Capítulo-9 Esclareciendo el misterio

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25-octubre-1899.

Bluewater Marsh — Lemoyne.

Una vez que llegó el momento de liberar a John, acordé con Arthur encontrarnos en el embarcadero cercano a Bluewater Marsh. Más tarde, mientras le esperaba, descubrí como Abigail me había seguido, comenzando a insistir en venir con nosotros. Pese al cariño que le había cogido, sabía que la operación para liberar a John era muy peligrosa, temía que una bala perdida la alcanzara, temía que sería de su hijo Jack si a ella le pasaba algo, y estaba seguro de que John se pondría furioso si descubría que la habíamos dejado venir. Sin embargo, Abigail era tan terca como yo, comenzando a crispar mi paciencia. Por fortuna. Arthur me apoyó en la decisión de ir los dos solos. Abigail seguía sin estar conforme, aun así, nos dio las gracias por todo lo que estábamos haciendo por devolverle a su marido.

De manera sigilosa Arthur remó hasta la orilla de la prisión de Sisika. Nada más alcanzar la isla, corrimos hacia la torre de vigilancia más cercana. Después de eliminar al guardia de manera silenciosa trepamos a lo alto de la torre. En una primera observación confundimos a un preso con John, dándonos cuenta de nuestro error después de eliminar a los dos guardias que custodiaban a los presos del campo de trabajo.

Apresuradamente corrimos hacia el campo de trabajo, de nuevo sintiendo un escalofrío que me alertó del peligro, aunque en este caso no estaba centrada porque un guardia tuvo tiempo de encañonarme antes de que pudiera reaccionar. Sin embargo, Arthur le sorprendió por la espalda, lo desarmó y lo tomó como rehén.

El número de hombres armados que nos apuntaban aumentaba preocupantemente a medida que nos acercábamos a la entrada principal. En nuestro avancé hacia los muros de la prisión fui desarmando y noqueando a los guardias con los que nos encontrábamos. Durante algunos tensos minutos Arthur comenzó a gritar pidiendo la presencia del alcaide, amenazando con matar al guardia si no liberaban a John.

El guardia al que retenía Arthur era un nenaza porque comenzó a llorar y suplicar que no quería morir, hasta el iluso de mi difunto marido demostró más entereza que ese palurdo, cuando se enfrentó a una banda de forajidos que asaltó nuestro rancho.

El tiempo transcurría lentamente, dando la impresión de que no tenían muchas ganas de ceder. El guardia siguió llorando y gimiendo, echándose al suelo. Poco después un guardia trajo hasta nosotros a John, le disparé en la cadena que portaba en los pies para liberarle.

Tran pronto soltamos al rehén, los demás alguaciles abrieron fuego contra nosotros. Decenas de guardias comenzaron a salir por la entrada principal, iniciándose un tiroteo conforme retrocedíamos hacia la barca con la que habíamos llegado.

En nuestra ajetreada huida nos refugiábamos en distintas coberturas, barriles, carros abandonados y arboles a medida que los guardias caían como moscas. Nada más alcanzar el bote me puse a los remos, dado que Arthur era mejor tirador que yo.

Más tarde, en el viaje de vuelta al campamento dimos por hecho que Dutch no estaría demasiado contento. En cuanto Van der Linde nos vio llegar ni se preocupó por el estado de John, comenzando a discutir con Arthur en cuanto a su insubordinación, temiendo que la liberación de John arrojara a una horda de Pinkerton sobre el campamento. Micah echó más leña en el fuego acusándome de ser la culpable de la rebeldía de Arthur e insinuando que Milton y sus hombres tenían un fervor excesivo por capturarme, con el consecuente peligro que representaba que siguiera en el campamento. Tras chillar de furia estuve a nada de lanzarme a puñetazos con Micah. Sin embargo, Dutch salió en mi defensa, recordándole que de no ser por mí, los Pinkerton habrían capturado al resto del campamento mientras ellos estaban en Guarma.

El frio recibimiento por parte de Dutch y Micah contrastó en gran medida con la reacción de algunos de los miembros de la banda, como Mary-Beth, Karen, Charles y especialmente Abigail y su hijo Jack, dándonos un abrazo y no dejando de expresar su agradecimiento. Algunas horas más tarde, mientras me hallaba en mi camastro descansando, observé como Arthur discutía con Strauss, reprochándole su frialdad para timar a almas desamparadas, recogió sus pertenencias, se las entregó de mala manera para luego tirarle algunos billetes a la cara y echarlo a patadas del campamento. El pusilánime banquero se marchó compungido sin comprender que estaba ocurriendo, al menos es lo que percibí por su lenguaje corporal y expresiones faciales.

La paradoja de SadieDove le storie prendono vita. Scoprilo ora