8. Una Noche sin Luna.

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Leí el mensaje de Ana Julia y los vellos de mi nuca se crisparon. Mi cuerpo se adelantaba a expresar el temor que no me atrevía a pensar. Después de dos días de la última conversación, la Biyumba por fin le dio la cita para ir a su casa a pedir los favores de su señor. Esa misma noche, a las once, ella debía estar en el pantano.

El hecho de que fuera justo antes de las doce me generó angustia. Supuse que eso de pedir favores no sería algo rápido y que lo más probable era que ella tuviera que pasar la medianoche en aquella zona. Con premura busqué el calendario y mis sospechas fueron confirmadas: sin luna.

Mis manos se congelaron y la habitación comenzó a dar vueltas a mi alrededor. Sentí que mi garganta se cerraba. Con jadeos profundos y continuos busque aire para llenar mis pulmones. Mis piernas no tardaron en debilitarse y caí sentada sobre la alfombra de la sala. Jorge corrió a socorrerme, me decía algo que yo no podía escuchar. Mi corazón retumbaba tan fuerte en mis oídos, como el estruendo de los relámpagos de las historias de mi abuela.

Después de un vaso y medio de agua con azúcar y gotas calmantes, pude levantarme del piso y, con su ayuda, sentarme en el sofá. Jorge frotaba mis manos heladas y me observaba con ojos atentos, nerviosos, abiertos; era la primera vez que me veía en ese estado.

—No necesito un doctor; sólo quédate aquí conmigo y dime que estoy loca por creer en las historias de mi abuela.

—No le entiendo, señora, pero me dio un gran susto. ¿Segura que ya está bien?

—Sí, sí. Gracias... Eeh..., Jorge, ¿crees que existen brujas reales? De esas que hacen pactos con el..., bueno..., eso.

El mayordomo enarcó las cejas y sus ojos pardos escudriñaron mi rostro por espacio de un minuto. Supongo que estaba tratando de descubrir la broma detrás de mis palabras.

—Señora Cecil, me va a disculpar, pero lo que creo es que está leyendo muchas historias de terror —respondió. Esbocé una sonrisa nerviosa y asentí.

—Sí..., eso es. Tienes razón.

Él se sentó junto a mí y mantuvo entre sus manos las mías por un rato más. El frío no se había ido aún.

—¿Puedo preguntarle algo personal, señora?

Lo miré de reojo y apreté los labios. Jorge llevaba muchos años trabajando para mí y una de las cosas que me encantaba de él era su personalidad discreta. Por eso me sorprendió su repentina curiosidad, pero también me intrigó.

—Pregunta lo que quieras. Después de verme en este estado, puedo permitirte que seas curioso —le respondí. Lo pensó por unos minutos más y luego dijo:

—¿Por qué cambió su color de cabello? No es que le quede mal el castaño rojizo, pero su rubio cenizo natural resalta más el verde de sus ojos.

Levanté los párpados ligeramente y luego me desternillé de la risa. Esperaba que tuviera curiosidad por mi alterado estado de nervios o del porqué le pregunté sobre las brujas, pero optó por algo tan trivial.

—¿Estás coqueteando conmigo, Jorge? —le pregunté en un tono pícaro.

—No, señora. No me atrevería a tanto —dijo y se levantó del sofá—. Si me disculpa, voy a prepararle unas tostadas francesas. Usted se ve más pálida de lo normal.

—¡¿Tostadas?! ¿En serio estás seduciéndome? ¿No te parece que estoy muy gorda para tus tentaciones francesas?

—Mi señora, ¿se burla de mí? Usted es la envidia de todos los que tenemos la maldición de vivir en un gimnasio para poder vernos decentes. Con lo perezosa y golosa que es, y me disculpa, su cuerpo luce siempre una formidable estructura.

El Vuelo de la Lechuza BlancaTempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang