sin presionarme. Como si intentara decirme mentalmente que esperará hasta que esté preparado.

Suspiro.

—Cuando tenía ocho años mi padre se marchó de casa. —Tara sigue mirándome, así que trago saliva y continúo—: Mi hermana solo tenía seis años y mi madre... mi madre estaba destrozada. Aun así, intentó que nuestra vida siguiera su ritmo habitual. Ayudaba a mi hermana con los deberes, hacía viernes de pizza y nos llevaba a ver partidos de fútbol. Pero nada era igual y ella lo sabía.

«Daba igual cuánto se esforzara mi madre por compensar que papá se había ido, yo lo único que veía era que no estaba ahí. No estaba en el desayuno. No estaba para llevarme a clase ni para hacerme un té cuando volvía. No estaba en ningún lado porque se esfumó. Nada de regalos en mi cumpleaños. Ni una simple llamada. Nada.

Pensaba que era porque no me quería, pero un día en clase me mandaron hacer un árbol genealógico con fotos. Esa misma tarde le pregunté a mi madre que dónde guardábamos los álbumes de recuerdos y ella, que estaba ocupada con una llamada de trabajo, me dijo que mirara en el ático. Estaba buscándolos cuando la encontré. Una felicitación de cumpleaños. Más concretamente, una felicitación por mi noveno cumpleaños... firmada por mi padre. Para entonces yo ya tenía trece años y hacía cinco que no sabía nada de él.

Por supuesto, fui a pedirle explicaciones a mi madre, quien solo me dijo que no me la enseñó para que no me hiciera ilusiones. Me enfadé muchísimo. Lloré hasta quedarme dormido durante semanas, pero cuando le pregunté dónde estaban el resto de las felicitaciones, respondió que solo había enviado esa. Sí, claro. No me lo creí.

Pasaron las semanas y mi enfado hacia mi madre no hacía más que aumentar. Fue ahí cuando mi cerebro llegó a la conclusión de que mi padre se había ido por su culpa. Y probablemente tenga razón porque, ¿qué clase de persona... qué clase de madre le oculta a su hijo que su padre, al que no ve desde hace siglos, se ha acordado de él en su cumpleaños? Me mintió durante cinco años y habría seguido mintiéndome durante veinte más.

Mi hermana, obviamente, se pone de su lado y dice que lo hizo por mi bien, pero eso es porque a ella no le escribió ninguna carta, que sepamos».

Cuando termino, Tara no se esfuerza por contener las lágrimas que han pasado de ser un leve brillo en sus ojos a caer por completo sobre sus mejillas. Yo continúo tan impasible como siempre. Supongo que uno se acaba acostumbrando al contar tantas veces la misma historia. Al final es como si le hubiera pasado a otro.

Amor de carreteraWhere stories live. Discover now