3. La Mujer en Cuestión.

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Me detuve en la entrada de la residencia principal y le entregué la llave al empleado para que estacionara mi auto, un porsche amarillo que formaba parte del antiguo contrato nupcial y al que le había tomado mucho cariño. Sin perder tiempo subí al piso en el que estaban los dormitorios. Tenía esta potestad gracias a mi condición de amiga de la infancia de Ana Julia; eso mantenía las puertas de la mansión abiertas para mí, ya que como cuarta exesposa se me habían cerrado.

El sol se asomaba cándido por el horizonte, pero la habitación principal estaba preparada para la hibernación. El terciopelo opaco de las gruesas cortinas impedía el paso de la luz, haciendo que aquel lugar pareciera los aposentos de la dama de las tinieblas. El oxígeno era algo que también estaba ausente, atrapado en la asfixiante nube de humo que aprisionaba los pulmones y que provenía de las múltiples colillas de Marlboro Gold atiborradas en el cenicero de cristal d'arques.

Después de estornudar varias veces y de disipar la nube que me perseguía, logré llegar hasta una de las ventanas. Descorrí la pesada tela carmesí, luché contra el cristal ahumado hasta destrabarlo y dejé entrar al nuevo día. La luz cayó suavemente sobre las bolsas oscuras que habían tomado por asalto los ojos de la mustia durmiente. Todavía no cumplía los cuarenta, sin embargo, su rostro arrugado huyendo de la claridad la hacía ver como una persona de ochenta muy desamparada.

Por su aspecto supuse que había estado navegando en su mente, sin rumbo, durante todas las horas que separan el ocaso del alba. Me sacudió un profundo malestar al verla así. ¿Por qué se empeñaba en seguir con ese juego masoquista?

Cuando la piel de su rostro se acostumbró a la tibieza del día, abrió los ojos. Sus pupilas se quedaron fija en el techo, absortas en las figuras plateadas que el polvo de nácar creaba con la luz natural.

—¡Levántate! —le dije casi como una orden.

Mi tono de voz la golpeó sin piedad obligándola a salir de la abstracción. Por costumbre, volteó su rostro a un lado esperando encontrar la huella del huésped que a veces habitaba la parte derecha de su cama. Pero las pequeñas arrugas que se notaban en la sábana eran las que había dejado su propio cuerpo en los pocos minutos que la venció el sueño.

—Anoche tampoco vino a dormir —me dijo sin saludar siquiera. Resopló haciendo un mohín y decidió levantarse.

Sus pies huesudos se posaron distraídos en las frías baldosas de mármol. De inmediato contrajo el rostro, la sensación hirió sus plantas descalzas como si en lugar del piso estuviera caminando sobre una panela de hielo. Esto no le importó, continuó hasta la cómoda y se sentó con pesadez en la pequeña butaca. Con desgano tomó el cepillo de cerdas naturales y se peinó. El trasnocho se le colgaba de las mejillas y se reflejaba cruelmente con oscuras manchas en su semblante maduro.

Hastiada de la deprimente escena decidí irme de ahí. Ni siquiera sabía por qué había atendido su llamada tan temprano. «¿Acaso soy su mucama?» me pregunté.

—Te espero en el jardín junto a la piscina —le dije, y sin más, salí de la habitación.

                                              🦉🦉🦉🦉🦉🦉🦉🦉🦉🦉🦉🦉🦉

El área alrededor de la piscina estaba cubierta por una alfombra de hojas secas que el jardinero no recogía aún. Todo lucía tan envejecido como la propia dueña de la casa. Sin embargo, no era la anticipada presencia del otoño lo que le daba a aquellos espacios un aire de decadencia y abandono. Era la ausencia, pero no de cuerpos, sino de vidas. La piscina, la cancha de tenis, incluso el campo de golf ya no se usaba para liberar el estrés en los ratos libres. Desde que los hijos Garcés tomaron el control, aquellos espacios eran centros en los que se cerraban negocios dudosos, se compraban conciencias y hasta se elegía a un gobernador o presidente de estado. Ya no eran disfrutados por cuerpos calientes, sino por cuentas bancarias y cargos políticos.

El Vuelo de la Lechuza BlancaWhere stories live. Discover now