Canto número 19. ¿Los cuervos cantan tardanza?

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Advertencia de contenido: este capítulo muestra una escena de violencia intrafamiliar que podría resultar incómoda para algunos. Lee con cuidado, por favor.

Los cuervos no cantan tardanza

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Los cuervos no cantan tardanza.

Pero a mí sí que me dolería.

¿Qué sucede cuando golpeas un cristal resquebrajado? La respuesta es fácil, se quiebra.

Es casi tan fácil decir la respuesta como el acto de romper el cristal, un cristal cuya verdadera forma es en realidad una persona, un niño, un chico de solo diecisiete años que ya no encuentra la manera de recoger, unir y volver a pegar las piezas.

«Arruinaste mi vida», me dijo mi padre cuando yo solo tenía siete años. El cristal se resquebrajó.

«Estás condenado al fracaso, igual que yo», me dijo el mismo hombre a los once. El cristal se quebró.

«Te odio», me dijo a los catorce. El cristal se hizo trizas.

Y lo reconstruí.

—¡Me harías un favor si vas y te mueres ahorita mismo! —Me dijo hoy, en este momento, con diecisiete años de edad. El cristal tan frágil estaba a un suspiro de volver a destrozarse.

Lo única cualidad que valoraba de mí mismo era mi valor para reconstruirme una y otra vez, no, era más bien mi necedad de no querer convertirme en el mismo hombre que ahora mismo me tenía aferrado de los hombros y me agitaba mientras me gritaba en la cara.

¿Mi mayor temor? Sucumbir. Cada día era más difícil mantener esa necedad mía, con cada palabra hiriente, con cada golpe, con cada mirada. Quería creer que era fuerte, ¿pero qué tanto más podría resistir?

La respuesta era igual de simple que hace unos instantes: nada.

Mi padre estaba borracho hasta la punta del pelo, su aliento apestaba a alcohol, el sudor perlado en su frente también olía a cerveza. Parecía un loco con la mirada desorbitada, el cabello revuelto, los ojos irritados y su rostro demacrado.

—¡Nos van a quitar la puta casa y tú te atreves a culparme a mí! —bramó, tomándome del cuello de la camisa para empujarme hacia mi armario con fuerza. Me señaló con un dedo—. ¡Es tu culpa que estemos en esta maldita situación, Félix!

Mi culpa. Siempre era mi culpa.

¿Nacer? Mi culpa. ¿El abandono de mi madre? Mi culpa. ¿Deudas? Mi culpa. ¿Que estén a punto de quitarnos la casa? Mi culpa también.

A los ojos de Joel Rangel, mi mera existencia era la culpable de su repugnante situación. Era un ciego, un abusivo, un fracaso... Y me aterraba.

—Lo siento —murmuré, con un nudo en la garganta, tan arrepentido de haberlo culpado por una vez en mi vida.

Yo sabía que él tenía la culpa, en el fondo lo sabía muy bien, pero cuando te repiten una y otra vez que en realidad tú eres la causa de todo, el subconsciente hace todo el trabajo y comienza a cuestionarse: ¿lo soy? Era incontrolable.

Los Cuervos Cantan PresagiosWhere stories live. Discover now