CAPÍTULO 3 | AUSTIN

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De pequeño creía en las historias de amor. De esas en las que dos personas se quieren con tanta fuerza que podrían enfrentarse al mundo entero y salir victoriosos. De esas en las que tienen un montón de niños y son felices para siempre. Porque el para siempre era una promesa del destino. Algo que esperar con ilusión.

Pero creces, y te das cuenta de que para siempre es mucho tiempo. Te das cuenta de que las promesas no son eternas y de que la gente deja de quererse. Un día estáis todos abriendo los regalos bajo el árbol y acto seguido te encuentras en medio de un juicio para ver quién se queda con tu custodia. Y te das cuenta de que esas historias de amor de las que tanto habías oído hablar solo sirven para inspirar películas y libros. Que, en la vida real, no hay nada ni lo más remotamente parecido.

Pasé toda mi adolescencia pensando eso. Aborreciendo las películas con desenlaces que crean falsas esperanzas e inalcanzables expectativas. Hasta que, por fin, creí haber encontrado mi propia historia de amor. De esas con final feliz. Y veía mi final feliz. Estaba tan cerca que casi podía tocarlo. Pero el destino es caprichoso y a veces nos deja probar de aquello que jamás tendremos, arrebatándonoslo de cuajo. Sin saber si podría haber hecho algo para evitarlo.

Me he despertado con estos pensamientos en la cabeza durante los últimos seis meses y ello no significa que duelan menos. Pero eh, así es la vida. Hay que currárselo y levantarte, aunque no dejen de tirarte al suelo. Aunque no haya razones por las que ponerse en pie. Además, tener que vivir con mi madre después de la universidad no ayuda mucho, que digamos.

—¡En serio, Austin, tienes que madurar de una vez! —la escucho gritar a mis espaldas.

No le hago ni caso mientras me dirijo al cuarto de baño para coger mi neceser y meterlo en la puta maleta.

—¿Es que no me oyes? —insiste—. ¡Deja de huir de los problemas!

Paso por delante suyo y voy hasta mi habitación. Cierro la puerta, pero la agarra justo a tiempo, evitando el portazo que tantas ganas tenía de dar.

—Austin, háblame.

—¿Y qué quieres que te diga, mamá? —salto, sin poder aguantarme—. No aguanto más aquí, necesito respirar, en serio.

Se apoya en la pared y me dirige una mirada cansada.

—Tienes que dejar de echármelo en cara. Han pasado catorce años.

—Joder, mamá, no tienes ni idea —le respondo soltando una risa sarcástica—. ¿Crees que estoy así por papá? Es porque en esta casa no se puede vivir —digo sin dejar de meter cosas en la maleta.

Esto me supera. La cierro a duras penas, esquivo a mi madre y bajo las escaleras, en dirección al coche, con ella pisándome los talones.

Abro el maletero de mi verde y precioso Mustang de segunda generación (el que diga que es viejo miente, tan solo le estoy dando una segunda o tercera vida), meto las cosas y veo cómo me observa sin decir palabra con los brazos cruzados. Su cabellera se remueve ligeramente por la brisa que nos ha dado una tregua del calor y entorna los ojos, acentuando las pocas arrugas que hay dibujadas en su rostro. A excepción de ese detalle, es clavadita a mí y odio que me lo recuerden. El mismo tono claro castaño de pelo y la misma mueca de disgusto. Ni siquiera tengo los ojos azules de mi padre. No, tenían que ser los de ella. Ni siquiera sé de qué color son; es una mezcla entre marrón, verde e incluso amarillo. Mi hermana dice que son dulces como la miel. Yo no lo tengo tan claro.

—¿Qué? —le espeto. Lleva sin parar de gritarme media hora y ¿de repente se calla?

—Nada. No tengo nada más que decirte.

Amor de carreteraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora