Capítulo 16

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Como quiera que nadie puso ninguna objeción a la cita que habían concertado con su tía, el coche transportó al señor Jong-in y a sus cinco primos, a una hora apropiada, a Meryton.

Cuando pasaron frente al campo de criquet y el abrasado bosque que señalaba la última morada de Penny McGregor, la cháchara intrascendente que habían mantenido los ocupantes del carruaje cesó bruscamente, pues ninguno de los seis podía dejar de pensar en la noticia que habían recibido esa mañana en Longbourn.

El padre de Penny, enloquecido de dolor, se había arrojado a una tina que contenía perfume hirviendo. Cuando sus aprendices habían conseguido sacarlo de la tina, el hombre estaba gravemente desfigurado y ciego. Los médicos no estaban seguros de que lograra sobrevivir, o desprenderse del hedor. Los seis guardaron un respetuoso silencio hasta que llegaron a las afueras de Meryton.


Al alcanzar su destino, el señor Jong-in se entretuvo mirando a su alrededor con admiración, tan impresionado por el tamaño y los muebles del apartamento, que dijo que era casi como hallarse en uno de los salones de lady Catherine. La señora Philips sintió todo el impacto del cumplido, conociendo como conocía la propensión de lady Catherine a liquidar a los innombrables, la cual, según creía la señora Philips, excedía incluso al de sus sobrinos.

Mientras describía a la señora Philips la grandeza de lady Catherine y su mansión, en la que había hecho importantes mejoras, incluyendo un suntuoso dojo, así como unas nuevas dependencias para su guardia personal de ninjas, el señor Jong-in pasó un rato muy agradable hasta que los caballeros se reunieron con ellos. El señor Jong-in halló en la señora Philips a una interlocutora muy atenta, cuya opinión sobre la vaha de éste aumentó a medida que averiguaba más datos, y que estaba decidida a contárselo todo a sus vecinas en cuando tuviera ocasión.


A los jóvenes, que no podían escuchar a su primo sin enumerar en silencio los incontables métodos que podían utilizar para matarlo, el rato de espera se les hizo interminable. Por fin concluyó. Los caballeros se acercaron a ellos, y cuando el señor Jummyeon entró en la habitación, Sehun sintió como si le hubieran asestado un fortísimo golpe. Le causó una impresión tan honda, que, pese a su exhaustivo adiestramiento, su naturaleza seguía siendo susceptible al influjo del caballero en cuestión.


Los oficiales del condado eran por lo general unos jóvenes muy agradables y caballerosos; pero el señor Jummyeon los superaba con creces en cuanto a su persona, talante, aire y forma de caminar, del mismo modo que los oficiales eran superiores al envarado tío Philips, un hombre de rostro amplio cuyo aliento olía a oporto, que entró al cabo de unos momentos en la estancia.

El señor Jummyeon fue el afortunado caballero hacia el cual prácticamente todos los ojos se volvieron, y Sehun fue el afortunado junto a el cual éste se sentó. La facilidad con que el señor Jummyeon entabló inmediatamente conversación con el, aunque comentara tan sólo que esa noche hacía mucha humedad, hizo que Sehun pensara que su interlocutor, en virtud de su habilidad, era capaz de hacer que el tema más trillado, aburrido e insulso resultara interesante.

Con semejantes rivales como el señor Jummyeon y los oficiales con quienes competir por la atención de los jóvenes, el señor Jong-in pareció hundirse en la insignificancia; los jóvenes no le prestaron la menor atención, pero de vez en cuando la señora Philips le escuchaba amablemente y se afanaba en ofrecerle generosas raciones de café y bollos.


Cuando instalaron las mesas de juego, el señor Jong-in tuvo la oportunidad de devolverle su cortesía, sentándose para jugar una partida de Cripta y Ataúd. El señor Jummyeon no participó en el juego, y se sentó a la otra mesa, entre Sehun y Baek, donde fue acogido con profundo gozo. Al principio corrió el peligro de que Baekhyun le acaparara, pues era un joven muy locuaz; pero como también era muy aficionado a las cartas, no tardó en centrar su atención en el juego, impaciente por saber si los jugadores hallarían sus «criptas» tristemente vacías o sus «ataúdes» felizmente ocupados.

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