XXX Despedida

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Aprietan filas los infantes imperiales sin saber bien que hacer, desconcertados ante el precipitado devenir de los acontecimientos y huérfanos por la muerte de su almirante y heredero al trono de su imperio.

Apuntan un centenar de fusiles a la princesa que parece no inmutarse, permanece con el cuerpo erguido tiritando ostensiblemente mientras mantiene la mirada perdida al frente, hacia ninguna parte, incapaz de asimilar la pérdida del hombre al que tanto ama. Solo puede repetir susurrando una y otra vez su nombre, quizás esperando que aparezca como hacía siempre, con una de sus bromas o en un increíble truco de magia.

Avanza lentamente la Barracuda desde la proa en búsqueda de la desconsolada muchacha. Se apartan los imperiales dejándola paso, bajando sus armas y sus miradas. Llega la comandante al lado de su amiga, le quita la pistola de la mano y la tira al mar. Húdié hace un pequeño amago de caer desmayada, incapaz de mantenerse por más tiempo erguida. La comandante la recoge entre sus brazos con ternura y cariño.

—Se fue. Inés, Olaf ha... —murmura en un susurro casi inapreciable.

—Sí, querida. Se ha sacrificado por ti y por la vida que llevas dentro, prefirió entregar su vida a que esto se convirtiera en una carnicería. —Hace un gesto con su mano levantando la barbilla de Húdié para mirarla fijamente—. Ahora tienes que ser fuerte y aguantar entera sin venirte abajo. No quiero ver en tu rostro ni una lágrima. Este era el plan que trazó Olaf y aunque no dijo nada a nadie, él había previsto esto de esta manera. Ahora nos toca a nosotros seguir con la función que el marcó. ¿Estás conmigo?

—Sí, no te preocupes. Vamos... —Húdié se suelta del abrazo de la comandante y mira hacia los imperiales con semblante serio y desafiante.

La Barracuda se da la vuelta en busca del enemigo para dirigirse hacia ellos con pose firme y altanera. 

—¡Bien, señores! Entreguen las armas y rindan el barco, serán devueltos al resto de su flota para que puedan irse. Tienen mi palabra de comandante.

—Eso es inaceptable, ni es lo acordado en el duelo —advierte en tono molesto el capitán de fragata, nuevo oficial imperial al mando de la Victoria tras la muerte del almirante, a la par que sale de la formación escoltado por un puñado de oficiales con sus sables en mano.

—¿Cómo se atreve? El acuerdo entre los dos duelistas fue que el markado que quedara con vida se haría dueño del barco y, el único markado que hay con vida es el que se encuentra en este vientre —resuelve molesta la pirata mientras señala hacia la barriga de su acompañante.

—¿Y cómo sé yo, que eso que dice es cierto y no un ardid para engañarnos? —insiste el imperial apuntando con la punta de su espada hacia la cara de la comandante.

—Porque lo dice la emperatriz de Oriente y su palabra para mí es suficiente. —La Barracuda aparta la espada de su rostro de un manotazo.

—Insisto, eso es inaceptable... —Retoma desafiante la posición de su sable el instigador.

Molestos por el desplante a su comandante, los piratas apuntan nuevamente sus mosquetes hacia los imperiales, muchos de ellos ya entraron en los castillos de proa y popa de la Victoria tomando mejores posiciones y teniendo una situación ligeramente ventajosa frente al enemigo. Aguardan los asaltantes con espadas, hachas y hasta puñales en mano a la inminente señal de su comandante para el inicio del combate. Los defensores cierran nuevamente sus filas apuntado sus arcabuces calados con bayonetas que entre todos apelotonados parecen un enorme erizo de mar.

Se masca la tragedia. El enfrentamiento es inminente e inevitable, breve instante que precede a la tormenta. Un simple tiro escapado y todo saltará por los aires, arrastrándolos a todos  a una segura masacre.

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