Nunca le agradaría el indio aquel, pero nada podía hacer para que Julia no lo recibiera con alegría cada vez que aullaba como un lobo escondido entre los árboles del bosque. Desde la ventana del segundo piso, Kail solía mirarlos. Julia se transformaba en una niña cuando estaba con Alejo, y jugaban entre las ramas de los árboles, subiéndose hasta la cima, recogiendo hojas y hierbas, investigando insectos y nadando en el río.

Sonrió con malicia pensando en el indio. Estaba tentado a decirle lo que pasaba. Julia podía parecer una niña cuando estaba con él, pero el indio jamás sabría en lo que se convertía tras las puertas del dormitorio. A pesar de que no le agradaba el amigo de su mujer, se había acostumbrado a soportarlo, y esperaba ansioso sus visitas. Porque cuando Alejo llegaba, Kail se enfadaba mucho, buscaba excusas para impedir que Julia saliera con él, y como ella nunca le hacía caso, terminaba pataleando y enfureciéndose. Pero después de estar con el indio, Julia regresaba a la casa con una energía renovada, y se esmeraba para que Kail dejara de estar enfadado. Ese placentero juego se había transformado en una rutina que lo deleitaba. Cuanto más furioso parecía estar Kail, más se esforzaba ella por suavizarlo, cediendo a todos sus deseos y buscando recompensarlo por haberlo desobedecido. ¡Si el indio supiera lo que hacían ellos después de que él se iba, entonces no volvería más! Y eso no les convenía a ninguno de los tres.

Así que había aceptado que el muchacho formara parte del festejo de Alan, pero se las cobraría más tarde, y muy caro, con Julia.

William, el muchacho auxiliar de Lauder, había partido en el auto para trasladar a Sara desde la fábrica, para que también estuviera presente en el festejo de los 3 añitos de su sobrino, como había estado en todos los anteriores. De paso en ese viaje recogerían a Lara, la parienta de Alicia, y se reencontrarían por primera vez después de casi 4 años sin tener más que noticias de boca.

No había que olvidarse de Raúl, el padrastro de Julia, que también participaría del festejo. Muy a pesar suyo, Kail tuvo que reconocer que Raúl se portaba como un verdadero padrino, y que a Alan se le encendían los ojos cada vez que esa mole enorme lo levantaba por los brazos y lo lanzaba por los aires. Odiaba que tuvieran que ir a visitarlo en la casita de la colina, pero Alan amaba esas travesías, sobre todo sabiendo que Raúl siempre tenía preparada alguna sorpresa para él. Cuando no fue la camita de mimbre para que pudiera dormir la siesta bajo los árboles, era el pesebre para el árbol de navidad, o la hamaca que había colgado de la rama, y lo último había sido una carretilla de tablas que Raúl se ataba a la cintura y paseaba con Alan como si fuera su caballo. Así que, como fuera, no podía negarse a aceptarlo en el festejo.

Ese día las puertas de su casa se abrirían para personas que jamás soñó recibir. Iba a levantar las barreras de su imperio por su hijo, y por su mujer.

Y Julia todavía tenía el descaro de encerrarse en la cocina y dejarlo solo a él y a Lauder con la decoración de la casa, ¡como si ellos supieran algo de fiestas infantiles! Nunca parecían alcanzarle los afectos y ahora también luchaba para que Tiara se quedara en la casa, para siempre.  

Bueno, sus motivos habían sido nobles. Alan estaba creciendo y se apegaba mucho a las personas, más siendo un niño simpático y travieso que atraía las miradas y las caricias de todos. Julia no quería que sufriera cada vez que una sirvienta dejara la casa. El niño necesitaba raíces, bases sólidas, armonía, estabilidad...

Aunque,... claro, pensó, cuando sus propios caprichos no alcanzaban para lograr el objetivo, siempre ponía a Alan en el frente. ¿Y cuando naciera Mailén? ¿Qué iba a ser de él? Entre su mujer, su hijo y la futura bebé, lo habían transformado en un monigote.

Pero un monigote feliz, pensó.

- De acuerdo... –susurró entre dientes Heist, todavía en el marco de la puerta y sin atreverse a dar un paso al interior de la cocina.

Julia giró los ojos hacia él inmediatamente.

- ¿Qué has dicho?

- Me escuchaste bien...

Julia fingió destaparse los oídos con un dedo.

- No creo. ¿Podrías repetirlo, Mon Amour?

- Tiara puede quedarse, Madame Cher.

- ¿Para siempre?

Sí, nunca era fácil con Julia Heist.

- Siempre es para siempre, Madame –aclaró Kail.

Ella se acercó con pasos lentos y le rodeó el cuello con los brazos antes de darle un ligero pero sentido beso en la boca.

- Los ayudaré a poner las guirnaldas –dijo, quitando una de las que llevaba como collar.

- Siempre tienes que ganar, ¿cierto? –preguntó Kail, risueño tras de ella.

- Oui, siempre...

FIN

Las Runas de JuliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora