5. La Biyumba

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Decidimos alquilar un auto para el recorrido que nos tocaba hacer. No era prudente que nos vieran entrar en aquella zona con vehículos tan llamativos como su camioneta Ranger blanca o mi Porsche amarillo. Con el sol levantándose a nuestra espalda conduje por la autopista una hora hasta la encrucijada. Muy a mi pesar me tocó llevar el volante, Ana Julia nunca aprendió a manejar el tipo de autos con velocidades que había disponible en la agencia.

Me detuve en la estación de servicio que llamaban El Paso. El vehículo no requería gasolina, pero yo sí necesitaba calmarme y respirar. Con el simple hecho de saber que me dirigía a La Concepción, mis nervios se alteraron. Todavía me parecía increíble que me hubiese dejado convencer por mi orgullo y que estuviera desandando el camino que juré nunca más volver a recorrer.

—Estamos a tiempo de detener esta locura, Ana. ¿De verdad quieres regresar a ese lugar? ¿Olvidaste lo que prometimos? —Mi voz salía entrecortada, en serio sentía que me faltaba el aire.

—No seas ridícula, Cecil. Ya no somos las mismas, ¡supéralo! Además, deberías sentirte orgullosa de regresar como la mujer exitosa y con clase que eres ahora. Si tú padre te viera, se le caería la quijada y los ojos se le quemarían.

—¡No lo digas ni en broma! ¡Lo último que deseo es que esa bestia me vea!

No pude evitar estremecerme con la sola mención de mi padre. Pero en algo tenía razón Ana Julia, él no podía volver a tocarme. Ya no era la misma y no tendría ningún reparo en hacer que sus huesos se pudrieran en una cárcel, sólo por mirarme.

¡Sí! Es justo lo están pensando. Mi vida en La Concepción no fue un lecho de rosas; ni siquiera se asemejaba a las inocentes y coloridas flores silvestres del campo. Tampoco la de Ana fue buena; pero al menos estaba con su madre y sus hermanos que siempre la apoyaron en todo. Ella sólo tenía que lidiar con el hambre de cada día. Yo, además del hambre, tuve que lidiar sola con un padre borracho, abusivo y golpeador. Supongo que comprenderán ahora por qué me fue tan fácil soportar a Carlos Luis; ya tenía años de experiencia.

Me repetí mentalmente que debía concentrarme en mi propio objetivo; eso me dio valor y fue suficiente para ayudarme a continuar. Saliendo de la estación gire a la derecha rumbo a la costa. El paisaje se fue transformando con los kilómetros recorridos. La frescura de los frondosos árboles del valle dio paso a las delgadas palmeras, y al calor seco y salobre del mar. En hora y media más de correr asfalto, entramos en la zona del caos.

El sol ya estaba en pleno desarrollo cuando el letrero, amarillento y corroído, nos dio la bienvenida a La Concepción. Era difícil controlar las ganas de devolverse y olvidar todo el asunto, al ser golpeadas de frente por aquella mezcla de olores nauseabundos que despedía el lugar y que penetraba, ácido, por el aire acondicionado. Una pestilencia a la que nuestras narices le habían perdido la costumbre.

Después de veinte años sus calles seguían siendo habitadas por seres salidos de un mundo surrealista: deformes, sucios, con rostros hostiles, medio desnudos. Hurgando en inmensas bolsas de basura para hacerse con un pedazo de pan. Todavía podía verse a niños de cabeza grande y cuerpo de esqueleto, descalzos, correteando entre lodo y excremento, peleando a los zamuros su alimento. Era como si el tiempo no hubiese pasado por esta dimensión.

Los ojos de aquellos seres nos observaban desde su grotesco cuadro abstracto; sentían curiosidad de nosotras porque éramos lo único definido que había alrededor. Nunca supe por qué le pusieron el nombre de La Concepción, a una comunidad que parecía más un campo de concentración que de vivienda. En ese lugar era lo mismo ser perro, rata, cochino o niño porque todos eran tratados en igualdad de condiciones, en torno a una misma miseria.

Con la nariz fruncida, aguantando el asco y deteniendo los recuerdos para que no me devorarán, continúe manejando hasta el final de la calle principal. Era la única que estaba cubierta con una delgada capa de asfalto. Ana Julia no hablaba, pero en su semblante se notaba que estaba tan afectada como yo. Erguida en el asiento, con la mirada clavada al frente; ni siquiera quiso voltear cuando pasamos por el callejón en el que aún se encontraban restos de la casucha de su infancia. El recuerdo de la miseria del pasado se le estaba colgando en su piel morena y se reflejaban en los ojos salidos y la respiración retenida.

El Vuelo de la Lechuza BlancaWhere stories live. Discover now