Capítulo 27

1.2K 52 5
                                    

— Bela, la maleta, corre — me avisó mi madre.

Me di la vuelta para ver que era lo que estaba pasando y, al girarme, vi la maleta caer cuesta abajo por las escaleras mecánicas del aeropuerto.

Corrí para darme aún más prisa, intentando no caerme, pero terminó de caer mi maleta al suelo.

— Esto si que es una buena bienvenida a Los Ángeles — dije con ironía.

Mis padres se rieron y me ayudaron a llevar algunas cosas. Iba bastante cargada, por eso, cuando solté la maleta para agarrar bien todo lo demás, se cayó.

Además, estaba muy cansada y me flaqueaban los brazos, por lo que, si aguantaba más peso, se me iba a caer todo.

Salimos mientras mi padre llamaba a uno de sus secretarios para que guardara su coche, el que nos llevamos al aeropuerto de Madrid, en el garaje, y llamaba a otro de ellos de aquí, de California, para que nos llevara a casa.

Estuvimos unos veinte minutos esperando en la puerta del aeropuerto a que llegara. Se estaba demorando bastante, y no quería parecer una desesperada preguntando cada minuto cuánto le quedaba, pero estaba tan agotada que podía haberme tirado en el suelo a dormir.

Mi padre estuvo avisándome de que me despertara cada vez que me veía cerrando los ojos, pero era inevitable. Lo seguí haciendo. No podía ni levantarme, y no era por parecer exagerada, pero si me tenían que llevar arrastrando como a las maletas, no me hubiese quejado.

Al fin llegó el suso dicho, disculpándose cuando me vio pálida y con mala cara, y saludando con un choque de manos a mi padre. Thomas y él se llevaban bastante bien. Más que su secretario, era su amigo.

Todo el mundo que los veía trabajando juntos observaban profesionalidad, seriedad, organización y compenetración. Pero fuera del trabajo, Thomas Anderson y Dylan Martin eran como dos niños pequeños a los que les apasionaba jugar, concretamente a videojuegos. No lo veía mucho ya que su zona de trabajo estaba alejado de mi casa, pero las veces que lo veía era con mi padre en mi sala de estar.

Guardamos todo como pudimos en el coche y nos subimos. Nada más apoyar la cabeza en el respaldo de mi asiento se me cerraron los ojos en cuestión de segundos. Tardamos más en llegar ya que había tráfico, como siempre, pero lo agradecí porque pude mantener los ojos bien cerrados por un rato.

Cuando llegamos a la puerta de mi casa noté un poco de frío. Bueno, era un viento frío para ser exactos. Ya estaba terminando de refrescar, y menos mal, quería que llegara ya el verano.

No me consideraba fanática del invierno, pero tampoco del verano. Me gustaba ponerme mis pijamas de pelo y tener la chimenea puesta mientras leía o veía alguna peli tumbada y con una manta, o varias mantas puestas. Pero para salir, me gustaba llevar vestidos y faldas sin tener que helarme de frío, o pensando que era mejor ponerme unos vaqueros con los pantalones de pijama debajo. Porque sí, era lo que siempre acababa haciendo en esa época del año.

Cogí mis cosas y mi madre sacó las llaves. Abrió la puerta y entramos uno a uno con lentitud porque llevábamos muchas cosas. Dejé todo en el suelo y me levanté apartándome el pelo de la cara.

Otra cosa que me gustaba del verano era que me podía hacer moños o colas de caballo sin tener que pasar frío en el cuello o en las orejas. En invierno nadie me prohibía hacérmelas, pero me congelaba y me obligaba a llevar el pelo suelto aunque me costase.

Respiré hondo mientras Thomas le dijo a mi padre que se iba a la oficina.

— Hogar dulc... ¿¡QUÉ!? — grité.

En ese mismo instante podían haber pasado dos cosas. La primera, que por el agotamiento tuviese alucinaciones o, la segunda, que lo que veían mis ojos era cien por cien real.

Mi vecinoWhere stories live. Discover now