«¡Oh dioses! ¡Qué motivo de pesar tan grande le ha llegado a la tierra aquea!»

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A pesar de mis esfuerzos, consiguió su objetivo: lágrimas de dolor y rabia mojaron mis mejillas en un llanto de profundo pesar. La impotencia de saber que me encontraba frente al asesino de mi hermano y que no podía hacer nada era peor que cualquier daño físico que aquel hombre pudiese infligirme.

»—Has oído bien —afirmó con una sonrisa sádica—. Tu hermanito imploró por su vida hasta su último aliento, pero fue en vano. Acabé con él de todas formas.

Un agotamiento extremo, motivado no solo por el dolor físico, sino también mental, comenzó a extenderse por todo mi cuerpo, haciendo estragos en mi sistema. A pesar de mi situación, y a sabiendas de cuál sería su siguiente paso, alcé la vista hacia él, quien me devolvió la mirada, expectante. Tragué con fuerza, tratando de humedecer mi garganta, y me erguí todo lo que mi condición me permitió. Cuando hablé, lo hice con voz ponzoñosa:

—Púdrete.

El desconcierto llameó en su semblante, llevándose consigo su actitud altiva. Él esperaba que un humano vulgar como yo suplicase por su vida, como mi pobre hermano lo había hecho, pero no iba a darle ese gusto. Si iba a morir, que así fuese, pero lo haría en pie y confrontando a mi asesino.

—Bien —concordó con un asentimiento de cabeza. En cualquier otra circunstancia habría reparado en el respeto que refulgía en sus ojos ante mi manera de afrontar la situación, pero en ese momento me limité a cerrar los míos, anegados por las lágrimas. Sentí como su agarre sobre mi cuello se afianzaba—. Que así sea.

Mis pensamientos deambularon hasta una casita de París, con suelos de madera y paredes infinitas. En ella se respiraba el olor del hogar, que, en mi caso, era el aroma del jabón casero con el que mamá lavaba la ropa, mezclado con alguno de los guisos tradicionales de papá.

«Lo siento muchísimo», pensé.

Ahogué un lamento y aguardé por algo que nunca llegó.

—Está claro que lo tuyo no son las mujeres.

La voz impertérrita de Apolo llegó a mis oídos. Este se encontraba en la entrada del pasillo, a nuestro costado, y no estaba solo. Un sollozo abandonó mis labios cuando visualicé a Diane, quien, portando un arco listo para disparar, miraba a mi acompañante con verdadera ira.

—Un solo movimiento y será el último que hagas —amenazó mi amiga al tiempo que tensaba, aún más, la cuerda del arco—. Suéltala. Ahora.

Tan pronto como la atención de mi agresor se desvío hacia los recién llegados, relajando su agarre sobre mí, mis rodillas se doblaron ante el peso de mi cuerpo, haciéndome caer al suelo. Un sudor frío me pegaba el pelo a la frente y al cuello, al tiempo que una densa negrura comenzaba a extenderse ante mí, estrechando mi campo de visión.

El hombre dio varios pasos, acercándose a mis amigos, antes de hablar:

—Sabes tan bien como yo que no puedes dispararme, Artemisa.

Desde mi posición vi cómo esta última se enderezó, calibrando su peso; preparada para pelear.

—Y tú sabes que me condenaría por protegerla —dijo con voz tensa—. Aléjate de ella, Poseidón.

Parpadeé varias veces, sorprendida, tratando de enfocar la silueta de las tres figuras que me acompañaban. Al parecer la amenaza de Diane surtió efecto, pues el dios de los mares alzó las manos en señal de rendición y se apartó de mí finalmente. La respuesta de ella fue inmediata: la tensión que mantenía tirante la cuerda de su arco desapareció, de manera que guardó la flecha en el carcaj que colgaba a su espalda y corrió hasta arrodillarse a mi lado.

—Sophie.

Sus manos, delicadas, pero firmes, palparon mi torso en busca de cualquier herida. Un grito estrangulado brotó de mi garganta cuando llegó a la zona del costado sobre el que había caído. El horror titilaba en los ojos de mi amiga cuando nuestras miradas se cruzaron. Abrí la boca para decirle algo, cualquier cosa que rebajase su preocupación, pero lo único que obtuvo de mí fue un arranque de tos bastante alarmante.

É R I D E [PÓLEMOS #1] | TERMINADAWhere stories live. Discover now