capitulo dos

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CAPÍTULO DOS
El día que nos trasladaron a Thurmond llovía, y siguió lloviendo toda la semana, y la semana después. Lluvia gélida, de esa que se habría convertido en nieve con un par de grados menos. Recuerdo ver las gotas de lluvia trazar senderos desesperados en la ventana del autobús escolar. De haber estado en casa, en el interior de uno de los dos coches de mis padres, habría seguido su sinuoso recorrido en el cristal con la punta de los dedos. Pero tenía las manos atadas a la espalda, y los hombres uniformados de negro nos habían ordenado sentarnos de cuatro en cuatro en los asientos. Apenas había espacio para respirar.
  El calor de un centenar de cuerpos empañaba las ventanas del autobús y hacía las veces de pantalla que nos separaba del mundo exterior. Posteriormente, rociarían con pintura negra las ventanas de los autobuses amarillos que utilizaban para transportar a los niños. Pero, por entonces, aún no se les había ocurrido.
  Pasé las cinco horas del trayecto pegada a la ventana, por lo que conseguía ver fragmentos de paisaje cuando la lluvia amainaba un poco. Todo me parecía igual: granjas verdes, bosques frondosos. Imaginé que seguíamos todavía en Virginia. Hubo un momento en que la niña sentada a mi lado, a la que posteriormente clasificarían como Azul, pareció reconocer una señal, puesto que se inclinó sobre mí para poder ver mejor. Me sonaba de algo, como si hubiese visto esa cara por mi ciudad, o tal vez fuera del pueblo vecino. Creo que todos los niños que iban conmigo eran de Virginia, aunque era imposible saberlo con total seguridad ya que allí solo imperaba una regla: el silencio.
  Después de que el día anterior vinieran a buscarme a mi casa, me retuvieron junto con los demás niños en una especie de almacén, donde pasamos la noche. El espacio estaba bañado por una luminosidad artificial. Nos hicieron sentar a todos juntos en el sucio suelo de cemento y nos enfocaron con tres reflectores. No nos dejaron dormir. Me lloraban tanto los ojos por el polvo que me resultaba imposible ver las pegajosas y pálidas caras de los demás niños, y mucho menos las de los soldados que nos vigilaban apostados más allá de aquel círculo de luz. Por alguna siniestra razón, habían dejado de ser entidades completas, hombres y mujeres normales. En la neblina gris de mi sopor, los procesaba en pequeños y aterradores fragmentos: el hedor a gasolina del betún, el crujido del cuero, la mueca de asco de las bocas. La punta de una bota que se me clavaba en el costado y me obligaba a permanecer despierta.
  A la mañana siguiente, el recorrido transcurrió en completo silencio con la excepción de las radios de los soldados y los lloros de los niños del fondo del autobús. El niño sentado en el otro extremo de mi asiento se hizo pipí encima, pero ni se le pasó por la cabeza decírselo a la soldado pelirroja de las FEP que estaba apostada a su lado. Ya le había arreado un bofetón cuando se había quejado de que no había comido nada en todo el día.
  Flexioné los pies descalzos contra el suelo, intentando no mover las piernas. El hambre me producía sensaciones raras en la cabeza, incluso rompía a reír de vez en cuando para superar las punzadas de terror que me asaltaban. Me resultaba difícil concentrarme, y más difícil si cabe permanecer sentada sin moverme; tenía la sensación de estar encogiéndome, como si intentara fundirme con el asiento hasta desaparecer por completo. Apenas sentía las manos después de tenerlas tanto rato atadas en la misma posición. Lo único que conseguía si trataba de tensar la cinta de plástico con que las tenía sujetas, era clavármela aún más hondo en la ya inflamada piel.
  «Fuerzas Especiales Psi», ese era el término que había utilizado el conductor del autobús para referirse a él y a los demás cuando habían ido a recogernos al almacén. «Vais a venir con nosotros y quedaréis bajo la autoridad del comandante de las Fuerzas Especiales Psi, Joseph Traylor». Agitó un papel que tenía en la mano para demostrarlo, por lo que supuse que decía la verdad. Fuera como fuese, a mí me habían enseñado que nunca hay que llevar la contraria a los adultos.
  El autobús se desvió de la estrecha carretera por la que circulábamos para tomar un camino sin asfaltar e iniciar un pronunciado descenso. Las vibraciones despertaron a todo aquel que hubiera tenido la suerte o el agotamiento suficientes como para caer dormido. Y pusieron en acción a los uniformes negros. Los hombres y mujeres enderezaron la espalda y dirigieron su atención hacia el parabrisas delantero.
  Lo primero que vi fue la imponente alambrada. Empezaba a oscurecer y el cielo grisáceo proyectaba una deprimente sombra azulada sobre la escena, pero no sobre la valla, que emitía destellos plateados mientras el viento soplaba entre los huecos. Vi por la ventana docenas de mujeres y hombres uniformados, escoltando el autobús a paso ligero. Los soldados de las FEP que estaban en la garita de control se levantaron y saludaron al conductor cuando el autobús pasó por su lado.
  El autobús se detuvo por fin y nos ordenaron que permaneciésemos sin movernos mientras la verja del campamento se deslizaba hasta cerrarse. En el silencio, los cerrojos retumbaron como un trueno al volver a unirse. No éramos el primer autobús que llegaba allí (el primero lo había hecho un año atrás). Ni tampoco íbamos a ser el último. Eso sería tres años más tarde, cuando el campamento alcanzara su máxima ocupación.
  Hubo un único suspiro de desasosiego cuando un soldado que se protegía con un poncho negro de lluvia dio unos golpes a la puerta del autobús. El conductor extendió el brazo y tiró de la palanca… y acabó con cualquier esperanza de que aquello pudiera ser una breve parada para hacer pipí.
  Era un hombre enorme, el típico que haría el papel de gigante malvado en una película, o de malo en unos dibujos animados. El soldado de las FEP seguía con la capucha subida, escondiendo de este modo la cara y el pelo y cualquier otro rasgo que me permitiera reconocerlo después. Supongo que carecía de importancia. No hablaba por él. Hablaba en nombre del campamento.
  —Os pondréis de pie y saldréis del autobús de manera ordenada —vociferó. El conductor intentó pasarle el micrófono, pero el soldado lo apartó de un manotazo—. Os dividiréis en grupos de diez e iréis pasando para someteros a una prueba. No intentéis huir. No habléis. No hagáis nada que no se os haya pedido. El que no siga estas instrucciones será castigado.
  Con diez años de edad, era una de las más pequeñas del autobús, aunque sin duda había niños incluso menores que yo. La mayoría tendría doce años, puede que trece. El sentimiento de odio y desconfianza que abrasaba la mirada del soldado tal vez me llevara a encogerme de miedo, pero también sirvió para encender un sentimiento de rebeldía entre los mayores.
  —¡Qué te jodan! —gritó alguien desde la parte trasera del autobús.
  Nos giramos todos a una, justo a tiempo de ver cómo la PSF pelirroja le clavaba la culata del rifle en la boca al adolescente. El chico soltó un grito de dolor y sorpresa cuando la soldado repitió la acción, y entonces vi que escupía un poco de sangre al respirar con rabia. Era imposible eludir el ataque con las manos atadas a la espalda. Tenía que resignarse y recibirlo.
  Empezaron a sacar a los niños del autobús, de cuatro en cuatro. Pero yo seguía mirando a aquel chico, que parecía empañar con su silenciosa y tóxica rabia la atmósfera que lo rodeaba. No sé si se dio cuenta de que estaba mirándolo o qué pasó, pero el chico se volvió y nuestras miradas se encontraron. Me dirigió un gesto de asentimiento, como para darme ánimos. Y cuando sonrió, lo hizo con la boca ensangrentada. Noté entonces que me arrancaban del asiento y, sin que me diera tiempo a percatarme de lo que ocurría, me encontré bajando los mojados escalones del autobús y cayendo al suelo bajo la intensa lluvia. Otro soldado de las FEP tiró de mí para levantarme y me condujo hacia donde estaban otras dos niñas de mi edad. La ropa, deformada y translúcida, parecía piel vieja sobre sus cuerpos.
  Había casi una veintena de soldados de las FEP, pululando entre las ordenadas hileras de niños. El barro me había engullido por completo los pies y no podía dejar de temblar en el interior de mi pijama, pero nadie se dio cuenta, y nadie vino tampoco a cortarnos las correas de plástico que nos sujetaban las manos. Esperamos, en silencio, con la lengua apretada entre los dientes. Levanté la vista hacia las nubes y la cara se me empapó de lluvia. Era como si el cielo se estuviera haciendo añicos.
  Quedaba por salir del autobús el último grupo de cuatro, en el que estaba el chico de la cara destrozada. Sería el último en bajar, justo detrás de una chica alta y rubia con la mirada perdida. Apenas podía discernir sus figuras a través de la cortina de lluvia y el vaho que empañaba las ventanas del autobús, pero estaba segura de haber visto al chico inclinarse hacia delante y susurrarle algo al oído a la chica, justo cuando ella pisaba el primer escalón.
  La chica asintió haciendo un brusco gesto con la barbilla. En el instante en que sus zapatos rozaron el barro, salió disparada hacia la derecha y esquivó las manos del soldado de las FEP más próximo. Otro soldado rugió un aterrador «¡Detente!», pero la chica siguió corriendo, directa hacia las puertas. Con la atención de todo el mundo volcada en ella, nadie siguió mirando al chico que estaba todavía en el autobús… nadie excepto yo. Descendía con sigilo los escalones y tenía la parte delantera de la sudadera blanca manchada de sangre. La soldado de las FEP que le había golpeado antes estaba ahora ayudándole a bajar del autobús, como había hecho con todos nosotros. Cuando vi que lo agarraba por el codo, sentí el eco de sus dedos en mi magullada piel; vi que el chico se giraba y le decía algo con una expresión de absoluta calma en el rostro.
  Vi cómo la soldado de las FEP le soltaba el brazo, desenfundaba el arma y, sin decir palabra —sin pestañear siquiera—, se introducía el cañón en la boca y apretaba el gatillo.
  No sé si grité yo, o si aquel sonido ahogado procedía de la mujer al darse cuenta de lo que estaba haciendo, dos segundos demasiado tarde para impedirlo. La imagen de su cara —la mandíbula desencajada, los ojos que se le salían de las órbitas, las ondulaciones de la piel repentinamente suelta— permaneció impresa en el aire, como el negativo de una fotografía, durante mucho más tiempo que la explosión de la nebulosa de sangre rosada y mechones de pelo que se estampó contra el autobús.
  El niño que estaba a mi lado cayó desmayado al suelo y, de los demás, ninguno pudo contener un grito.
  La soldado de las FEP se derrumbó al suelo en el mismo instante en que la chica caía al barro víctima de un placaje. La lluvia hizo desaparecer enseguida la sangre de las ventanas del autobús y de los letreros amarillos, alargando las gruesas líneas oscuras, desdibujándolas hasta consumirlas por completo. Fue muy rápido.
  El chico miraba hacia nosotros.
  —¡Corred! —gritó entre los dientes partidos—. ¿Pero qué hacéis? ¡Corred, corred!
  Y lo primero que me pasó por la cabeza no fue «¿Quién eres?», o ni tan siquiera «¿Por qué?».
  Fue: «Es que no tengo dónde ir».
  El pánico que provocó fue el mismo que si hubiera volado el autobús entero. Hubo niños que le hicieron caso e intentaron abrir el cerrojo de la puerta, pero su camino se vio interceptado por un montón de soldados de negro que parecían haber surgido de la nada. La mayoría, sin embargo, se quedó allí, gritando y gritando sin parar, bajo la lluvia incesante, entre el barro que les engullía los pies y les impedía moverse. Una chica me golpeó con el hombro y me hizo caer al suelo, mientras otros soldados de las FEP corrían a por el chico, que seguía en la puerta del autobús. Los demás soldados nos ordenaron a gritos que nos sentáramos en el suelo y que no nos moviéramos, así que obedecí a pies juntillas.
  —¡Naranja! —oí vociferar a uno de ellos por su transmisor—. Tenemos un problema en la puerta principal. Necesito autorización para un Naranja…
  No me atreví a levantar la cabeza hasta que nos tuvieron de nuevo a todos agrupados, incluyendo al chico que había sufrido la herida en la cara. Y fue entonces cuando noté un escalofrío en la espalda y empecé a preguntarme si sería él el único entre todos nosotros capaz de hacer algo como lo que acababa de hacer. O si todos los que me rodeaban estaban allí porque también eran capaces de provocar que alguien acabara con su vida de esa manera.
  «Yo no», retumbó en mi cabeza, «yo no, han cometido un error, un error…».
  Con un sentimiento de vacío en el pecho, vi que uno de los soldados cogía un bote de pintura en espray y trazaba una X enorme de color naranja en la espalda del chico, que había dejado de gritar única y exclusivamente porque dos soldados de las FEP le habían puesto una extraña máscara negra que le cubría la parte inferior de la cara, como el bozal de un perro.
  La tensión me empapaba la piel, como si fuera sudor. Cruzamos el campamento en fila rumbo a la enfermería, donde seríamos clasificados. De camino, vimos otros niños que marchaban en dirección contraria, procedentes de una zona donde se alzaban patéticas cabañas de madera. Llevaban uniformes blancos, con una X dibujada en la espalda y un número escrito en negro por encima de ella. Vi X de cinco colores distintos: verde, azul, amarillo, naranja y rojo.
  Los niños con la X verde y azul caminaban con las manos libres. Pero los que llevaban una X de color amarillo claro, naranja o rojo se veían obligados a avanzar por aquel lodazal con esposas metálicas en manos y pies, unidos unos a otros por una larga cadena. Los marcados con la X naranja llevaban la cara medio cubierta con la máscara tipo bozal.
  Nos empujaron hacia las luces y el ambiente seco de lo que un letrero de papel rasgado etiquetaba como «ENFERMERÍA». Los médicos y enfermeros que llenaban el amplio vestíbulo nos observaron con expresiones de desagrado y movimientos negativos de cabeza. El suelo de baldosas dispuestas en damero estaba resbaladizo por la lluvia y el barro y tuve que concentrarme para no caer. Percibí un fuerte olor a alcohol y ambientador de limón.
  Subimos en fila de uno la oscura escalera de cemento que conducía a la parte posterior del primer piso, una planta con camas vacías y mustias cortinas blancas. Naranja no. Roja no.
  Tenía aún una fuerte sensación de náusea en la boca del estómago. Me resultaba imposible borrar la imagen de la cara de aquella mujer en el momento de apretar el gatillo, o del amasijo de pelo ensangrentado que había aterrizado casi a mis pies. Me resultaba imposible borrar la imagen de la cara de mi madre cuando me había encerrado en el garaje. E imposible también borrar la imagen del rostro de mi abuela.
  «Vendrá», pensé. «Vendrá. Solucionará lo de mamá y papá y vendrá a buscarme. Vendrá, vendrá, vendrá…».
  Cuando llegamos arriba, cortaron por fin el plástico que nos sujetaba las manos y volvieron a dividirnos, enviando una mitad hacia el lado derecho del gélido pasillo y la otra mitad hacia el izquierdo. Las dos alas eran exactamente iguales: varias puertas cerradas y una ventanita en cada extremo. Por un momento no hice otra cosa que mirar cómo llovía a cantaros al otro lado de aquel diminuto y empañado panel de cristal. Entonces se abrió la puerta de la izquierda con un chirrido y apareció la cara de un hombre rollizo de mediana edad. Lanzó una mirada hacia donde estábamos nosotros y le susurró algo al oído al soldado de las FEP que estaba al mando de nuestro grupo. Las demás puertas se fueron abriendo una a una y aparecieron más adultos. Lo único que tenían en común, aparte de la bata blanca, era su mirada de desconfianza.
  Sin la más mínima explicación, los soldados de las FEP empezaron a tirar de los niños y a empujarlos hacia los hombres de bata blanca y sus despachos. Un estridente timbre acalló de inmediato el estallido de sonidos de confusión y ansiedad que surgió entre las filas. Me quedé inmóvil mientras veía las puertas cerrarse una tras otra y me preguntaba si algún día volvería a ver aquellos niños.
  «¿Pero qué nos pasa?» Miré por encima del hombro con la sensación de tener la cabeza llena de arena mojada. El chico de la herida en la cara no se veía por ningún lado, aunque su recuerdo me había perseguido sin cesar mientras cruzábamos el campamento. ¿Nos habrían llevado allí porque creían que teníamos la enfermedad de Everhart? ¿Creían que íbamos a morir?
  ¿Cómo había conseguido aquel chico obligar a la soldado de las FEP a hacer lo que había hecho? ¿Qué le había dicho?
  Noté entonces una mano que se deslizaba en la mía y me quedé quieta, temblando hasta tal punto que me dolían incluso las articulaciones. La niña —la misma que antes me había empujado sin querer al suelo— me lanzó una feroz mirada. Tenía el pelo, rubio oscuro, pegado a la cabeza y enmarcando una cicatriz rosada que discurría entre el labio superior y la nariz. Sus ojos eran oscuros y brillantes, y cuando habló vi que le habían cortado los alambres del aparato dental, pero que le habían dejado los pedacitos metálicos pegados a los dientes.
  —No te asustes —me susurró—. No dejes que lo noten.
  Escrito a mano en la etiqueta identificativa de su chaqueta se leía «SAMANTHA DAHL». El nombre le sobresalía de la nuca como una ocurrencia tardía.
  Permanecimos pegadas la una a la otra de tal modo que nuestras manos entrelazadas quedasen ocultas entre el tejido del pantalón de mi pijama y su chaqueta acolchada de color morado. La habían recogido de camino al colegio la misma mañana que habían venido a por mí. De eso hacía ya un día, y recordaba muy bien el centelleo de odio de sus ojos oscuros, en la parte trasera de la furgoneta en la que nos habían encerrado. A diferencia de los demás, ella no había gritado.
  Los niños que habían desaparecido detrás de las puertas aparecieron de nuevo, con un jersey gris y un pantalón corto entre las manos. En lugar de reintegrarse a la fila, se dirigieron de nuevo a la planta baja sin que a nadie le diera tiempo a cruzar una palabra o una mirada con ellos.
  «No parece que les hayan hecho daño». Olía a rotulador permanente y a algo que podía ser alcohol, pero ninguno de ellos lloraba ni sangraba.
  Cuando por fin le tocó el turno a la niña que estaba a mi lado, el soldado de las FEP encargado de mi fila nos obligó a separarnos con un brusco tirón. Yo quería entrar con ella, enfrentarme a lo que quiera que hubiese detrás de aquella puerta. Cualquier cosa era mejor que volver a quedarme sola sin nada ni nadie a lo que aferrarme.
  Me temblaban las manos de tal forma que tuve que cruzarme de brazos y sujetarme los codos con fuerza para impedirlo. Era la primera de la fila y fijé la vista en el reluciente fragmento de baldosas que quedaba entre las botas negras del soldado de las FEP y mis pies embarrados. La noche que había pasado en blanco me había dejado agotada y el olor del betún de las botas del soldado aumentó la sensación de mareo.
  Y entonces me llamaron.
  Casi sin darme cuenta de que había entrado, me encontré en un despacho tenuemente iluminado, de la mitad del tamaño de mi abarrotada habitación en casa.
  —¿Nombre?
  Tenía enfrente de mí una camilla y, por encima, una extraña máquina gris en forma de aureola.
  Por detrás del ordenador portátil que había sobre la mesa apareció entonces la cara del hombre de la bata blanca. Era de aspecto frágil, con unas gafas plateadas de montura fina que parecían en grave peligro de resbalarse nariz abajo al más mínimo movimiento. Su voz tenía un tono artificialmente agudo y más que hablar, había graznado. Pegué la espalda a la puerta cerrada, intentando abrir espacio entre el desconocido, la máquina y mi persona.
  El hombre de la bata blanca siguió mi mirada en dirección a la camilla.
  —Es un escáner. No debes tener miedo.
  No debí de parecerle muy convencida, puesto que continuó diciendo:
  —¿Te has roto alguna vez un hueso o te has dado un golpe fuerte en la cabeza? ¿Sabes qué es un TAC?
  Fue la paciencia de su voz lo que me empujó a dar un paso al frente. Negué con la cabeza.
  —Enseguida te pediré que te tiendas en la camilla y utilizaré esta máquina para asegurarme de que la cabeza está en orden. Pero antes tienes que decirme cómo te llamas.
  «Asegurarme de que la cabeza está en orden». ¿Cómo podía saber…?
  —¿Cómo te llamas? —dijo, en un tono repentinamente crispado.
  —Ruby —respondí, y tuve que deletrearle el apellido.
  Empezó a teclear en el ordenador, distraído por un momento. Desvié de nuevo la mirada hacia la máquina y me pregunté si me dolería que me examinasen la cabeza. Me pregunté si aquel hombre podría ver todo lo que yo había hecho.
  —Maldita sea, cada vez son más perezosos —refunfuñó el hombre de la bata blanca, más para sus adentros que dirigiéndose a mí—. ¿No te han hecho la clasificación previa?
  No tenía ni idea de lo que quería decir.
  —¿No te hicieron preguntas cuando te recogieron? —preguntó, levantándose. La habitación no era ni mucho menos grande. En dos pasos se plantó a mi lado y en dos segundos caí presa del pánico—. ¿Hablaron tus padres con los soldados acerca de tus síntomas?   —¿Síntomas? —dije—. Yo no tengo ningún síntoma… yo no tengo la…   El hombre movió la cabeza de lado a lado, más enfadado que otra cosa.
  —Cálmate, aquí estás a salvo. No voy a hacerte daño —dijo. Siguió hablando, con una voz inalterable y un centelleo en los ojos. Parecía que lo tuviera ensayado—: Hay síntomas de muchos tipos —me explicó, inclinándose para mirarme a los ojos. Yo solo veía unos dientes torcidos y unas ojeras oscuras bajo sus ojos. El aliento le olía a café y hierbabuena—. Muchos tipos de… niños. Voy a hacerte una fotografía del cerebro que nos ayudará a llevarte con los que son como tú.
  Hice un gesto negativo.
  —¡No tengo ningún síntoma! Vendrá enseguida mi abuela, de verdad, se lo juro… ella se lo dirá, ¡por favor!
  —Dime, cariño, ¿se te dan bien las matemáticas y los puzles? Los verdes son increíblemente inteligentes y tienen una memoria asombrosa.
  Recordé a los niños que había visto fuera, las X de colores que llevaban dibujadas en la espalda de la camiseta. «Verde», pensé. «¿Y qué más colores había? Rojo, Azul, Amarillo y…».
  Y Naranja. El que le habían puesto al chico de la cara ensangrentada.
  —De acuerdo —dijo el hombre, suspirando—, ahora acuéstate en la camilla y empezaremos. Ahora mismo, por favor.
  No me moví. Los pensamientos se me atropellaban en la mente. Me costaba incluso mirar a aquel hombre.
  —Ahora —repitió, acercándose a la máquina—. No me obligues a llamar a un soldado. No son tan agradables, créeme. —La pantalla de un panel lateral cobró vida con un solo toque y la máquina se iluminó. En el centro del círculo gris apareció una resplandeciente luz blanca que parpadeó para prepararse antes de iniciar la prueba. La máquina empezó a resoplar aire caliente y a lanzar unos gemidos que se me colaron por todos los poros del cuerpo.
  Y empecé a repetirme constantemente esta frase: «Lo sabrá, sabrá lo que les hice».
  Volví a pegar la espalda a la puerta y empecé a buscar a tientas el pomo, con la mano. Todos y cada uno de los discursos sobre los desconocidos que había oído en boca de mi padre estaban haciéndose realidad. Aquel no era un lugar seguro. Y aquel hombre no era en absoluto agradable.
  Temblaba con tanta fuerza que el hombre debió de pensar que iba a desmayarme. O eso, o se disponía a acostarme en aquella camilla a la fuerza e inmovilizarme allí hasta que bajara la máquina y ya no pudiera moverme más.
  Antes no me había sentido capaz de echar a correr, pero ahora sí. Justo en el momento en que localizaba el pomo, sin embargo, noté que una mano me apartaba la desgreñada mata de cabello oscuro y me agarraba por la nuca. Me estremecí al sentir el contacto de la mano helada en mi piel encendida, pero fue la explosión de dolor en la base del cráneo lo que me hizo gritar.   El hombre me observó fijamente, sin pestañear, con una mirada de repente desenfocada. Pero yo empecé a verlo todo, a ver cosas imposibles. Unas manos que tamborileaban sobre el volante de un coche, una mujer con un vestido negro que se inclinaba para darme un beso, una pelota de béisbol que volaba hacia mi cara, un infinito prado verde, una mano que acariciaba el pelo de una niña… Las imágenes se desplegaban detrás de mis párpados cerrados como una vieja película casera. Las formas de personas y objetos se fundían en mi retina y permanecían allí, flotando como fantasmas hambrientos detrás de mis párpados.
  «Esto no es mío», gritaba mi cerebro. «Nada de esto me pertenece».
  ¿Podrían ser de ese hombre? Esas imágenes… ¿serían recuerdos? ¿Pensamientos?
  Y entonces vi más cosas. Un niño, aquel mismo escáner sobre él, titilando y echando humo. Amarillo. La palabra se me formó en los labios, como si yo estuviera allí y pudiera pronunciarla. Vi a una niña pelirroja en el otro extremo de una habitación muy parecida a aquella; vi que alzaba un dedo y que la mesa y el ordenador que tenía delante se levantaban varios centímetros del suelo. Azul… de nuevo la voz del hombre en mi cabeza. Un niño que examinaba un lápiz con una intensidad aterradora, hasta que el lápiz estallaba en llamas. Rojo. Cartulinas con imágenes y números delante de la cara de un niño. Verde.
  Cerré los ojos con fuerza, pero me resultó imposible alejar las imágenes que llegaron a continuación: filas de monstruos con bozal. Yo estaba arriba, contemplando la escena a través de una ventana mojada por la lluvia, pero veía las esposas y las cadenas. Lo veía todo.
  «Yo no soy una de ellos. Por favor, por favor, por favor…».
  Caí de rodillas al suelo y apoyé las manos en las baldosas, esforzándome por no vomitar. El hombre de la bata blanca seguía sujetándome por la nuca con una mano.
  —Soy Verde —sollocé.
  Las palabras quedaron amortiguadas por el zumbido de la máquina. La luz, antes brillante, no hacía más que amplificar los latidos que retumbaban detrás de mis párpados. Miré los ojos vacíos de aquel hombre, suplicándole que me creyera
  —Soy Verde… por favor, por favor…
  Pero vi la cara de mi madre, la sonrisa que me había regalado el chico de la cara destrozada, como si en cierta manera se hubiera visto reflejado en mí. Él sí sabía lo que yo era.
  —Verde…
  Levanté la cabeza al oír la voz que flotaba sobre mí. Miré fijamente al hombre y él me devolvió una mirada desenfocada. Murmuraba algo con voz pastosa, como si masticase las palabras.
  —Soy…
  —Verde —dijo, moviendo la cabeza.
  Su voz sonó entonces más fuerte. Yo seguía en el suelo cuando el hombre apagó la máquina, y seguía tan conmocionada cuando se sentó de nuevo a la mesa que incluso me olvidé de llorar. Pero hasta que no cogió el espray de pintura verde y trazó una gigantesca X en la parte trasera de la camiseta de uniforme, no recordé que debía seguir respirando.
  «Todo irá bien», me dije mientras recorría de nuevo el frío pasillo y bajaba las escaleras para reunirme con las niñas y los hombres uniformados que me esperaban. No fue hasta aquella noche, acostada en mi litera e incapaz de dormir, cuando me di cuenta de que solo iba a tener una oportunidad de escapar… y de que no la había aprovechado.

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