capitulo tres

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CAPÍTULO TRES
A Samantha —Sam— y a mí nos asignaron la Cabaña 27, junto con el resto de las niñas del autobús a las que se había clasificado como Verdes. Catorce en total, aunque al día siguiente ya había veinte más. Una semana después, pusieron el tope en treinta y pasaron a llenar la siguiente cabaña de madera junto al eternamente embarrado y pisoteado camino.
  Las literas se habían asignado por orden alfabético, lo que situaba a Sam justo encima de mí; un pequeño golpe de suerte, puesto que las demás chicas no se parecían en nada a ella. Se habían pasado la primera noche en silencio o llorando. A mí ya no me quedaba tiempo para las lágrimas. Porque tenía preguntas.
  —¿Qué harán con nosotros? —le susurré desde abajo.
  Estábamos en el extremo izquierdo de la cabaña y nuestras literas quedaban encajadas en el rincón. Habían edificado la estructura con tantas prisas que las paredes no eran del todo aislantes. De vez en cuando, procedente del silencioso exterior, se filtraba entre los troncos una gélida ráfaga o un copo de nieve.
  —No lo sé —respondió en voz baja.
  Unas cuantas literas más allá, una de las niñas se había quedado por fin profundamente dormida y sus ronquidos amortiguaban nuestra conversación. El soldado de las FEP que nos había escoltado hasta nuestra nueva residencia nos había hecho varias advertencias: nada de hablar después de que se apagaran las luces, nada de largarse, nada de utilizar nuestras monstruosas facultades, ya fuera de manera intencionada o accidental. Era la primera vez que oía a alguien referirse con el término «monstruosas facultades» a lo que nosotros podíamos hacer, en lugar de utilizar la alternativa gentil, «síntomas».
  —Supongo que nos retendrán aquí hasta que encuentren la curación —prosiguió Sam—. Al menos eso fue lo que me dijo mi padre cuando los soldados vinieron a por mí. ¿Qué te dijeron tus padres?
  Las manos aún no habían dejado de temblarme y cada vez que intentaba cerrar los ojos solo veía los ojos vacíos del científico mirándome. La mención de mis padres no hizo más que empeorar el martilleo que notaba dentro de la cabeza.
  No sé por qué mentí. Supongo que porque era más fácil que la verdad, o quizá porque, en cierta manera, me parecía que era la verdad.
  —Mis padres están muertos.
  Sam cogió aire entre los dientes.
  —Ojalá también lo estuvieran los míos.
  —¡No lo dirás en serio!
  —¿No fueron ellos los que me mandaron aquí? —Estaba elevando la voz de forma peligrosa—. Es evidente que querían librarse de mí.
  —No creo… —empecé a decir, pero me callé.
  ¿Acaso mis padres no buscaban también librarse de mí?
  —Da lo mismo, no pasa nada —dijo, aunque era evidente que no era así y que nunca lo sería—. Nos quedaremos aquí y permaneceremos juntas, y cuando salgamos iremos donde nos dé la gana y nadie nos lo impedirá.
  Mi madre solía decir que a veces bastaba con decir una cosa en voz alta para hacerla realidad. Yo no lo tenía tan claro, pero la forma de hablar de Sam, la pasión que se ocultaba tras sus palabras, me llevó a reconsiderarlo. De pronto me parecía que así podía funcionar, que si no podía volver a casa, todo acabaría bien si me quedaba con ella. Como si allá donde fuera Sam, se fuese abriendo un camino; yo tenía que limitarme a permanecer a su sombra, lejos del punto de mira de los soldados de las FEP y evitar cualquier cosa que pudiera llamar la atención hacia mi persona.
  Y funcionó así durante cinco años.
  Cinco años parecen toda una vida cuando un día se encadena con el otro y el mundo se acaba en la gris alambrada eléctrica que rodea tres kilómetros de barro y edificios de nefasta calidad. Jamás me sentí feliz en Thurmond, pero era soportable porque Sam estaba allí para ayudarme. Estaba allí haciendo un gesto de impaciencia cuando Vanessa, una de nuestras compañeras de cabaña, intentó cortarse el pelo con las tijeras de podar para tener un aspecto más «estiloso» («¿Para quién?», había murmurado Sam, «¿para la imagen que ve reflejada en el espejo del lavabo?»); poniendo cara de tonta y haciendo un nuevo gesto de impaciencia, a espaldas del soldado de las FEP que la había sermoneado por hablar otra vez cuando no tocaba; y dándonos sus enérgicos, aunque siempre correctos, baños de realidad cuando la imaginación de las chicas empezaba a desmadrarse o corrían rumores de que los de las FEP iban a soltarnos pronto.
  Sam y yo éramos realistas. Sabíamos que no saldríamos. Soñar generaba desengaños y los desengaños generaban un canguelo depresivo que no era nada fácil quitarse de encima. Mejor permanecer en la zona gris que ser engullido por la oscuridad.
   
*   *   *


  Cuando llevaba dos años viviendo en Thurmond, los supervisores del campamento empezaron a trabajar en el concepto de la Fábrica. No habían logrado rehabilitar a los peligrosos, de modo que los hicieron desaparecer de noche, pero las supuestas «mejoras» no terminaron aquí. Se les ocurrió que el campamento tenía que ser totalmente «autosuficiente». A partir de aquel momento, cultivaríamos y cocinaríamos todo lo que comiésemos, limpiaríamos los Lavabos, confeccionaríamos nuestros uniformes e incluso los de ellos.
  La estructura de ladrillo estaba emplazada en el extremo oeste del campamento y ocupaba uno de los lados del rectángulo de Thurmond. Nos hicieron excavar para poner los cimientos de la Fábrica, pero los supervisores del campamento no nos confiaron la construcción del edificio. Nos limitamos a verlo crecer, piso a piso, preguntándonos para qué sería y qué nos harían allí dentro. Eran tiempos en los que corrían tantos rumores como dientes de león arrastra el viento cuando sopla con fuerza: había quien creía que volverían los científicos para practicar más experimentos; otros que el nuevo edificio se destinaría a alojar a los Rojos, los Naranjas y los Amarillos cuando volvieran, si es que volvían; y otros eran de la opinión de que lo utilizarían para eliminarnos a todos de una vez por todas.
  —Todo irá bien —me había dicho Sam una noche, justo antes de que apagaran las luces—. Pase lo que pase… ¿me has oído?
  Pero no fue bien. No había ido bien antes y no iba bien ahora.
  En la Fábrica no se podía hablar, pero siempre había formas de saltarse las normas. De hecho, solo nos permitían hablar entre nosotros en la cabaña, antes de que apagaran las luces. Por lo demás, todo era trabajo, obediencia y silencio. Pero es imposible convivir durante años y no desarrollar un tipo de idioma distinto a base de sonrisas y miradas a hurtadillas. Hoy nos tenían sacando lustre y cambiando los cordones de las botas de los soldados de las FEP y reforzando los botones de sus uniformes, pero un simple meneo de un cordón de zapatos suelto y una mirada a la chica que tenías enfrente —la misma que te había insultado con alguna palabrota la noche anterior— lo decía todo.
  La Fábrica no era exactamente una fábrica. Creo que mejor habría sido llamarla el Almacén, puesto que el edificio constaba de un único y gigantesco espacio, con una pasarela suspendida por encima de la zona de trabajo. Los que lo habían ideado habían tenido al menos la consideración de instalar cuatro ventanales en las paredes este y oeste que, al no disponer el interior de calefacción en invierno ni de aire acondicionado en verano, permitían más el paso de las inclemencias del tiempo que el de la luz del sol.
  Los supervisores del campamento siempre intentaban que todo fuera lo más simple posible: sobre el polvoriento suelo de hormigón habían instalado hileras e hileras de mesas en sentido longitudinal. Aquella mañana, había centenares de chicos trabajando en la Fábrica, todos con nuestro uniforme de Verdes. Los soldados de las FEP, armados con sus rifles negros, patrullaban por las pasarelas situadas encima de nuestras cabezas. Abajo, otros diez soldados nos controlaban más de cerca.
  Sentir la presión de las miradas que llegaban desde todos los lados no resultaba más enervante de lo habitual. Pero la noche anterior había dormido mal, incluso después de haberme pasado el día entero trabajando en el Jardín. Me había acostado con dolor de cabeza y despertado con una neblina febril en el cerebro y dolor de garganta para completar el cuadro. Notaba incluso las manos aletargadas, los dedos rígidos como lápices.
  Sabía que no llevaba el ritmo adecuado, pero era, en cierto sentido, como si estuviera ahogándome. Cuanto más me esforzaba por trabajar, por mantener la cabeza a flote, más cansada me sentía y más lentos eran mis movimientos. Al cabo de un rato, y pese al esfuerzo que llevaba haciendo por mantenerme en pie, tuve que apoyarme en la mesa para no hundirme del todo. La mayoría de los días salía adelante a paso de tortuga. No realizábamos ningún trabajo importante, ni teníamos fechas de entrega que cumplir. Las tareas que nos asignaban eran simplemente para tenernos con las manos ocupadas, el cuerpo en movimiento y la cabeza muerta de aburrimiento. Sam lo llamaba «descanso forzado»: nos dejaban salir de la cabaña y el trabajo no era complicado ni cansado, como sucedía en el Jardín, pero nadie quiera ir allí.
  Sobre todo cuando los acosadores entraban en juego.
  Supe que estaba de pie detrás de mí mucho antes de oírle empezar a contar los zapatos relucientes, ya terminados, que yo tenía enfrente. Olía a carne adobada con especias y aceite de coche, una combinación inquietante de por sí antes incluso de que se le sumara una bocanada de humo de tabaco. Bajo el peso de su mirada, intenté enderezar la espalda, pero era como si aquel hombre estuviera clavándome los nudillos de ambas manos entre los omóplatos.
  —Quince, dieciséis, diecisiete…
  ¿Cómo se lo hacían para que incluso los números sonaran tan desagradables?
  En Thurmond no nos dejaban tocarnos, y tocar a un soldado de las FEP estaba prohibidísimo, aunque eso no significaba que ellos no pudieran tocarnos a nosotros. El hombre avanzó un par de pasos; con la punta de las botas —exactamente iguales a las que había sobre la mesa— empujó la parte posterior de mis zapatillas blancas. Viendo que yo no respondía, me pasó un brazo por encima del hombro, fingiendo que iba a examinar mi trabajo, y me estrujó contra su pecho. «Encógete», me dije, doblando la espalda y acercando la cara a la mesa, «encógete y desaparece».
  —Eso no vale nada —gruñó el soldado de las FEP detrás de mí. Su cuerpo desprendía calor suficiente como para caldear el edificio entero—. Lo estás haciendo todo mal. Mira… ¡observa, chica!
  Lo vi por vez primera por el rabillo del ojo cuando me arrancó de la mano el trapo manchado de betún y se colocó a mi lado. Era bajito, solo unos cinco centímetros más alto que yo, de nariz chata y unas mejillas que parecían aletear cada vez que respiraba.
  —Así —dijo, asestándole un golpe a la bota que había cogido—. ¡Mírame!
  Una trampa. Tampoco podíamos mirarlos directamente a los ojos.
  Oí algunas risas contenidas a mi alrededor… no de las chicas, sino de otros soldados de las FEP que se le habían acercado por detrás.
  Me sentía hirviendo por dentro. Era diciembre y en la Fábrica no podíamos estar a más de cinco grados, pero el sudor me caía por las mejillas y notaba la tos que me subía por la garganta.
  Percibí un golpecito en el costado. Sam no podía levantar la vista de su trabajo, pero vi que me miraba, intentando evaluar la situación. Una oleada roja de rabia le subía desde el cuello hacia la cara y me imaginaba las palabrotas que estaría reprimiendo. Me rozó de nuevo el brazo con su huesudo codo, como para recordarme que seguía allí.
  Y entonces, con una lentitud agónica, el soldado volvió a situarse a mis espaldas, me rozó el hombro y el brazo al pasar por mi lado, y depositó de nuevo la bota en la mesa, delante de mí.
  —Estas botas —dijo con un ronroneo, mientras daba unos golpecitos a la bandeja de plástico que contenía el trabajo que ya había terminado—. ¿Les has puesto tú los cordones?
  De no haber sabido el castigo que recibiría por ello, me habría echado a llorar. A cada segundo que pasaba me sentía más estúpida y avergonzada, pero no podía decir nada. No podía moverme. La lengua se me había hinchado tras los dientes apretados, hasta alcanzar el doble de su volumen habitual. Los pensamientos que me daban vueltas en la cabeza eran ligeros y de una extraña consistencia lechosa. Apenas podía centrar la mirada.
  Más risillas a nuestras espaldas.
  —Todos los cordones están mal puestos.
  Me rodeó por el costado izquierdo con el otro brazo, hasta que no quedó ni un centímetro de su cuerpo que no estuviera pegado al mío. Noté una nueva sensación en la garganta, un tremendo sabor a ácido.
  La actividad en las demás mesas se había paralizado.
  Mi silencio no sirvió para otra cosa que para envalentonarlo. Sin previo aviso, cogió la bandeja con las botas y le dio la vuelta, de modo que docenas de botas cayeron sobre la mesa con gran estrépito. La Fábrica entera estaba mirando. Todo el mundo me vio, era el foco de atención.
  —¡Mal, mal, mal, mal, mal! —entonó, golpeando una a una las botas.
  Pero no estaban mal. Estaban perfectas. No eran más que botas, pero sabía muy bien los pies que estaban destinadas a calzar. Sabía que era mejor no decir nada.
  —¿Eres igual de sorda que tonta, Verde?
  Y entonces, con perfecta claridad, oí que Sam decía:
  —Esa bandeja era la mía.
  Y no pude más que pensar: «No, oh, no».
  Noté que el soldado de las FEP cambiaba de posición a mis espaldas, noté que se alejaba de mí, sorprendido. Siempre actuaban igual: les sorprendía que nos acordáramos de hablar, y que utilizáramos nuestras palabras contra ellos.
  —¿Qué has dicho? —vociferó.
  Vi el insulto abriéndose paso hacia los labios de Sam, girando en el interior de su boca como un caramelo de limón.
  —Me has oído perfectamente. ¿O acaso inhalar ese betún ha acabado con las pocas neuronas inútiles que pudieran quedarte?
  Cuando Sam me miró supe lo que quería. Supe lo que estaba esperando. Exactamente lo
que ella acababa de darme: respaldo.
  Retrocedí un paso y crucé los brazos sobre el vientre. «No lo hagas», me dije, «no lo hagas. Ella puede apañárselas sola». Sam no tenía nada que esconder, y era valiente… pero cada vez que hacía esto, cada vez que daba la cara por mí, yo me encogía de miedo y tenía la sensación de estar traicionándola. Una vez más, la voz se me quedó encerrada detrás de numerosas capas de recelo y temor. Si algún día comprobaran mi expediente, si alguna vez estudiaran con detenimiento los espacios en blanco que contenía y trataran de llenarlos, cualquier castigo que pudieran imponerle a Sam no podría compararse jamás con el que me impondrían a mí.
  Eso fue lo que me dije, al menos.
  El tipo torció ligeramente la boca por el lado derecho, un gesto que transformó una débil sonrisa en una mueca afectada.
  —Veo que tenemos a una que está viva.
  «Vamos, vamos, Ruby». Su forma de ladear la cabeza y la tensión de sus hombros lo decían todo. Ella no entendía lo que podía pasarme. Yo no era tan valiente como ella.
  Pero quería serlo. Quería serlo con todas mis fuerzas.
  «No puedo». No fue necesario que lo pronunciara en voz alta. Sam lo leyó sin problemas en mi cara. Vi en su mirada que lo comprendía, incluso antes de que el soldado diera un paso al frente y la agarrara por el brazo, separándola de la mesa, y de mí.
  «Gírate», supliqué. Su cola de caballo rubia se balanceaba al ritmo de sus pasos y se alzaba por encima de los hombros de los soldados de las FEP que la escoltaban para abandonar la Fábrica. «Gírate». Necesitaba que viera hasta qué punto lo sentía, que comprendiese que la presión que me oprimía el pecho y las náuseas del estómago no tenían nada que ver con la fiebre. Los pensamientos desesperados que me llenaban la cabeza me hacían sentir repugnante. Los ojos que hasta entonces habían estado posados en mí fueron levantándose a pares y el soldado nunca regresó para rematar su personal tormento. No se quedó nadie a verme llorar; hacía ya años que había aprendido a hacerlo en silencio, sin ruido. No tenían motivos para quedarse. Volvía a estar sumida en la sombra que Sam había dejado tras de sí.
  El castigo por hablar cuando no tocaba era un día de aislamiento esposado a uno de los postes del Jardín, independientemente de la temperatura y del tiempo. Había visto a niños sentados sobre una montaña de nieve, con la cara azul y sin una triste manta para taparse. Y más niños aún quemados por el sol, cubiertos de barro e intentando rascarse las picaduras de bichos con la mano que les quedaba libre. Como cabía esperar, el castigo por contestarle a un soldado de las FEP o a un vigilante del campamento era el mismo, con la diferencia de que además no te daban comida y, a veces, ni siquiera agua.
  El castigo para los reincidentes era tan terrible que Sam no quiso, o no pudo, hablar de ello cuando por fin regresó a la cabaña dos días después. Entró temblando, empapada por la lluvia invernal, y con aspecto de haber dormido tan poco como yo. Salté de la litera y corrí hacia ella a tal velocidad, que la alcancé incluso antes de que hubiera llegado a la mitad de la cabaña.
  Le acaricié el brazo, pero se apartó, apretando la mandíbula con tanta fuerza que su rostro cobró un aspecto aterrador. Tenía las mejillas y la nariz encarnadas por la exposición al viento, pero no se le veían cortes ni golpes. Ni siquiera tenía los ojos hinchados de tanto llorar, como yo. Cojeaba tal vez un poco, pero de no saber lo sucedido, cualquiera podría haber imaginado que regresaba de pasar una tarde entera trabajando duro en el Jardín.
  —Sam —dije, aborreciendo mi voz temblorosa.
  Ni se paró ni se dignó a mirarme hasta que llegamos a las literas. Apretó el puño contra las sábanas, dispuesta a encaramarse a la litera de arriba.
  —Dime algo, por favor —le supliqué.
  —Te quedaste allí.
  La voz de Sam, sonó grave y ronca, como si llevara días sin hablar.
  —No tendrías que haberlo…
  Sam bajó la barbilla hasta apoyarla en el pecho. La enredada melena le cayó sobre los hombros y las mejillas, ocultándole la expresión. Y entonces lo noté: fue como si, de repente, la mano con que la estaba sujetando quedara libre. Tuve la extrañísima sensación de quedarme flotando, de ir a la deriva y alejarme de allí sin nada ni nadie a lo que agarrarme. Seguía de pie a su lado, pero ya nos separaba una gran distancia, como si acabara de abrirse un abismo tan ancho que era imposible salvarlo de un salto.
  —Tienes razón —dijo finalmente Sam—. No tendría que haberlo hecho. —Exhaló un estremecedor suspiro—. ¿Pero qué te habría pasado, si no? Te habrías quedado allí, permitiéndole que te hiciera eso, y ni te habrías defendido.
  Se quedó mirándome y yo deseé que apartara la vista. Sus ojos echaban chispas, nunca me habían parecido tan oscuros.
  —Por mucho que te digan cosas horribles, por mucho daño que te hagan, nunca contraatacas… y lo sé, Ruby, lo sé, eres así, pero a veces me pregunto si algo te importa. ¿Por qué jamás plantas cara, aunque sea solo por una vez?
  Su voz no era más que un susurro, pero tan desgarrado que me llevó a pensar que Sam acabaría poniéndose a chillar o a llorar como una histérica. Bajé la vista y vi que tiraba del extremo de su pantalón corto de un modo tan frenético, que apenas me percaté de las horribles marcas rojas de sus muñecas.
  —Sam… Samantha…
  —Quiero… —Tragó saliva. Tenía los ojos llenos de lágrimas que se negaban a caer—. Ahora quiero estar sola. Aunque sea por un rato.
  No debería haberla tocado en aquel momento, cuando la fiebre y el agotamiento me aplastaban de aquel modo, cuando el terrible odio que sentía hacia mí misma me hacía temblar de aquella manera. Pero pensé que si conseguía decirle la verdad, si lograba explicarme, ya no volvería a mirarme así. Sam comprendería que lo último que yo quería —la ultimísima cosa que yo quería— era que ella sufriese por mi culpa. Sam era lo único que tenía yo allí.
  Pero en el instante en que le rocé el hombro, el mundo se hundió bajo mis pies. Fue como si el fuego me prendiera las puntas del pelo y empezara a avanzar hasta apoderarse de mi cabeza. La fiebre que creía superada lo sumió todo de repente en una neblina gris. La cara inexpresiva de Sam desapareció de pronto y fue sustituida por incandescentes recuerdos que no me pertenecían —una pizarra de colegio abarrotada de problemas de matemáticas, un golden retriever escarbando el suelo de un jardín, el mundo subiendo y bajando desde la perspectiva de un columpio, una mano que arranca raíces del Jardín, mi cara pegada a la pared de ladrillo del fondo de la Cantina cuando me cae encima un nuevo puñetazo—, un ataque veloz que llegaba de todas partes, como una serie de flashes de una cámara.
  Y cuando por fin volví a ser yo, seguíamos mirándonos. Por un momento creí ver mi cara de horror reflejada en sus oscuros ojos vidriosos. Pero Sam no estaba mirándome; no miraba nada más allá del polvo que flotaba con pereza en el ambiente. Conocía esa mirada perdida. Se la había visto a mi madre años atrás.
  —¿Eres nueva aquí? —preguntó, mostrándose repentinamente a la defensiva y sobresaltada. Dejó resbalar la mirada de mi cara a mis huesudas rodillas, para luego fijarse de nuevo en mi cara. Inspiró hondo, como si acabara de emerger de aguas profundas y oscuras en busca de aire—. ¿Tienes un nombre, al menos?
  —Ruby —musité. Fue la última palabra que pronuncié en casi un año.

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