(3) La familia.

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Julia vivía en una pequeña cabaña de madera, piedra y adobe en lo alto de la colina. Cada tanto había que clavar una teja, reforzar una pared y despejar las zanjas para que el agua corriera y no arrastrara los cimientos. Pero a pesar de las inclemencias del tiempo, y de que el viento soplara con mayor fuerza sobre la colina, la cabaña se mantenía en pie. No lucía para nada elegante a la vista, pero era su hogar.

Aquel día regresaba demasiado tarde tras quedarse dormida en los tejados, y supuso que Sara ya no estaría en la casa. Julia intentó no hacer ruido al entrar, porque Raúl, su padrastro, estaba tirado en el desvencijado sofá que a la vez era su cama. Parecía dormido, envuelto en mantas y aprovechando las últimas brazas que ardían en el brasero. Pero el hombre inmediatamente incorporó la cabeza y abrió los ojos.

— ¡Julia! ¿Dónde diablos has pasado todo el día? –gritó. No es que estuviera enojado. Era su tono natural de voz.

Sin dar respuesta, ella se acercó, suspirando, y le mostró la mano donde llevaba las cinco monedas de cobre.

— Estuve trabajando.

El hombre las tomó inmediatamente, sin conmiseración.

— ¡Bien hecho, niña! –le dijo.

— Procura comprar azúcar.

La cabaña había sido construida por su madre, y cuando murió, la dejó de herencia para sus hijas. Sin embargo, Raúl les exigía el pago de una renta como si fueran invitadas. Si no había plata, no las dejaba entrar. Mientras tanto él pasaba tendido en su catre, no trabajaba, no limpiaba y no cocinaba.

A pesar de estar viviendo gratuitamente, cobijado bajo un techo, comiendo de ellas y calentándose con la leña que ellas recogían, Raúl no era un hombre malo. Bueno, no el peor de todos. Tenía un carácter difícil, pero también límites estrictos. A pesar de no ser el verdadero padre de ninguna de las dos, confiaban en él y las protegía como ningún otro hombre hubiera hecho. No dejaba que nadie más entrara en la casa. Era capaz de sacar a palazos a quien se acercara a menos de 50 metros de la puerta. De esa manera, la casa era un lugar seguro.

Sólo debían convivir con él, soportar su mal genio y entregarle algunas monedas a cambio de la protección. Jamás había intentado abusar de ellas, ni siquiera cuando llegaba borracho como una cuba después de alguna tertulia en el pueblo, donde nunca faltaban las mujeres de baja moral que motivaran la libido de un muerto.

Raúl era un hombre robusto, grosero y carecía de educación. Varias veces tuvieron que soportar sus palizas, pero había que admitir que para ser un hombre de su tamaño, jamás les había pegado con fuerza. Más allá de un moretón o un labio partido, nunca les quebró los huesos ni las dejó inconscientes en el piso. Y, había que decirlo, todas las palizas fueron merecidas. Raúl no era un hombre de golpear por gusto.

Muchos años atrás, cuando su madre lo había traído a la casa para presentárselos, las niñas se miraron, sorprendidas. Janet Lan era una mujer hermosa, de rasgos finos y exquisitos modales. Aquel oso peludo y gordo que apenas pasaba por la puerta no podía ser el hombre elegido por su madre, no después de haber pasado tantos años sola. Pero ahora, ambas habían entendido que Raúl no era el hombre para su madre, sino el padre para sus hijas.

Nunca pudieron preguntárselo, pero Julia y Sara sabían que cuando Raúl llegó a la casa para quedarse, su madre ya sabía que iba a morir.

Haberlo traído poco antes de fallecer, merecía un agradecimiento que ambas hijas no pudieron darle en vida. De haber quedado solas, huérfanas, el presente no hubiera sido el mismo para ninguna de las dos.

Sara y Julia habían heredado la belleza de la madre y su complexión física. No tenía padres reconocidos. Julia guardaba el misterio de su genética en el extraño color de cabellos y de ojos, un arco iris de marrones, rojos, amarillos y anaranjados. Sara era de cabellos castaños y lacios como la lluvia.  Sus ojos eran negros como la noche, mientras que su cutis era prácticamente transparente, y se rumoreaba por allí que su padre había sido un caudillo español que luchó contra los indios rebeldes en el sur. Quitando los colores de por medio, ambas hermanas eran dos gotas de agua. La misma nariz, los mismos labios bien formados, los mismos ojos rasgados.

Así como nadie sabía con certeza quienes eran los padres de aquellas niñas, tampoco se sabía de dónde provenía Janet Lan, su madre. Había llegado al pueblo sola, cargando en su vientre a Sara.

Cuando estaba de buen humor, Raúl les contaba la historia de la fina y misteriosa dama que encantó a los lugareños con su belleza y sus delicados modales. Tal vez ella huía del hombre que le había partido el corazón. Pero una vez que Sara llegó al mundo, Janet ya no pudo abandonar el pueblo, sola como estaba y cargando un bebé recién nacido. No tuvo más remedio que asentarse y buscar la manera de sobrevivir. Y para una mujer sola, para una bella dama con una hija sin padre, no existía otra manera de sobrevivir que vendiendo su cuerpo.

Julia quería creer que fueron esas trágicas circunstancias la que la llevaron a convertirse en prostituta. No creía que fuera una profesión que ya había ejercido en el pasado, como otros rumoreaban. Su madre no había sido una vulgar mujerzuela, no de esas que se sentaban en la taberna con sus escotes pronunciados y un exceso de maquillaje, esperando algún borracho para poder meter la mano en los bolsillos de sus pantalones.  Janet Lan era una dama de compañía para un selecto grupo de caballeros.  Ahorró moneda tras moneda para poder construir aquella casa lo más alejada posible de los cotilleos del pueblo, pensando siempre en proteger a su hija.

El estigma cayó como un rayo fulminante cuando quedó embarazada por segunda vez. Y esta vez, todos y cada uno de los habitantes del pueblo sabían que ni siquiera Janet Lan podría decir  con seguridad quien era el padre de la criatura.  Así nació Julia, como una burla del destino, la segunda hija bastarda de una prostituta sin pasado.

Janet Lan murió cuando Julia tenía 6 años. Para ella, no era otra cosa que su mamita. En su infantil mentalidad, no existían rumores que embarraran su recuerdo perfecto.  

Julia todavía la recordaba con la voz dulce, la sonrisa sincera y un poder innato de encantamiento. Siempre encontraba un perfume que le recordara a ella, y podía sentir el ruido de sus zapatos llegando a casa en la oscuridad de la noche.

Aunque ahora eran los tacones de Sara que sonaban en el silencio de la noche. Unos tacones que, según Julia, nunca le calzarían bien.

Dos años después de que murió su madre, Sara se había enfundado aquellos vestidos que le quedaban como túnicas, se había calzado los zapatos dos talles más grandes y se había marchado a la taberna. Tenía solo 13 años, pero el hambre en los ojos de su hermanita pequeña la habían ayudado a tomar una resolución. Julia la observó partir sin entender lo que estaba haciendo. Pero Sara era la mayor y tenía que hacerse cargo de la familia. Había heredado la belleza y el cuerpo curvilíneo de su madre y, como ella, lo iba a saber aprovechar.

Esa fue la primera noche que Julia pasó sola en la habitación que compartía con su hermana, y no pudo conciliar el sueño. Desde el otro lado de la cortina, que la separaba del comedor, escuchaba los ronquidos de Raúl.

Despuntaba el alba cuando Sara entró al dormitorio. Lucía cansada y su peinado no estaba prolijo como cuando se fue. El labial que se había puesto en los labios ahora era una mancha rosada cubriéndole toda la boca. Todavía no entendía las cosas con claridad pero sabía que algún borracho había besado a su hermana, y lloró silenciosamente sintiendo pena por ella.  Se juró a sí misma que jamás dejaría que le hicieran lo mismo, por más hambre o necesidad que estuvieran pasando. Mamá no hubiera querido esto para nosotras, pensó.  Y le dio vergüenza saber que su madre estaba mirándolas desde el cielo.

Sara la había sorprendido llorando, y con una sonrisa le acarició el cabello y le dijo:

— No es tan malo. No sufras por mí.

Sara Lan nunca tuvo el mismo glamour que su madre, aunque con los años se hubiera transformado en una belleza mayor. A Sara no le importaba la edad, ni la suciedad ni la rudeza de sus amantes, siempre que tuvieran una moneda que depositar en su escote. Era dura como una roca, y jamás se quejaba.

Mientras que a Julia le daba vergüenza el comportamiento de su hermana, Sara no tenía miramientos ni pudor, como si quisiera vengarse del destino y castigar a su madre por haberse muerto, por haberla dejado sola a cargo de una hermana pequeña.

Sara fue volviéndose egoísta a medida que crecía. Julia sabía que podía ganar en una noche lo que a ella le llevaba toda una semana, pero siempre volvía con unas pocas monedas, y escondía el resto en su baúl con candado. No podía reclamarle nada, pues había cuidado de ella todo ese tiempo. Suponía que esos ahorros eran para marcharse del pueblo en cuanto Julia pudiera valerse por sí misma. Pero Julia estaba por cumplir los 18 años y aún así, necesitaba de su hermana. Era egoísta ella también, pero no podía dejarla partir. 

Las Runas de JuliaWhere stories live. Discover now