(27) La despedida.

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Tras despertar y encontrar que Kail se había marchado, la mañana anterior, Julia pasó revista a los acontecimientos.

Le parecía increíble estar desnuda bajo las sábanas del señor Heist. Todo allí tenía su aroma, ella tenía su aroma. Por un momento creyó ser feliz. Todo lo que había pasado había sido increíble, sorprendente, casi mágico.

Sara hablaba de muchas cosas referente al sexo, y le había escuchado decir que la primera vez era muy dolorosa. Le contó como los huesos de las caderas se abrían y los músculos se desgarraban y que una tenía que apretar los dientes para aguantar el sufrimiento.

Julia había hecho bien en no creerle a rajatablas. Aunque al principio estuvo nerviosa y sintió la presión y una punzada de dolor, lo deseaba demasiado y aquel momento incómodo para su cuerpo pasó fugazmente. Fue la cúspide de todos sus deseos cuando él la penetró por completo. La había tratado con tanta suavidad, con tanta paciencia... la arrastró a un mar de nuevas sensaciones. Había sido tierno, cariñoso... y posesivo.

Pero como todo cuento, siempre llega el final. Y la magia pasó, y Julia se vio suspirando de felicidad y aspirando el aroma que su cuerpo había dejado en la cama.

Y se sintió tonta.

¿Qué había cambiado? Nada. ¿Qué había dicho Kail como para que ella ahora se sintiera una mujer amada y rozara el cielo con las manos? Nada.

El que ella hubiera cedido, o mejor dicho, no hubiera podido resistir más y se hubiera entregado a él, no cambiaba en nada las cosas. Bueno, por lo menos ahora estaba confirmado que Kail había ganado todas las apuestas. Y que ella era una reverenda tonta.

¿Qué estaba esperando?, ¿que las cosas cambiaran? Julia Lan siempre iba a ser Julia Lan, una pueblerina pobre, una irreverente que no sabía leer ni escribir. Y en la vida de Kail no podía ser otra cosa más que su sirvienta o su compañera de cama. O ambas cosas a la vez.

Seguía siendo una cucaracha. Y ahora que Kail había satisfecho su curiosidad, ya no le servía para nada.

La estuvo ignorando todo el día. Llegó del hipódromo y se encerró en su estudio. Pidió que Ana Brum le sirviera la cena. Julia se encerró en los aposentos y lloró un poco más.

Era de madrugada cuando resolvió volver a su casa. Tuvo que despertar a Lauder, que dormía en su dormitorio frente al del señor Heist.

Cuando le pidió a Lauder que la llevara al pueblo, sintió una punzada en el corazón, como si alguien la hubiera apuñalado en el centro de su pecho. Y se imaginó que aquel era el mismo dolor que había sentido Alejo la noche que los vio juntos en el hipódromo, y que, al igual que él, ya no sería la misma.

-No me mires con esa cara, Lauder. O me llevas tú o me iré caminado, tanto da... -le había dicho al chofer, que de pronto había logrado que los músculos de su cara tomaran vida y la observaran con una infinita pena. Sí, eso era lo que reflejaban sus ojos: Lastima. El peor, el más degradante y humillante sentimiento.

Llegó a su casa a mitad de la noche. Sabía que Sara no estaría allí, así que entró directamente sin golpear, y sobresaltó a Raúl, que dormía a lo largo de su sofá. Imaginó que su cara no daba para reprocharle nada, porque Raúl, que siempre gritaba y berreaba por todo, se dignó a murmurar un tímido ¿te encuentras bien?

Asintió con la cabeza y se refugió rápidamente en su dormitorio, donde se dejó caer en su cama. La cama que tenía el olor de ella, que le pertenecía. Un catre de tablas y un colchón relleno de paja, con sábanas y mantas armadas con retazos de ropa vieja y lana. Ese era su lugar, el de Julia Lan, y que nunca lo olvidara.

Las Runas de JuliaWhere stories live. Discover now