(9) Mon chéri.

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(Segunda parte)

-Señor Heist, hay una muchacha... un tanto peculiar en la puerta, exigiendo hablar con usted –dijo tímidamente la sirvienta-. Se presentó como la menor de las Lan.

Kail Heist se recostó sobre el sillón de cuero negro y puso las manos detrás de la cabeza, entrelazando los dedos. No podía quitarse esa tonta sonrisa del rostro.

Las sorpresas que te da la vida... pensó con suma satisfacción.

Julia fue conducida hasta el estudio del señor Heist y tuvo que contenerse para no abalanzarse sobre él como una endemoniada. Sirvió bastante que a él se le borrara la sonrisa del rostro en cuanto la vio. Estaba sucia, con pegotes de barro en el pelo desmechado y en la ropa desgarrada, descalza, con los labios apretados y los ojos inyectados en sangre. No tenía nada que ver con la imagen que le vino a la mente cuando escuchó su nombre.  

-¿Qué te pasó, chéri? –preguntó, enderezándose en el sillón.

-No me llamo chéri. Mi nombre es Julia Lan, ¿escuchaste bien, Kail Heist? Porque por lo menos deberías saber el nombre de las personas a las que les has arruinado la vida gratuitamente. Recuerda: Julia Lan, Sara Lan, Alejo Jon.

Heist frunció el ceño pues no tenía la más remota idea de lo que estaba pasando.

-¿Quién diablos es Alejo Jon? –preguntó, como si fuera la primera vez que escuchara ese nombre.

-¡Alejo Jon, el indio! –dijo ella en tono más fuerte, pero sin gritar. Tenía que controlar su furia si no quería cometer una locura.

-¿Y qué tengo que ver yo con ese indio mugriento? –su boca se torcía de asco.

-Alejo está en un calabozo de la comisaría, esperando la sentencia que posiblemente lo conducirá a la muerte. Y sé que es tu culpa, Heist. Todo esto es tu culpa.

Él la escuchó, entre anonadado y entusiasmado, meditando un instante.

-Me has puesto en el centro de tu universo, por lo visto –concluyó con un tono triunfal.

Julia reprimió el aire en sus pulmones hasta que su rostro adquirió un tono violáceo, mientras que sentía agarrotados todos los músculos. Estaba haciendo un esfuerzo considerable por controlarse. Eso le pareció  a Kail sumamente divertido, y volvió a sonreír de costado. Siempre le había agradado el temperamento feroz de la muchacha.

-Si te sulfuras comenzarás a chillar como un puerco y no voy a entender nada de lo que me dices, chéri.

No había nada peor que soportar que él se burlara frente a su impotencia, a su ira contenida.

-Alejo Jon, el indio que estaba conmigo en la plaza la otra tarde, va a morir si tú no haces algo –logró decir ella-. Lo han arrestado por robar a uno de tus mandaderos. Dile que retire la denuncia. Yo me encargaré de devolverte cada centavo que Alejo hubiera podido sacarle a tu empresa.

Aún así, con esa patética imagen manchada de lodo y con los labios apretados, las palabras habían salido maravillosamente de su boca, y Kail se permitió  imaginar por unos instantes en mil formas de hacerla pagar por cada uno de esos centavos, y con intereses. Las ideas comenzaban a aclararse en su cabeza, y aunque se sentía radiante de alegría, trataba de no demostrárselo.

-Llama al comisario y no permitas que lo ejecuten. ¡Tú puedes hacerlo, Kail Heist, y te suplico que lo hagas!

Las piernas le fallaron en ese preciso momento, y se vio caer de rodillas sobre el suelo alfombrado. Se llevó ambas manos a la cara y se cubrió el rostro para que él no viera que sus ojos estaban desbordados de lágrimas.

Las Runas de JuliaUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum