7. Una nueva y peligrosa decisión.

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Salimos del rancho de la Biyumba y corrimos al auto lo más rápido que pudimos

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Salimos del rancho de la Biyumba y corrimos al auto lo más rápido que pudimos. No supimos en qué momento la oscuridad se había tragado los árboles y todo alrededor apoderándose hasta del aire que respirábamos. El canto nocturno de los animales parecía resonar en cada piedra aumentando su volumen. Iluminadas apenas con las linternas de los celulares me hice consciente del peligro que corríamos, no sólo porque el lugar se prestaba para una emboscada delictiva, sino por las serpientes y bichos ponzoñosos que habitaban la zona.

Nos encerramos en el auto y antes de encender el motor, rocié en mi cuerpo la botella completa de Agua de Sevilla que tenía en la cartera. Estaba asqueada con el olor a tabaco, aguardiente barato y jabón de azufre que nos perseguía. Si bien no fui yo la que se hizo la "limpia", sentía que todo ese nauseabundo menjurje con el que la vieja bañó a Ana se había impregnado también en mí.

Arranqué y salí en reversa por media cuadra. Ana permaneció en silencio con los ojos vidriosos y sus cejas ligeramente levantadas. Supongo que aún estaba en shock por haber tenido que soportar aquellas manos oscuras, de uñas asquerosas, piel arrugada y con manchas blancas tocando su cuerpo, incluyendo partes íntimas. Todavía no entiendo cómo lo soportó.

Ella me había pedido que me quedara acompañándola en el pequeño baño al aire libre que estaba detrás del rancho. Pero cuando ví cómo la vieja, con su boca de pocos y podridos dientes, tomaba un sorbo de licor escupiendo luego sobre Ana, no aguanté el asco. Corrí a un árbol cercano y descargué todo lo que había en mi estómago. Me quedé allí y desde lejos observé el proceso. Mi amiga tenía los ojos cerrados y tal vez no se dio cuenta, pero yo podría jurar que la bruja esbozaba una libidinosa sonrisa mientras frotaba la barra de jabón de azufre contra su bajo vientre.

Envueltas en un silencio que solo era interrumpido por el sonido del aire acondicionado a tope, llegamos de nuevo a la estación de servicio "El Paso". Si tomaba la carretera del oeste llegaríamos a la mansión en media hora.

—¿Te llevo a tu casa? —le pregunté por no dejar, ya sabía cuál sería su respuesta.

—¿Estás loca? No puedo llegar a la mansión oliendo a la maldita mierda de la bruja.

Me sorprendió la forma en la que se expresó. Volteé a mirarla con mis cejas levantadas y una sonrisa burlona. Hacía muchos años que no la escuchaba hablar de manera tan corriente. Con sorna le pregunté si había dejado "la clase" en el baño de la bruja. Nos reímos y eso relajó un poco el ambiente. Giré hacia el este y puse rumbo a la ciudad, de nuevo a mi apartamento. Durante la hora de regreso volvimos a ser aquellas adolescentes mal habladas y respondonas que la obligada decencia nos hizo enterrar.

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Cómo de costumbre, todo estaba impecable: la vajilla reluciente y en su lugar, los restos de porcelana rota en la basura, el visón de Ana colgado en el perchero y el jardín ordenado. Ningún rastro del desastre que habíamos dejado en la mañana. Sobre el mesón de la cocina había varios platos con la cena servida; Jorge supuso que llegaría cansada y hambrienta. Y tenía toda la razón, después de dejar el estómago en el pantano necesitaba llenarlo de algo, con urgencia.

El Vuelo de la Lechuza BlancaWo Geschichten leben. Entdecke jetzt