2. Recuerdos.

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—Buenos días, señora Garcés. Bienvenida.

—Buen día, Rodrigo. ¿Por qué continúa llamándome así? Sabe bien que desde hace años no soy dueña de ese título.

—Mi señora Carmen Cecilia, usted siempre será para mí la señora Garcés.

No voy a negar que la pequeña conversación con el portero de la residencia me alegró el día. Creo que era el único que recordaba que yo también había sido una Garcés.

Frente a mí estaba el portón de delgadas rejas negras cuyos lados, al abrirse, separaban dos grandes letras: GF, enmarcadas en un escudo emplumado. El portero me hizo señas para que continuara por el camino empedrado que comenzaba en ese punto y se perdía dentro de un bosque de pinos, para salir más adelante a una pequeña colina en la que se encontraban las residencias.

La mansión de los Garcés Forbes era conocida en el valle por ser una de las más lujosas de la zona. Pertenecía a la familia desde remotas generaciones y en estos tiempos, albergaba a los tres últimos descendientes de la progenie.

Siempre era intimidante llegar a ella. Incluso antes de salir del pequeño bosque que la antecedía, podía verse en lo alto de la colina la inmensa estructura que formaba la casa principal y las cuatro alas que la rodeaban. Cada ala era una residencia en sí misma, pero se mantenían unidas por amplios corredores. Esto le daba la apariencia de un moderno castillo rodeado de esbeltas torres.

Recuerdo que cuando vimos la mansión de cerca por primera vez, Ana Julia se paralizó y a mí se me fueron las piernas. Imaginen a dos chicas, apenas saliendo de la adolescencia, alimentadas desde el nacimiento con altas dosis de cruda y dura realidad, cuyos sueños estaban enfocados en sobrevivir un día más frente a una mansión con altas paredes que se perdía de nuestra vista y de un blanco tan puro que resplandecía con los rayos del sol. Nunca fuimos chicas de creer en castillos encantados ni en príncipes azules, pero ese día nos embargó la emoción y nos sentíamos como ridículas plebeyas viviendo un cuento de hadas.

Salí del pequeño bosque y divisé en lo alto la casa principal. Mientras conducía por la colina giré la cabeza a un lado para observar el paisaje. Me encantaba la vista desde allí, aunque lucía un poco diferente a la de unos días antes en la que el verde se negaba a abandonar la escena. En ese momento el ocre comenzaba a ser el color predominante mostrando un sutil contraste con el blanco que aún permanecía intacto, de la residencia.

Mi vista se extendió hacia el horizonte y esto me trajo imágenes que recorrieron mi cuerpo como una fría corriente que chocó contra mi ánimo. El vasto terreno me recordó la aplastante influencia del poder de los Garcés. Cualquier lugar en el que posara mis ojos les pertenecía. Dueños de Valle Montalvo, eran reconocidos como grandes coleccionistas: propiedades, arte, autos, antigüedades, joyas; todo lo que tuviese valor y representará una gran inversión. Pero su colección más preciada, y menos valorada, eran sus mujeres.

Los hermanos Garcés habían sido bendecidos con una apariencia y un porte de dioses. Eso, aunado a la gran fortuna amasada por generaciones, les daba un pase directo a los corazones e ilusiones de toda mujer en edad de merecer. Los atributos anteriores les quitaba la obligación de ser amables, sinceros, honestos, cariñosos; en fin, buenas personas. No lo necesitaban, las mujeres llenaban gustosas las listas de espera para cuando ellos estuvieran disponibles.

Si las cuentas no me fallan, para el tiempo en el que comenzó esta historia que ahora les relato, Carlos Luis, el mayor de los hermanos estrenaba su quinta esposa; Juan Carlos, el del medio, contaba con su tercera. Carlos Augusto, el menor y más consentido sólo tenía a Ana Julia; sin embargo, una lista interminable de supuestas amantes le colgaba de los pantalones.

El Vuelo de la Lechuza BlancaWhere stories live. Discover now