(13) El adversario.

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Lauder entró en el dormitorio sin pedir permiso. Fue hasta el ropero y tras abrir las puertas de par en par descolgó el traje de color azul oscuro.

-¿Dónde está ella? –susurró adormilado el señor Heist desde la cama.

-No va a poder atenderlo, señor. Marla dice que está indispuesta.

-¿Indispuesta? –repitió Heist, sentándose en la cama de golpe.

Lauder dejó el traje  a un costado de la cama y marchó a buscar un par de zapatos que hicieran juego.

-Marla dice que está lastimada, que tiene las muñecas hinchadas y que no puede hacer esfuerzo –agregó cuando volvió, tomándose unos segundos para mirar a su patrón con gesto adusto.

-¡Oh, vamos, Lauder! ¡Solo me defendí! ¡Tuve que apretarla un poco para que no me arañara!

-Lo imagino, señor. La chica debe tener piel delicada, eso es todo.

Kail resopló, y comenzó a vestirse con paciencia. Debía atender asuntos pendientes, y no podía perder tiempo discutiendo con Lauder.

-¿Crees que realmente esté herida? –no pudo evitar preguntar cuando terminó de arreglarse.

-No lo sé, señor. Por las dudas, la próxima vez trate de no apretarla tan poco.

Dejarse ver en el hipódromo era un acto obligatorio que había pasado por alto en los últimos días, entretenido como estaba con su nueva adquisición. Sólo los fines de semana se jugaban las carreras de caballos, pero todos los días había eventos sociales que contaban con la presencia de personas importantes, gente influyente que concurría con un solo fin: hacer negocios. El hipódromo era el punto de reunión elegido por todos los que tuvieran algo que negociar y buscaran congéneres dispuestos. Y era el señor Heist, y solo Kail Heist, el que decidía quién podía entrar y quién no.

Si bien su principal fuente de ingresos eran las apuestas y los caballos, el hipódromo muchas veces auspiciaba de fachada para una especie de logia de un grupo muy selecto.  

Las instalaciones de Heist estaban ubicadas a varios kilómetros de la capital, lejos de la burocracia y del poder político de los gobernantes. Era difícil imaginarse que siguiendo ese camino perdido en la campiña, se llegaba a un pequeño pueblo que servía de paraíso fiscal, donde nadie te exigía documentos o firmas, donde nadie comentaba quién entraba o quién salía, donde las exportaciones y las importaciones no necesitaban pasar por la aduana, y donde alcanzaba con la palabra para cerrar negocios millonarios.    

Por eso, todos aquellos que se creyeran influyentes en el mundo del comercio, trataban de lograr la aceptación del señor Heist y colocar su nombre en la lista de invitados.

No era un trabajo meramente social. Si algún mal contrato se desarrollaba dentro del hipódromo, o alguien terminaba siendo abiertamente estafado, la responsabilidad recaía sobre sus hombros, y era él el encargado de enmendar los errores. No podían existir los timadores en aquel círculo cerrado.  El visto bueno del señor Heist era más que suficiente, y todos entraban confiados sabiendo que allí solo caminaban hombres de honor que tenían una fortuna que respaldara sus deudas.

De todos sus integrantes, Grudge Green era la peor alimaña. Tenía dinero, tierras y posesiones, pero siempre estaba buscando la manera de quedarse con algo bajo la manga. Concurría con asiduidad, y todos lo conocían. A pesar de ello, siempre estaba a la pesca de algún incauto, valiéndose de las oportunidades para beneficiarse.

Ese día llegaban tres nuevos miembros, excelentes productores textiles, que venían a negociar con quienes pudieran acceder a los precios demandados. Grudge Green los esperaba ansioso, como un tiburón con las fauces abiertas.

Las Runas de JuliaWhere stories live. Discover now