III

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"Por la tarde partiré de nuevo", le dice el Emperador a Jacinto quien desde hace cinco noches comparte lecho con él, en su habitación, matando el sueño en jadeos.

El Omega se incorpora, está un poco cansado, tiene el cuerpo lleno de manchas rojizas, moradas y un par de marcas de dientes le adornan los muslos y el cuello. Pero nada de eso le molesta ni tiene el poder suficiente para impedirle acercarse hasta donde el Alfa se encuentra, sentado al filo de la cama.

Jacinto pega su pequeño pecho a la espalda cuadrada y llena de cicatrices del Alfa. Siente su tibieza y el suave latir de su corazón.

"No te vayas", suplica el niño. El Emperador solo niega con la cabeza.

"Tengo que hacerlo", le contesta, hay verdadero arrepentimiento en sus palabras, en el tono con que las ha pronunciado.

"¿Es porque lloro cuando hacemos eso? Te prometo que no lo volveré a hacer, pero por favor, no vuelvas a dejarme solo...", pide de nuevo, los ojos se le llenan de tristeza, pero no quiere mostrarse débil, no puede derramar una sola lágrima a riesgo de incentivar el deseo de marcharse del Alfa.

El Emperador inhala, no hay nada que pueda hacerse. Solo aceptar lo que se advierte inevitable y no darle más vueltas al asunto. Así que no le contesta, se levanta del lecho dejando al niño ahí, con el desespero a punto de desbordarse de sus ojos obscuros y el frío de una respuesta muda se adivina sentencia.

No voltea ni una sola vez antes de dejar la habitación y en ella lo único que más atesora y teme perder. "¿Es que no ves que todo esto lo hago por ti?", se pregunta el Alfa a sí mismo mientras atraviesa los pasillos del palacio y la servidumbre agacha la mirada ante su presencia, abriéndole paso a su señor en su andar liviano y vigoroso. Y no levantan la cabeza sino hasta que el eco fuerte de sus pasos ya no alcanza sus oídos.

Solo entonces todos murmuran, en la punta de su lengua una saliva venenosa que busca malintencionadamente manchar la juventud y buena salud de Jacinto, de ese terrible "Tres Cobres" que no padece lo que ellos, lo que le es merecido de acuerdo a su estatus de propiedad y su condición de Omega.

El Emperador sale y el ambiente se vicia de vítores, de aplausos y risas. Es su pueblo, bendecido por los dioses al colocarlo a él como gobernante del Imperio. Son su Alfas, sus guerreros valerosos que no temen ni al dolor ni a la obscuridad y mucho menos a la muerte. Con su líder hasta el final, hasta que no quede nada.

Les sonríe, tiene todo cuanto ha anhelado y está a punto de hacerse con todavía más. Más tierras, más hombres, más recursos, más piedras preciosas con las que adornar a su dulce compañero nocturno.

Anda entre su ejército y un Alfa camina a su encuentro ofreciéndole un nuevo caballo, el anterior a ese no ha soportado la rudeza del campo de batalla y ha perecido, hambriento y debilitado, en tierras lejanas de las que ya ni siquiera recuerda el nombre, pero de las que ahora él es dueño.

Está a punto de montarlo cuando un toque áspero, aun así delicado, le ha besado el hombro. El Emperador se detiene y todos parecen contener la respiración. Se da la vuelta, encara a quien se atreve a interrumpirlo: es un Alfa, eso es evidente nada más verlo. El rostro del intruso se adivina joven bajo una barba larga y descuidada, sus ropas apenas harapos que le cubren. Pero hay más, algo extraño en su mirada difusa y añorante, algo terrible en sus labios resecos y en ese bulto desde donde debería ver nacer un brazo fuerte.

"Lléveme con usted, Emperador", solicita y su voz es más profunda y grave de lo que hubiera imaginado. Risas y murmullos se levantan y el Emperador apenas esboza una media sonrisa. "Lléveme con usted, se lo suplico", repite. Pero, ¿cómo va a llevarlo?, a él, a ese hombre extraño y harapiento... incompleto. Sería solo una carga para él y para su ejército. Aunque no puede ser tan cruel, no con su gente, no con su pueblo. Menos aún con alguien que, como él, goza de ser un Alfa, un ser supremo.

EL AMANTE DEL EMPERADORWhere stories live. Discover now