Canto número 13. ¿Los cuervos cantan vida?

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Los cuervos no cantan vida

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Los cuervos no cantan vida.

Pero, según Kalen, nosotros podíamos salvar una.

Kalen siempre me parecía exagerado, pero no del tipo de exageración en donde alguien solloza desesperadamente haciendo una escena vergonzosa y ridícula, no, su tipo de exageración iba aunada a algo más positivo, algo como...

—¿Es aquí? —preguntó el taxista, interrumpiendo mis pensamientos.

Me asomé por la ventana, sí, era la escuela y había algunos coches en el estacionamiento de quienes sí habían asistido a la obra de teatro.

—Es aquí —afirmé, sacando la cartera de Kalen y tomando los pesos que llevaba en esta—. Quédate con el cambio.

Me bajé tan rápido como pude, guardando la cartera en mi bolsillo. Tendría que reponerle dinero a Kalen en cuanto pudiera.

Troté hacia la entrada de la escuela, ya no estaba lloviendo tan fuerte como antes, pero todavía caía una suave llovizna fría, lo que comúnmente llamaríamos por aquí un "chipichipi". Abrí las puertas y, antes de poner un pie dentro, sacudí los zapatos para sacarles algo del agua. Parecía un perro mojado, formando charcos debajo de mí si me quedaba quieto demasiado tiempo.

—Carajo... —mascullé.

—¿Señor Rangel? —Una voz preguntó a mis espaldas.

Al darme la vuelta, me encontré con la directora Erlinda, sosteniendo un paraguas sobre su cabeza. No era de sorprenderse que estuviera aquí, era su escuela y sus eventos después de todo.

—Buenas noches —saludé con una cordialidad que solo me salía forzada. No quería quedarme a conversar o esperar a que me reprendiera por algo.

—Está chorreando agua —señaló entonces, viéndome de pies a cabeza.

—No sabía que iba a llover —excusé, aunque, en ese momento, recordé cómo la noche de ayer Kalen me había preguntado por teléfono, sin contexto alguno, si me molestaba mojarme con la lluvia.

«Hijo de puta, él lo sabía». Pensé, frunciendo el ceño.

—¿Ya no tiene su camioneta? —cuestionó la directora. ¿Cómo recordaba eso?

—No, ya no —respondí.

—Ya veo. En ese caso, solo le recomendaría que al menos se quite la chaqueta mojada o va a pescar una tremenda gripe —aconsejó de manera amable y abrió las puertas del edificio, cerrando después su sombrilla—. ¿Va a ver la obra?

—Sí, algo así. —Me quité la chaqueta como me dijo y la exprimí, soltando chorros de agua como si fuera un trapo húmedo.

La directora sonrió.

—Está por acabar, pero disfrute lo que queda —añadió y se metió al edificio, pero antes de dar otro paso, se volvió una vez más hacia mí—. Ah sí, señor Rangel, una cosa más antes de que se me olvide.

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