5. el rey de la biblioteca y la chica de las botas de flores

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19 de octubre, 2020

Estaba escondido en la biblioteca, medio cuerpo fuera de la ventana y un cigarro falso en la boca, porque le gustaba poner de los nervios a la gente, sí, pero sobre todo porque necesitaba tener algo a mano por si le bajaba mucho el azúcar y el chocolate siempre era un acierto. Estaba en el cielo. El fresquito en la cara, revolviéndole el pelo y renovándole las energías, unas vistas espectaculares al entrenamiento de atletismo con muchos tíos sin camiseta y sudados, y con la sensación de ser el rey del mundo en ese momento sin tener que llamar la atención de media sala.

Estaba en paz. Por ahora.

Alguien decidió que era una idea fabulosa sentarse a su lado en el bordillo de la ventana sin avisar. Él se sobresaltó, la mano con la que se sujetaba le resbaló y casi se cayó de boca por el vacío. Adiós y muy buenas. Por suerte, ese alguien le agarró de la camiseta, clavándole las uñas en el pecho, y lo estabilizó, evitando así un accidente fatal. Hasta tendría que darle las gracias, sería algo como «gracias, colega, por el susto de muerte y por impedir que me espachurrara contra el suelo, tú sabes». Carlos podría jurar en voz alta, y montando un buen espectáculo, que había visto la luz: un túnel enorme y una mano bañada en purpurina dándole la bienvenida al paraíso con un cartel de neón y promesas libidinosas. Tal vez lo haría, lo de contárselo al mundo. En el comedor. O en el patio. Pero cuando se le quitara el susto del cuerpo.

El cigarro se había perdido en alguna parte. Hizo un puchero.

—Deja de lloriquear, que casi te caes.

Eso le sobresaltó de nuevo. Era Elena. En esos últimos días habían coincidido más veces. Muchísimas. Con Julia en medio para limar asperezas, por supuesto. Hasta se había animado a acompañarlos a una sesión de entrenamiento, de la que se había marchado a los diez minutos sin decir ni una sola palabrota. Todo un logro. Carlos se pasó las manos por encima de la camiseta, para asegurarse de que estaba de una pieza y que ninguna arruga invisible hubiera aparecido por arte de magia. En realidad, estaba haciendo tiempo hasta que Elena se esfumara por donde había venido. Pero ahí seguía la tía, con las piernas recogidas y con el ceño fruncido mirando en dirección a los atletas como si les dieran repelús.

Carlos se pasó la lengua por encima de los dientes y se removió incómodo.

—Bonitas botas, ¿las flores las has hecho tú?

Era una pregunta estúpida. Él lo sabía, ella lo sabía y todos lo sabían, incluso la araña que colgaba peligrosamente cerca de su cabeza. Elena arrugó la nariz. ¿Molestia? ¿Disgusto? ¡A saber!

—Qué va, son un regalo.

—Vale, genial. Son bonitas.

Elena le miró con una ceja alzada.

—¿Quieres unas? Te quedarían bien.

Estaban teniendo una conversación civilizada. Solos. Sobre unas botas. ¿Y si se había estampado contra el suelo y había ido a parar a uno de los círculos del infierno? Era todo tan absurdo que hasta le parecía creíble.

—¿Tú crees? Me harían más alto.

—Te quedarían bien —repitió más animada—. Hasta parecerías guapo.

Carlos ahogó una carcajada.

—Soy guapo, muy guapo.

Elena rodó los ojos.

Estaban en silencio otra vez. Podían oír de fondo los gritos de los atletas (y las ganas que más de uno tenía de morirse) y el ruido que hacían las teclas de un ordenador al ser aporreadas. No era un silencio incómodo. Carlos se sorprendió al darse cuenta de que no le incomodaba estar cerca de Elena, al menos ahora que esta no estaba mirándole como si fuera un bicho repugnante. Por el rabillo del ojo, se fijó que la chica de nuevo miraba por la ventana y que jugaba con la goma del pelo que llevaba en la muñeca. ¿Era un tic nervioso?

Somos efímeros (YA A LA VENTA EN AMAZON)Where stories live. Discover now