capitulo cuatro

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CAPÍTULO CUATRO

 Me despertó el agua fría y una cálida voz de mujer.

  —Te pondrás bien —decía—. No te pasará nada. —No estoy muy segura de a quién creía estar engañando con aquella gilipollez, aunque era evidente que a mí no.

  Dejé que volviera a acercarme la toalla húmeda a la cara y saboreé el calor que desprendía al inclinarse sobre mí. Olía a romero y a cosas del pasado. Por un segundo, solo por uno, dejó descansar una mano sobre la mía y aquel gesto me resultó casi intolerable.

  No estaba en casa, y aquella mujer no era mi madre. Empecé a jadear, desesperada por no dejar salir nada. No podía llorar, ni delante de ella ni delante de ningún adulto. No me daba la gana de concederles ese placer.

  —¿Te sigue doliendo?

  La única razón por la que abrí los ojos fue porque ella me forzó a abrirlos. Primero uno y luego el otro, proyectando sobre ellos una luz muy intensa. Intenté levantar las manos para protegerme, pero me las habían atado con esposas de velcro. Era inútil forcejear para liberarme.

  La mujer chasqueó la lengua y se retiró, llevándose con ella su fragancia floral. En el ambiente flotaba un olor intenso a desinfectante y agua oxigenada. Sabía dónde estaba.

  Los sonidos de la Enfermería de Thurmond iban y venían en oleadas irregulares. Un niño que lloraba de dolor, unas botas que pisaban las baldosas blancas, el chirrido de las sillas de ruedas al desplazarse… era como si estuviera encima de un túnel con la oreja pegada al suelo, escuchando el murmullo de los coches que pasaban por debajo.

  —¿Ruby?

  La mujer llevaba un uniforme de quirófano de color azul y una bata blanca. Con su piel clara y su cabello rubio se fundía con la fina cortina que delimitaba el espacio donde se encontraba mi cama. Me sorprendió mirándola y sonrió, una sonrisa amplia y hermosa.

  La mujer era la doctora más joven que había visto en Thurmond aunque, a decir verdad, mis excursiones a la Enfermería podían contarse con los dedos de una mano. Había ido una vez por el virus estomacal y la deshidratación que siguió a lo que Sam denominó mi «Vaciado de tripas espectacular», y otra porque me disloqué la muñeca. En ambas ocasiones, después de que me sobaran un par de manos arrugadas, me había sentido peor que antes de entrar. Nada cura más rápido un resfriado que pensar en un viejo pervertido perfumado con colonia que huele a alcohol y jabón de limón.

  Pero aquella mujer… era irreal. Absolutamente en todos los sentidos.

  —Soy la doctora Begbie. Trabajo como voluntaria para la Leda Corporation.

  Moví la cabeza en un gesto afirmativo cuando me fijé en el emblema de un cisne dorado que adornaba el bolsillo de la bata.

  Se inclinó hacia mí.

  —Somos una gran empresa del sector sanitario que se dedica a la investigación y a enviar médicos a los campamentos para cuidar a chicos como tú. Si te sientes más a gusto, puedes llamarme tranquilamente Cate y olvidarte de lo de «doctora».

  Por supuesto que sí. Miré fijamente la mano que me tendía. El silencio flotó en el ambiente, salpicado tan solo por el martilleo del interior de mi cabeza. Después de un momento incómodo, la doctora Begbie retiró la mano y la metió en el bolsillo de la bata, pero no sin antes pasarla por la sujeción que me mantenía amarrada a la barandilla de la cama.

  —¿Sabes por qué estás aquí, Ruby? ¿Recuerdas lo que pasó?

  «¿Antes o después de que la Torre intentara freírme el cerebro?». Pero no podía decirlo en voz alta. En presencia de adultos, era mejor no hablar. Escuchaban una cosa y la procesaban como otra completamente distinta. No era necesario darles una excusa para que luego pudieran hacerme daño.

Mentes Poderosas Where stories live. Discover now