(10) El acuerdo.

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Julia amaneció atravesada en la cama de Heist.

Se había cansado de estar de pie en medio de la habitación vacía. El agotamiento mental del día pasado, la angustia, sumado a la caminata atravesando el pueblo, cruzando el puente y los territorios de Heist hasta llegar a su casa, habían logrado que sintiera los músculos de las piernas al borde del colapso.

Se había acercado hasta la cama y había permanecido sentada en el borde, esperando que ocurriera algo, pero la casa siguió en silencio. Luego, en algún momento, cayó dormida.

El sol entró por la ventana cuando el ama de llaves corrió las cortinas, y Julia pegó un salto.

-Tranquila, querida –se apuró a decir la señora-. Soy Marla, el ama de llaves del señor. Nos conocimos anoche, ¿recuerdas?

Sí, recordaba. Hubiera preferido no hacerlo, no recordar nada de la humillación y el dolor, pero estaba agradecida con esa señora de voz dulce que la había tratado decentemente y la había llevado al paraíso en una tina de agua caliente.

-El señor Heist ha pedido que te pongas este uniforme y te presentes en la cocina, y eso vamos a hacer, ¿de acuerdo, querida? –aquella era una frase que utilizaba a menudo, según pudo darse cuenta más tarde.

Julia observó la falda negra y larga de lona, la blusa azul petróleo y el delantal inmaculadamente blanco de algodón que Marla extendió sobre la cama.

-¿Aquí todos hacen lo que el señor Heist ordena, como una horda de esclavos descerebrados? –bufó ella, lanzando las ropas por los aires de un manotón- ¡Yo he venido a cumplir un propósito y pienso irme en cuanto lo acabe! ¿Qué se trae entre manos ese cretino? Yo no pienso ponerme eso.

El descanso la había hecho recuperar los ímpetus. Eso, o se levantaba de tan mal humor como el señor.  Marla la miró, preocupada. Por suerte estaba acostumbrada a negociar con niñitos berrinchudos.

-No llevas ropa bajo esa bata, querida. Y las prendas que traías anoche han sido arrojadas a la basura, pues no tenían arreglo. ¿Realmente quieres quedarte así?

Julia se encogió de hombros, encaprichada, pero contestó enseguida.

-No. No quiero quedarme así, pero tampoco voy a vestirme como su ridícula sirvienta.

Julia no se fijó que aquella señora llevaba un uniforme idéntico.

Poco después de que Marla se fue de la habitación, resignada, entró Heist. Estaba vestido con un pantalón negro pinzado, una camisa beige y un chaleco de punto, impecablemente peinado y afeitado. No había un detalle descuidado en toda su imagen, en su postura o en su rostro tallado en mármol.  Permaneció rígido frente a ella, sacándole una cabeza de altura y varios kilos de masa corporal y poderío.

-Te pondrás ese uniforme y te presentarás en la cocina...

-¡Olvídalo, Heist, cerdo inmundo, no seré tu sirvienta! –chilló Julia, en cuanto comenzó a hablar, pero él continuó con el mismo tono de voz tranquilo:

-...harás lo que te pida, cuando te lo pida: Limpiarás mi suciedad, me limarás las uñas, lustrarás mis botas y me besarás los pies si así lo deseo –su rígida postura cambió en cuanto la comisura izquierda de su boca se estiró, dibujando esa sonrisa torcida que Julia conocía tan bien, y que parecía tenerla estudiada de memoria para sacarla de quicio.

-Si cumples mis órdenes, tu amigo vive. Si me desobedeces, o te marchas de esta casa, tu amigo muere, así de rápido –aclaró, haciendo chasquear los dedos y provocándole un respingo. 

-¡No voy a ser tu prisionera, puerco! –gritó, no tan convencida de poder ganar.

-No eres mi prisionera, estás aquí por voluntad propia, ¿recuerdas? Viniste anoche diciendo que querías negociar. Bueno, éste es el trato. Si no te gusta, entonces vete ahora mismo. ¡Tanto me da! –agachó la cabeza para mirarla más fijamente, con los ojos agudizados y feroces, y agregó en voz baja:- Que quede claro que no preciso otra sirvienta, sólo te estoy haciendo un favor. Y sin duda ese pueblo estaría mucho mejor sin un indio cuatrero.  Así que tú ves lo que te conviene...

Las Runas de JuliaWhere stories live. Discover now