CAPÍTULO 11 | AUSTIN

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Llevamos una hora de camino y Tara está leyendo Mujercitas a mi lado. Le he dejado coger uno de los muchos libros que tengo esparcidos por los asientos traseros del coche porque, en serio, debería estar prohibido eso de leer Un cuento de Navidad en julio.

Me doy cuenta de cómo aprieta los labios cuando está concentrada y, lejos de parecerme extraño, me resulta adorable. El sol que entra por la ventanilla le da en la cara y tiene la piel brillante por la crema solar que se ha echado antes y que ha insistido en untarme a mí también porque: «dentro de veinte años se lo agradeceré». Parece mi madre.

Aún intento explicarme cómo hemos cogido tanta confianza el uno en el otro. Siento que la conozco de toda la vida, cuando no hace ni veinticuatro horas que la recogí de la carretera. De verdad que no entiendo a su novio. Perdón, exnovio. Si yo tuviera la suerte de salir con alguien así de interesante, no la dejaría tirada a la primera de cambio.

Sigo conduciendo cuando, al acercarse un desvío, Tara saca la cabeza de su libro.

—¿Te apetece que nos demos un baño? —pregunta con una sonrisa cómplice que no acabo de entender.

—¿Cómo?

No comprendo si se refiere a que quiere darse una ducha. ¿No se duchó en el hotel? Juraría que se había duchado en el hotel. Aunque hace mucho calor, a lo mejor es por eso.

—Tú toma el desvío y confía en mí. Si no me equivoco, es este.

—¿Cómo que «si no te equivocas»? ¿Tara, a dónde vamos? —pregunto mientras abandonamos la carretera principal.

—Sorpresa, sorpresa...

Le diría lo mucho que odio las sorpresas, pero su cara refleja tal ilusión que no me arriesgo a que desaparezca.

Entonces lo veo, aún un poco lejos.

—¿Un lago?

Ella asiente con una enorme sonrisa de oreja a oreja y los mofletes sonrojados.

—Hay mucha gente que decide cruzar el país por carretera en verano e ir haciendo paradas —explica—, pero la gran mayoría prefiere ir a lagos famosos e importantes. Este de aquí no es excesivamente conocido y por eso está tan limpio. Además de que nos libramos del estrés de no encontrar sitio donde poner la toalla.

Cuando encuentro un lugar donde aparcar y nos vamos acercando a pie, veo que tiene razón. Habrá a lo sumo cuatro grupos reducidos de personas y el sitio es precioso. Vegetación por todos lados y agua hasta donde alcanza la vista. Unas montañas a lo lejos y el sol resplandeciente asomando. Perfectamente podríamos estar en Hawai, aunque el ambiente es mil veces más seco.

Ponemos nuestras cosas en una zona apartada tras unas rocas, de manera que nadie nos moleste.

—¿Habías estado aquí antes?

—Sí claro, con mis padres y mi hermana —contesta como quien no quiere la cosa—. Hubo una época de mi infancia en la que hacíamos esta misma ruta a Nueva York. Bueno, en realidad lo hicimos hasta que Daisy se mudó y yo empecé la universidad.

Me quedo mirándola sin poder responder. Supongo que a veces me cuesta asumir que no todas las familias están fragmentadas y que es normal eso de hacer planes juntos.

Como ve que no contesto, saca una toalla de su mochila y exclama:

—Bueno, pues... ¡al agua!

De nuevo, tardo en reaccionar.

—¿Al agua? ¿Cómo que al agua?

—Austin —dice, mirándome con cara de pocos amigos—, estamos en un lago. Por supuesto que nos vamos a bañar. ¿Qué te pensabas que íbamos a hacer? ¿Ciclismo?

Amor de carreteraWhere stories live. Discover now