II

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El Emperador lo vio una primera vez hace tres años.

Observó al niño correr descalzo en los pastizales, escurrirse entre el ganado en dirección a la felicidad que solo un espíritu joven, ajeno a la vulnerabilidad que le es propia, encuentra en el lejano y brillante astro que corona sus días.

Pero entonces todavía él no era Emperador, era solo una promesa que se antojaba lejana.

"Estos son nuestros vecinos, nuestros aliados. Sé bueno con ellos", le advirtió su padre. Y él asintió como si realmente estuviera dispuesto a respetar juramentos que no eran suyos.

Luego pasó y la enfermedad purulenta decidió premiarlo al dejarlo huérfano de padre, pero gobernante de un pueblo entero.

Y no hubo en todo el Imperio alguien que no supiera su nombre ni quien no inclinara su cabeza ante su imperiosa presencia.

Los Alfas, gallardos en su completa necesidad de alabanza y reconocimiento, juraron lealtad al nuevo líder y regaron con sangre el caos que fueron obligados a sembrar en nombre del nuevo Emperador. Y a cambio fueron bendecidos con tierras propias y Omegas a los que fecundar.

Entonces más y más se sumaron a ese ejército fatal y destructivo a la espera ansiosa de recompensa y ascenso. Y las batallas en tierras más allá de donde la vista en la torre más alta del palacio, esa donde Jacinto está recluido sin saberse todavía prisionero, se volvieron más sanguinarias y violentas.

¿Cómo podría Jacinto imaginarlo? Que su nombre es el motivo de la guerra y las tierras arrebatadas serán pintadas de verde, llenadas de ganado y solo así él podrá volver a correr descalzo sobre los despojos ya invisibles de una batalla injusta.

Y que no se atrevan nunca a ensuciar con la verdad los castos oídos del Omega, porque él ha venido al mundo a disfrutar de la belleza y no a ser penitente de un dolor nacido de la culpa y la desdicha de saberse cómplice de algo que jamás ha deseado.

Han pasado tantos días que es imposible contabilizarlos. 

El Emperador ha vuelto, victorioso como lo ha sido desde el momento en que el Imperio se volvió suyo y las palabras sobre su lengua se convirtieron en ley.

No ha querido detenerse ni un solo momento, aun cuando sus tropas merecían un descanso después de días y noches enteras arriesgando su diminuta existencia contra un enemigo igual de insignificante.

Y de nuevo en casa, solo han recibido elogios.

Despide a sus Alfas, sus guerreros. Ya después él decidirá qué es lo que cada uno merece por sus afanosas proezas.

Entonces entra al palacio.

No hay rastros de guerra, el olor de la sangre en el aire está ausente. Todo cuanto en ese lugar permanece es completamente ajeno al campo de batalla, a los gritos y las espadas desenvainadas.

Que se quede así, tan solo una burbuja de fantasía estancada en los límites del tiempo. Un paraíso perdido que resguarda aquello que al Emperador le es más preciado.

Camina y el eco de sus pasos es discreto aviso de su vuelta. Y a lo lejos, el tumulto ansioso de quien se alegra ante su llegada le da la bienvenida.

Jacinto corre por el pasillo y su castaño cabello se mece gentil a cada lado de su rostro. Su cuerpo pequeño, resguardado celosamente por el algodón y las perfectas costuras con que su túnica ha sido confeccionada para él, parece flotar sobre el piso de jade, igual de blanco que sus tiernas intenciones.

El Emperador apenas ha abierto los brazos y el peso de un cariño cálido ya le cuelga del cuello. Él entiende, también lo ha extrañado después de días privado de su presencia. Pasa sus brazos fuertes, sus brazos condenados, alrededor de la cintura estrecha del Omega y solo entonces los pies descalzos de Jacinto dejan de tocar el suelo frío al que ya se ha acostumbrado.

EL AMANTE DEL EMPERADORWhere stories live. Discover now