capitulo doce

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CAPÍTULO DOCE

 El agua caliente bastó para hacerme olvidar que estaba en la ducha de un viejo motel, lavándome el pelo con un champú que apestaba a falsa lavanda. En el reducido cuarto de baño solo había seis cosas: el lavabo, el váter, la toalla, la ducha, la cortina de la ducha y yo.

  Yo fui la última en entrar. Cuando finalmente crucé la puerta de la habitación del motel, Zu ya había entrado y salido y Chubs acababa de atrincherarse en el cuarto de baño, donde pasó una hora entera de limpieza, tanto del cuerpo como de la ropa, hasta que todo acabó apestando a jabón rancio. Me parecía inútil intentar hacer la colada en un lavabo y con jabón de mano, pero no había ni bañera ni detergente para la ropa. Mientras, los demás nos limitamos a esperar sentados, ignorando su exaltado discurso sobre la importancia de una buena higiene.

  —Ahora te toca a ti —había dicho Liam, volviéndose hacia mí—. Y sécalo todo bien cuando hayas terminado.

  Cogí la toalla que me lanzó al vuelo.

  —¿Y tú?

  —Ya me ducharé por la mañana.

  Con la puerta del cuarto de baño cerrada a cal y canto, dejé la mochila sobre la tapa del váter y repasé su contenido. Saqué la ropa que me habían dado y la tiré al suelo. Entre el montón vi aparecer algo rojo y sedoso, y di un respingo, alarmada.

  Necesité unos segundos de recelosa inspección para averiguar qué era: el llamativo vestido rojo del armario del remolque.

  «Zu», me dije, pasándome una agotada mano por la cara. Debió de cogerlo cuando yo no miraba.

  Lo empujé con un dedo y arrugué la nariz ante el débil olor a humo de tabaco. Enseguida vi que me iría grande, eso sin contar la repulsiva sensación que me provocaba el saber de dónde venía.

  Pero era evidente que Zu quería que fuese para mí y ponérmelo, por mucho que odiara reconocerlo, era mucho más inteligente que andar por ahí con el uniforme del campamento. Lo haría por Zu; si eso la hacía feliz, valía la pena.

  En la mochila no había champú, pero los de la Liga de los Niños se habían tomado la molestia de regalarme un desodorante, un cepillo de dientes de color verde chillón, un paquete de pañuelos de papel, unos cuantos tampones y desinfectante para las manos, todo en envases de tamaño viaje guardados en un pequeño neceser de plástico. Debajo del neceser había un pequeño cepillo y una botella de agua. Y en el fondo de la mochila, un nuevo botón del pánico.

  Estaba allí y no me había fijado. Había tirado el primero, el que me había dado Cate, lo había dejado abandonado en el barro. Se me pusieron los pelos de punta solo de pensar que aquello llevaba todo aquel tiempo —todo— en la mochila. ¿Por qué no habría examinado antes el contenido completo de la mochila?

  Lo cogí con dos dedos y lo dejé caer en el lavabo como si fuera una brasa al rojo vivo. Tenía ya la mano en el grifo, dispuesta a hacer desaparecer aquel cacharro estúpido por el desagüe y olvidarlo para siempre, cuando algo me detuvo.

  No estoy segura de cuánto tiempo me quedé mirándolo antes de volver a cogerlo y observarlo al trasluz para ver lo que contenía el interior de aquel caparazón negro. Busqué una luz roja parpadeante que me dijera que estaba grabando. Me lo acerqué al oído, en un intento de detectar algún zumbido o runruneo que me dijera que estaba activado. De estar encendido, o de ser realmente un dispositivo de búsqueda, ¿no nos habrían atrapado ya?

  ¿Tan malo sería guardarlo… por si acaso? ¿Por si acaso volvía a pasarnos algo y yo no

podía ayudarlos? ¿No sería mejor que nos capturara la Liga que volver a Thurmond? Que me mataran… ¿no era cualquier cosa mejor que eso?

Mentes Poderosas Where stories live. Discover now