XII Lorenzzo

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Algunas nubes lejanas que cabalgan por un cielo despejado y claro, llegando desde el mar y apretándose sobre las siete colinas, hacen presagiar la terrible tormenta que rauda se precipita sobre Roma, la capital del Imperio. El frío es intenso pero amortiguado por el calor humano que desprenden los veinte mil espectadores que abarrotan la cávea, formada por un inmenso graderío de veintisiete filas superpuestas de asientos, del inmenso teatro de Pompeyo clavado en el mismo corazón de la ciudad sobre los Campos de Marte. Nadie en la ciudad quiere perderse la adaptación que Lorenzzo el Veneciano ha preparado de la épica hazaña de Ángelo I fundador de la Nueva Roma.

El silencio es sepulcral, la expectación máxima cuando en la última parte de la función, el admirado actor grita ante un decorado superpuesto sobre el porticus que imita al senado de asientos vacíos, llamando a la resistencia de los hijos de la loba como ocurrió mil años antes. 

En la orchestra semicircular, enclavada bajo el graderío, el emperador observa desde la primera fila con rostro impertérrito la actuación de su hijo menor; a su diestra su hijo mayor y heredero mira con desprecio a su hermano en una creciente rabia y odio que ni puede ni intenta disimular, no dejó de protestar ni quejarse durante toda la función. A izquierda del señor de Roma, su esposa, la emperatriz Claudia observa con admiración y cariño a su amado sobrino, heredero de la más importante familia que dio la ciudad en toda su historia, la sangre del mismo Julio César corre por sus venas; además, se regocija en silencio ante el malestar que despierta Lorenzzo en su despreciado hijastro; aún así, una mala sensación recorre todo su cuerpo, teme el incontrolado e iracundo carácter del heredero, pero más aún, la reacción que pueda tener su esposo ante la presencia de su vástago menor.

Mientras continúa la función, el actor, dando la espalda a su público y señalando al decorado de tela, grita de viva voz:

«No, no son los bárbaros, estimados padres de la patria, los que pisotearon la libertad de nuestros pueblos, la igualdad entre hermanos, la justicia de nuestras leyes. No, no son ellos los que ahora sitian las murallas de esta ciudad con intención de arrasar nuestras escuelas, academias y teatros, nuestros monumentos y templos, nuestros hospitales, tribunales y edificios públicos. No, no serán ellos los que acabarán con nuestra utopía y nuestro sueño.

»Tampoco fueron nuestras legiones que lucharon como bravos hasta la total aniquilación, ni nuestros gremios, tampoco los maestros y filósofos, ni los poetas, ni los arquitectos que diseñaron una ciudad para la eternidad con tanta devoción y belleza. No, no será ninguno de ellos.

»Seréis vosotros padres de la patria, vosotros los que marchitaréis la flor más bella, despertándonos del abrazo de Morfeo. Vosotros los más elocuentes y preparados, los más dignos, íntegros y honestos, sabios entre los sabios. En vosotros depositó el pueblo libre su confianza y ahora huis con el oro robado, abandonándolo a su suerte. Cobardes, corruptos, traidores».

El Veneciano detiene de golpe su disertación, llevando al clímax de la exaltación de miles de almas hambrientas de más que, en incontrolado impulso, rompen en gritos de desbocada rabia de insultos a aquellos a quienes el actor alude. Y en un inesperado pero calculado giro, el único actor que permanece sobre el elevado pulpitum se da la vuelta y estirando su brazo muestra desafiante la marca de su brazo, la misma que tenía el refundador de Roma, y comienza a señalar lentamente a las autoridades que ocupan los asientos de la orchestra, los más distinguidos hombres de la Nueva Roma que conforman la actual Curia: senadores, generales y almirantes, sacerdotes y obispos, pretores, procónsules y cónsules llegados de muchas provincias a lo largo del Imperio.

MarkadoWhere stories live. Discover now