VI

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A Jacinto los días le parecen menos largos desde que César le hace compañía. Verdad que no es su labor principal ahuyentar la soledad que le agobia, cierto que el hombre está siempre presente cuando el niño lo solicita y no parece molestarse cuando lo sigue descalzo por el palacio en ese ir y venir aburrido, pero necesario.

No sabe cuántos días han pasado desde que el Emperador se ha marchado, menos aún el tiempo que tardará en volver. Han sido ya muchas las lunas sobre el horizonte y pesadas las horas sentado junto a la ventana, a oscuras cuando el silencio todo lo engulle y nada más que el anhelo y la necesidad propias de un Omega marcado recurren a él, incluso si el niño es incapaz de entender del todo que es eso que su inconsciente le exige con urgencia.

Pero este día en especial, Jacinto siente que el cielo es gris y el palacio más frío que de costumbre, y la presencia de César poco o nada ha logrado animarlo, incluso cuando el hombre insistió casi con desespero ser él mismo quien bajara los frutos del duraznero para llevárselos a sus aposentos, allá donde no existe riesgo de caer del árbol y terminar sumergido en las aguas poco profundas de la fuente en medio del jardín trasero.

Y ahora Jacinto está ahí, sentado sobre la cama mullida, con un par de duraznos a medio comer regados sobre el lecho, haciendo un desastre en el piso y uno más entre su mano pequeña. El niño llora, no hay razón aparente. Estando a solas no sería la primera vez que lo hace, pero en ocasiones anteriores ha sabido adivinar que su tristeza se enraizaba en el abandono al que es sometido y a la espera que suele resultarle interminable y dolorosa.

Pero esta vez no sabe por qué las lágrimas le nublan la visión antes de bajar por sus mejillas. Jacinto sigue sollozando y trata de limpiar los rastros de su aflicción con la mano que tiene libre. La levanta y la pasa sobre su rostro pegajoso gracias al néctar del durazno que termina soltando hasta que la fruta llega al filo de la cama.

Entonces el Omega se lleva ambas manos al rostro y sigue llorando. "Vuelve...", susurra entre sollozos y solo entonces parece que hay un poco de lógica en sus sentires volubles. Su pequeño cuerpo se hincha a cada suspiro quebrado que busca llenarle los pulmones de aire y el temple de calma. Pero nada sirve, no ahora que algo dentro suyo exige la presencia del Emperador y los malos pensamientos le inundan la mente con el miedo y la desesperación de saberse lejos del Alfa.

Jacinto se levanta, sus piernas tiemblan cuando por fin el jade le besa los pies. Es de noche, las antorchas no están prendidas y las voces de la servidumbre no se hacen presentes.

Así que el niño va a tientas entre los pasillos, con una mano sobre la boca para calmar el dolor hecho gemido que brota desde lo más profundo de su desespero. No quiere hacer ruido, que nadie escuche sus lamentos que le parecen ya tan vergonzosos.

Sigue andando, hay un poco de luz de luna que entra a través de los cristales de las ventanas; el eco de sus pasos es difuso, diminuto porque va en puntillas a un lugar que el instinto le dicta y que se adivina menos confuso cuanto más cerca se encuentra.

Llega al fin y el aroma picante de un hombre ausente le acaricia ligero haciendo que los sollozos de Jacinto aminoren. Entonces siente a penas un poco de calma y las lágrimas parecen tener intención de dejar de manchar con desdicha sus enormes ojos negros.

El niño pega las manos a la enorme puerta, la empuja un poco, pero nada. La expresión en su rostro cambia de la tristeza a la confusión antes de volver a intentarlo, pero la situación nada cambia: la fuerza de sus brazos no es suficiente para hacer ceder a la madera que le impide el paso a los aposentos del Emperador.

La quijada le tiembla un poco ante el hallazgo, porque esta noche más que ninguna antes la soledad es cruel condena y la única solución inmediata que el Omega ha encontrado en hundirse en el lecho del Emperador, llenarse de su esencia de Alfa y así tratar de apaciguar su desconcierto.

EL AMANTE DEL EMPERADORWhere stories live. Discover now