30- El Incendio:

149 13 24
                                    

Su padre le había dicho que no se acercara al río porque era muy peligroso. También le habían advertido que un duende empujaba a los niños pequeños para que se ahogaran en sus traicioneras aguas. No obstante, la chiquilla no creía en aquellos cuentos infantiles. Nunca había visto duende alguno vagando por allí y tenía ganas de ver cómo los peces luchaban contra la corriente.

En el camino se topó con dos niños del pueblo. Uno alto y robusto, de mejillas coloradas, iba dando órdenes a uno más pequeño, que lo seguía. Este último traía en sus delgados brazos una gran jaula de un metal corroído por la humedad. 

— ¿Qué hacen? —preguntó con curiosidad.

— ¡Muévete, enana! —le estampó el de las mejillas encendidas.

Sin embargo, la niña ni lo miró, sus ojos estaban posados en las manos del otro muchacho.

— ¿Qué es eso? —preguntó, mirando la jaula.

— ¡Qué te importa! ¡Quítate del medio! —le gritó el niño, empujándola a un lado del camino.

La pequeña cayó sobre los altos pastizales que rodeaban la orilla del río, embarrándose los pantalones. Trató de decir esa palabra que su madre le había prohibido pero entonces escuchó la voz de un adulto cerca.

— ¡Eh, ustedes dos! ¿Qué hacen aquí?

Los dos varones se asustaron. El que iba adelante comenzó a correr mientras que el más delgado soltó la jaula e intentó seguir a su amigo, no obstante una mujerona apareció de golpe y se interpuso en su camino.

— ¿A dónde creen que van? —manifestó, tomando al mayor de las orejas.

— ¡Ay! ¡Ay!

— Le diré tu madre, pequeña sanguijuela.

Discutiendo con ellos, se alejaron lentamente. La robusta mujer no vio a la niña, que se escondía de la vista y temblaba de miedo. La señora Yacante no era alguien para tomar a burlas. Si le decía a su padre...

La pequeña se quedó quieta unos minutos hasta que pensó que estaba sola de nuevo. Agarrándose de una rama cercana logró pararse. ¡Mamá iba a matarla! ¡Estaba toda sucia! En ese momento posó sus oscuros ojos en el objeto abandonado. Con curiosidad se acercó a la jaula y la levantó. ¿Habrían intentado atrapar al duende del río?

De pronto oyó un sonido extraño, el graznido de un cuervo. Apartó un poco los yuyos y ante sus ojos apareció el río. En él vio el cuerpo de una mujer semi sumergido. Un pájaro negro azabache se posaba sobre uno de sus brazos, que se encontraba rodeando una piedra. ¿Pedía ayuda o quería atacarla? La niña, asustada, soltó la jaula vacía y comenzó a gritar a todo pulmón.

El tiempo pasó y la luna llena se alzaba en el horizonte, esparciendo su luz anaranjada. Elizabeth abrió los ojos. Confundida al principio, pensó que se hallaba en el pueblo maldito otra vez y el terror la invadió por completo. Comenzó a moverse inquieta, sentía todo el cuerpo adolorido y las piernas entumecidas.

La periodista se encontraba en un pequeño cuarto con paredes de adobe, una gruesa colcha con motivos indígenas la cubría y un fuego crepitaba en una pequeña chimenea. Fuera pudo sentir gente caminando rápido. En el hueco de la puerta había una gruesa cortina, ocultándole todo lo que ocurría en el exterior. ¿En la casa de quién estaría? ¿De Amelia o de alguno de los demás?

La joven estuvo a punto de gritar, sin embargo sólo un gemido logró salir de su garganta. ¡Le dolía tanto! De pronto la cortina se abrió y apareció el semblante de una niña de largo cabello oscuro y piel morena. Su rostro redondo de pómulos salientes la miró con curiosidad. No tendría más de ocho años.

El CultoWhere stories live. Discover now