(2) Alejo versus Heist.

59 2 0
                                    

 

 Julia estaba acostumbrada a discutir con él y bien sabía que no servía de nada. La mera idea de verse a ella en su cama le revolvió el estomago. No le respondió con palabras, pero hizo sonidos como si tuviera arcadas. No estaba lejos de tenerlas.

La gente del pueblo le había aconsejado que dejara de desafiar al señor Heist. Ella parecía ser la única que tenía el valor de enfrentarlo, aunque fuera con palabras. Heist era un hombre poderoso que tenía dinero suficiente como para comprar todo lo que quisiera, incluso la lealtad de los pobladores, aunque fuera por miedo. No le bastaba su fortuna, ni ser dueño de las tierras y del hipódromo, o poseer los mejores y más veloces caballos de carrera. Estaba empeñado en humillar a Julia. Quería verla destruida, doblegada a sus pies. Esa idea se le había fijado en la mente y no pararía hasta conseguirlo.

Heist era un hombre sin escrúpulos. Para conseguir lo que quería, era capaz de hacerle la vida imposible, de hostigarla hasta el cansancio, o incluso lastimar a sus seres queridos. Por eso nadie se atrevía a decirle que no. Pero Julia no solo le decía que no, sino que se burlaba de las leyendas monstruosas que se entretejían sobre él.

Aquel era el peor de los Heist, decían los viejos que habían conocido a su predecesor  y lo habían visto nacer. Resurgido de las cenizas, no solo había sostenido una empresa a punto de la quiebra, sino que en poco tiempo la había transformado y duplicado su fortuna. Y para que un hombre se haga rico de esa manera, no importaban los medios sino el fin. A Kail Heist no le molestaba mancharse las manos con la sangre de todo aquel que se interpusiera en su camino.

Pero Julia restaba importancia a las advertencias de que Heist era un hombre peligroso.  Simplemente no podía con su temperamento.

— No puedes echarme, Heist. Estoy en la calle, y que yo sepa todavía no lleva tu nombre— le dijo mientras limpiaba los envoltorios con un trapo, distraídamente.

— Todo lo lleva, Chéri, no te equivoques. Incluso tú, cuando una vulgar mujerzuela te parió sobre mis tierras.

Dicho lo cual, lanzó al aire una moneda de oro que cayó sobre el suelo, muy cerca de sus pies.

No te quedarás con la última palabra, pensó al verlo alejarse con paso cansino.

— ¡Púdrete Heist! –le gritó conteniendo las lágrimas que pujaban por salir.

— No, Mon Chérie, tú te pudres. Yo siempre huelo a Arôme de Prestige –respondió de espaldas.

Cállate Julia, cállate ya, deja que se valla, déjalo con la última palabra… no le digas que un  puerco con colonia francesa sigue siendo un puerco,… maldito truhán.

Todavía no había logrado controlar el temblor de sus manos, no por miedo sino por bronca, por el dolor que le producía cada vez que ofendían a su madre, cuando reconoció a Alejo aproximándose. Rápidamente se agachó y recogió la moneda que Heist había lanzado.

Si Alé hubiera llegado un minuto antes, se hubiera cruzado cara a cara con el señor Heist, y aquello hubiera sido un desastre.

Alejo llevaba puesto un saco marrón oscuro con finas líneas negras que le quedaba bastante amplio de espaldas y que probablemente no era suyo. Tenía el pelo recogido bajo un sombrero de ala ancha, y lo único propio parecían ser sus pantalones de lona marrón anudados en los tobillos. Por un momento se alegró de verlo, pero inmediatamente se enfadó.

— ¿Qué haces aquí?

— ¿Qué haces aquí? –dijeron a la misma vez.

Julia señaló los dulces, lo que era bastante obvio.

Las Runas de JuliaWhere stories live. Discover now