Canto número 40. ¿Los cuervos cantan respuestas?

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Los cuervos no cantan respuestas

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Los cuervos no cantan respuestas.

Pero a mí me llegaría el momento de escuchar algunas.

Ya era primavera, abril en todo su esplendor se deshizo del frío que calaba hasta los huesos, reverdeció los pastos y floreció los árboles una vez más. Los cuervos también regresaron, se posaban en las copas a graznar, a limpiar sus alas y a alimentar a sus polluelos.

Era una época de renacimiento, incluso para mí.

Volví a vivir en casa de los Ávila, ellos me aceptaron con los brazos abiertos, tanto Ramona que estaba más que gustosa, Claudia siendo tan fuerte como siempre a pesar de la adversidad y Marisol con un carácter más dulce que antes. Incluso Ramiro, con su inexpresividad de catrín, parecía feliz por mi regreso. Yo también lo estaba.

Me quedé en la habitación de siempre, sin embargo, Claudia me dejó todas las cosas de Kalen a mí, diciendo que no tenía que entrar a su recámara si todavía no me sentía listo, pero que cuando lo estuviera, todo lo que estaba adentro era mío porque, al igual que Ramona me lo dijo al darme el vocho, sabía que él así lo hubiese querido. Se lo agradecí de todo corazón.

Y aunque a veces nos gustaría parar el tiempo y tomarnos un respiro, aquello es imposible cuando vives en un mundo en constante movimiento, en donde las manecillas no se toman ni una pausa.

Así que yo tampoco me detuve más.

Retomé la escuela, me costó mucho reanudar las clases y adelantar todo lo atrasado, pero con la ayuda de Silvia y Nicolás pude hacerlo. También regresé a trabajar de manera frecuente, Farrera me ayudó en los primeros días y mi jefe se conformaba con verme mejor, hablando, comiendo, simplemente viviendo.

Las despedidas eran tan dolorosas, pero la única manera de enfrentarlas era exactamente eso, levantar la cara, mirar a los ojos al dolor y afrontarlo con la frente en alto.

Así que hoy, dieciséis de abril, el día del cumpleaños número dieciocho de Kalen, me atreví a abrir la puerta de su habitación por primera vez.

Estaba iluminada porque a pesar de todo, su familia se encargaba de mantener el lugar, abrían la ventana todas las mañanas, dejaban que entrara la luz del sol y también el aire fresco. No había polvo y tampoco había suciedad más allá del usual desorden que él siempre tenía.

Una leve sonrisa se manifestó en mis labios al ver las envolturas de caramelos tiradas en el piso, la ropa hecha jirones colgada el respaldo de la silla y los deberes a medio hacer sobre el escritorio.

Parecía que, al menos aquí, el tiempo no había avanzado.

Cerré la puerta a mis espaldas y recorrí la habitación, apreciando cada detalle, cada pequeña cosa que me recordaba a él. Toqué sus cosas, hojeé sus libros e incluso puse en el reproductor la misma canción que me enseñó cuando entré a este sitio la primera vez.

Los Cuervos Cantan PresagiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora