28. NO PUEDO MÁS

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19 de mayo, 2021

Estaba a oscuras, ansiaba la paz que le proporcionaba. Encendió la lámpara de noche y se vio rodeado de luces y sombras. Descalzo, se bajó de la cama y se acercó hasta el escritorio. Este estaba repleto de apuntes. Había tres carpetas hasta arriba de trabajos; algunos pendientes, otros terminados y otros de recuperación. Al lado, sus cuadernos de dibujo. Cogió uno, el último, el de cuero, lo abrió por la mitad.

Carlos cerró los ojos con fuerza. Ahí estaba Iván. Siempre Iván. Iván, Iván, Iván. Sus ojos. Sus sonrisas de medio lado. Sus rostros a medio dibujar. Su boca, su maldita boca. Estaba ahí, siempre ahí. Era un tema recurrente en sus pesadillas, así como el beso con Maca, las promesas rotas y las excusas vacías. Últimamente era incapaz de distinguir los sueños de la realidad. ¿La gente se había reído de él? ¿Iván le había guiñado un ojo malicioso? ¿Maca se había colgado del cuello de Iván? No conseguía acordarse, no podía quitárselo de la cabeza. Estaba en todas partes. Miró el teléfono, la pantalla encendida. Tenía varios mensajes de Iván. Quitó el wifi. No podía seguir así. No más.

«Estás solo. No quieres estar solo», susurró una vocecita en su cabeza, las sombras se desperezaron.

Estaban en todas partes.

Estaban ahí.

—No, no estoy solo —le contestó con rabia a la nada, a sí mismo y a las sombras que habitaban en su interior, que estaban ahí, al acecho—. No estoy solo.

Nunca lo había estado en realidad. Tenía a su madre. Tenía a sus amigas. «Pero te sientes solo, ¿o nos equivocamos? ¿No temes desaparecer como la pequeña...?». Estar solo y sentirse solo eran dos cosas distintas. Tenía que metérselo en la cabeza, memorizarlo, tatuárselo en el corazón. En el alma. En todas partes. Además, estar con Iván para no sentirse solo no era saludable. Era dañino, tóxico. Iván no quería estar con él, no quería arriesgarse a estar con él. Carlos no podía seguir así, conformándose con las migajas, sufriendo en silencio, en los márgenes, oculto, en todas partes y sin poder abrir la boca.

Arrancó un boceto, el último que había hecho. El último de verdad. Cogió un boli, dudó, dudó muchísimo, dudó tanto que casi creyó que estaba dormido, presa de otra pesadilla, atrapado entre las sombras, ahogándose en ellas, en los secretos, en las verdades que le quemaban desde dentro, en las mentiras envenenadas que rompían su alma en infinitas piezas, que lo devoraban desde afuera hacia adentro.

«No estoy solo».

«Pero mientes, vives en las mentiras, tejes mentiras, respiras mentiras».

Secretos, se ahogaba en ellos.


Hola, Iván.

¿Crees en los finales de cuento de hadas, donde el amor triunfa por encima de todos los males del mundo? Yo no. El amor no lo cura todo. Puede ser tu salvavidas, aquello que te mantenga en pie, que te impulse a ser mejor persona, o tu perdición. Tu sentencia de muerte. Puede ser muchísimas cosas. Te preguntarás qué es esto, qué te estoy contando aquí. Es una pregunta lógica, sobre todo porque ahora casi nadie pierde el tiempo en coger una hoja y un boli para escribir una carta, para desgarrarse el alma sobre tinta y papel.

Te escribo porque no puedo más, porque estás en todas partes y nunca estás. Porque duele, duele un montón. Porque no puedo sostenernos a ambos sin ayuda. Porque esto no funciona si no estamos en la misma línea. Te escribo porque me has roto el corazón sin proponértelo, porque te has metido en mi piel, en todas partes, y no quieres irte. Duele, duele y duele. Te escribo porque necesito rompernos el corazón para sanar más rápido. Porque nos estamos ahogando, porque me ahogo y no sé nadar. No sé qué sientes por mí, hay algo, tiene que haberlo; lo veo en tus sonrisas de medio lado, en el brillo de tus ojos cuando nuestras miradas chocan. En tus mensajes a altas horas de la madrugada. En tus caricias, suaves, al principio, como si temieras romperme, como si aún no terminaras de creerte que estoy ahí, que estamos ahí; y después, cuando todo nos supera, cuando nos ahogamos y luchamos por respirar, rudas, apasionadas. Me tocas con tanta fuerza que me muero.

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