(9) Mon chéri.

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Bien, había suplicado, y estaba arrodillada a punto de llorar, frente a Kail Heist.

Comenzó su duelo por el orgullo perdido. Y ya no tenía nada más que perder.

Julia escuchó como él suspiraba, mientras se levantaba del sillón y se dirigía hacia la puerta. Se detuvo  y antes de salir, le dijo:

-No puedo hablar contigo así. Después de que te bañes y dejes de dar lástima, tú y yo llegaremos a un acuerdo.

Al salir de su estudio, Heist se encontró con el sujeto que era conocido por todos como su chofer, aunque también era su guardaespaldas, su mano derecha y una de las pocas personas en las que confiaba.

-Llévale esta nota al comisario, Lauder –ordenó, al mismo tiempo que tomaba un papel y una pluma de la mesita del recibidor.  

A pesar de la rapidez con que se movió su muñeca, la letra surgió con una caligrafía impecable:

"El prisionero Alejo Jon debe permanecer vivo en su comisaría hasta nuevo aviso. No ejecute la sentencia. Tengo asuntos pendientes con él."                                                                                                       

No necesitó firmarla, pues el comisario sabía que Lauder respondía únicamente a Heist. Dobló la nota al medio y se la entregó a su secuaz, que inmediatamente partió a cumplir con su deber.

Heist continuó por el pasillo hasta el salón principal. Observó que una de las muchachas estaba limpiando las huellas de barro que Julia había dejado en el recibidor.

-¡Marla! –pronunció en un tono de voz monótono, que produjo un eco extraño en el silencio de la casa, un eco al que todos los sirvientes estaban acostumbrados.

En dos segundos llegó el ama de llaves, una mujer adulta, de unos 50 años, de cuerpo relleno y exuberante. A pesar de las altas horas de la noche, toda la servidumbre estaba todavía de pie y vistiendo sus uniformes.

-¿En qué puedo servirle, señor Heist? –preguntó el ama de llaves.

-Hay una muchacha sucia en mi estudio. Prepara una tina de agua caliente y dale un baño. Llévala a mi dormitorio cuando esté pronta. Después pueden marcharse todos a dormir.

Marla cumplió las órdenes de su patrón. Preparó el baño que se encontraba al final del pasillo, el que tenía una magnifica tina blanca esmaltada, alzada en cuatro patas ribeteadas de oro, un lujo traído especialmente para el señor Heist desde Francia. Contaba con un novedoso sistema de calderas que calentaban el agua automáticamente a medida que pasaba por caños en forma de espiral, una maravilla del mundo moderno. Sin dudas el señor Heist estaba tratando de impresionar a la chica dejándola usar su baño privado, pensó Marla, mientras iba por ella.

La encontró arrodillada en el estudio, en un estado lamentable. Todavía hipaba por las lágrimas. No parecía la clase de joven que aceptaba de buen grado compartir el dormitorio con el señor, y se preguntó porqué estaría allí, y quién era.

-¿Te encuentras bien, jovencita? ¿Puedes caminar sola? –le preguntó.

Marla tenía buen corazón. No era capaz de desobedecer las órdenes del señor pero era compasiva y no juzgaba a nadie antes de tiempo.

-Sí –contestó la chica.

-El señor Heist me ha pedido que te dé un baño caliente, y eso vamos a hacer, ¿de acuerdo?

La dulce voz de aquella señora le brindó confianza y Julia se dejó conducir por ella a través del  pasillo hasta la puerta del baño.

El vapor se había apoderado de la habitación, sumiéndola en una tibia bruma y mezclando los aromas de los jabones con los popurrí de lavanda, canela, vainilla...

Las Runas de JuliaWo Geschichten leben. Entdecke jetzt