IX

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El camino de vuelta le ha parecido más largo.

Nada más su mente fue llenada con los tiernos recuerdos de Jacinto, el Emperador ha decidido regresar al Imperio.

Son menos los guerreros que lo acompañan, algunos han muerto y otros tantos son celosos guardianes de lo que ya le pertenece.

Montado sobre su caballo no tiene intención de volver la mirada, atrás no hay nada que pueda necesitar.

La vista al frente, siempre al frente.

Y ahí lo observa, alto y gallardo, su palacio le da la bienvenida; y si aguza suficiente la mirada, quizá sea capaz de notar a la pequeña criatura que espera ansiosa su llegada.

Jacinto ha sido lo único que ha rondado por su mente desde la caída del último pueblo que ha decidido tomar. Piensa que a esa nueva tierra conquistada va a cambiarle el nombre por uno más digno, uno que suene suave y dulce en los labios de su queridísimo Omega, porque el niño no ha de pronunciar jamás palabras toscas, viles o extrañas.

No, su voz gentil no está hecha para ellas.

Solo para lo que es bello, para nombrar a las flores y los animales. Para dar las gracias y vitorear sus hazañas.

Para recordarle que lo ama, para pedirle que no lo deje.

"Mi Emperador, al parecer hay unos cuantos Omegas que no despiertan, allá atrás en las carretas, ¿qué hacemos con ellos?", se apresura un Alfa a darle alcance y exponer la preocupación que le aqueja.

"Desháganse de ellos", contesta el Emperador y no hay en su rostro atisbo de duda.

El guerrero asiente, si los cuerpos inertes de los Omegas desnutridos y temerosos que han traído con ellos le fueran de utilidad, no habría preguntado en primer lugar.

Pero el hedor es ya insoportable y es preferible para todos hacer espacio en las carretas para los puercos y las gallinas que los pobladores les obsequian como muestra de su gratitud.

El Emperador escucha al Alfa mientras se aleja y cuando ya no puede verlo por el rabillo del ojo, levanta uno de sus fuertes brazos y sigue con la mirada los cuatro surcos rojizos e hinchados que parecen palpitar toda vez que el gobernante supremo pone su atención sobre ellos.

Hace una mueca, apenas perceptible. Las heridas en su brazo son recordatorio de la bajeza en la que ha caído la noche anterior.

Y es que es verdad, además de ser el Emperador, es también un Alfa. Y siempre que su naturaleza se lo ha exigido, no ha tenido más remedio que acallar su instinto en los débiles brazos de los Omegas que ahora son botín de guerra.

No marcó a ninguno, no merecen tal favor. A sus ojos, y los de su pueblo, esos seres son menos que esclavos, apenas sustitutos de los animales de corral.

Y aquellos que han tenido la osadía de ofenderle, así como la Omega de la noche anterior, han conocido la fuerza de sus puños y el ardor de su molestia. Es posible, ciertamente, que sean los mismos que sufrieron sus embates quienes ahora yacen fríos a cada lado del camino principal.

Pero su vida poco vale y todavía menos útiles son tras su muerte.

Para el Emperador tan solo uno es bello y preciado, únicamente Jacinto es merecedor de cariño y de obsequios.

Y sobre todo, merecedor de su infinita piedad.

Otra vez es ese niño de piel bronceada y ojos obscuros quien se abre paso en sus pensamientos. Aunque el Alfa no lo permite, aunque trate con todas sus fuerzas de centrar su atención en algo más que bucles marrones y labios rojos, todo hilo lógico, y también toda ruta irracional, desemboca en el mismo lugar: Jacinto.

Sonríe y no nota que el cielo arrebolado es un presagio mal encubierto.

EL AMANTE DEL EMPERADORWhere stories live. Discover now