8. las sombras que susurran

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13 de noviembre, 2020

Esto sería interesante.

Carlos se estiró cuan largo era en el asiento mientras una sonrisa felina le trepaba por la cara. Sus compañeros miraban a la profe entre cabreados y desesperados. Si le preguntaran, no sabría decir qué sentimiento predominaba en el aula. Habían tenido una jornada muy intensa, repleta de fechas de entrega y de tareas sin ton ni son. Ni el descanso había sabido a nada. Él estaba tan agotado como su clase, pero, a diferencia de ellos, era capaz de verle el lado positivo. Por lo menos no estarían dibujando músculos de nuevo.

Era un avance.

Eva, así se llamaba la profe de Dibujo Aplicado, continuó con las directrices de la tarea sin prestar atención a sus alumnos. Luna Guerrero, dos asientos por delante, ocultaba el rostro entre sus brazos, mientras su amiga, Susana, creía recordar, le comía la oreja en susurros. Por las muecas que hacía, debía ser un chisme jugoso. Con disimulo, y pese al escándalo que sus compañeros estaban montando, intentó poner la oreja.

No sirvió de mucho, maldijo entre dientes.

Era un cotilla de manual.

Por el rabillo del ojo, una sombra se arrastró entre las mesas, acercándose peligrosamente hasta Susana y Luna. Carlos no supo reaccionar, se quedó congelado en el sitio, con el corazón golpeándole las costillas y con el miedo helándole la sangre. Cientos de posibilidades le rondaban la mente, cada una más oscura y horrible que la anterior. No obstante, temió apartar la mirada, parpadear siquiera, ¿y si era un espejismo? ¿Y si dejaba de mirar y las sombras se alzaban en su contra, devoraban todo a su paso? ¿Y si todos se daban cuenta, se revolvían contra él y lo señalaban como el bicho raro que era?

Las sombras treparon por la pared, deslizándose hasta Susana.

Y susurraron en su mente.

—Pues lo que yo te digo, tía, está más perdida...

—Déjala, ya se le pasará.

—Ve nunca se encapricha y lo sabes.

—¿Quieres callarte un rato? No quiero que nos pongan un parte.

—Illa, están todos hablando.

Cuando quiso darse cuenta, se había puesto en pie y tirado el estuche al suelo, junto a su A4 y un par de cosas más. El silencio fue lapidario, todas las cabezas giradas en su dirección; hubo miradas de incredulidad, destellos de preocupación y de diversión, pero también bufidos, porque el idiota de la clase estaba haciendo el idiota y no era ninguna novedad. A Carlos no podía importarle menos, su mirada fija en Susana y en Luna, en la sombra que se desvanecía y que, al mismo tiempo, acariciaba su rostro con familiaridad, bebía de él y susurraba en su corazón promesas que él no quería escuchar.

Habían sido ellas.

Había sido él.

—¿Señor Espósito? —se hizo oír la profesora, brazos cruzados y mirada exasperada—. ¿Puede saberse ahora qué le pasa?

Que no podía más.

Que él no quería esto.

No dijo nada, no pudo; la lengua le pesaba una tonelada, la cabeza le daba vueltas y el sudor frío le pegaba la tela de la camiseta en la piel. Recogió sus cosas. Tomó asiento con dificultad, intentando hacerse pequeñito y fallando estrepitosamente. Él había querido esto, desde el principio. Él había querido llamar la atención, ser el centro de todas las miradas. Ocultó las manos en el interior de la chaqueta, obvió las sombras, invisibles ahora, pero siempre presentes, que acechaban a su alrededor.

Somos efímeros (YA A LA VENTA EN AMAZON)Where stories live. Discover now