27-La muerte amarilla:

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Abrió los ojos pero el sonido no llegaba a captarlo todavía, vio unas zapatillas sucias y rotas que caminaban por un piso de concreto. Parecían asustadas, se acercaban a ella y se alejaban, saliendo del campo de su visión. De pronto se sintió confundida, ¡las zapatillas no andaban solas! No... algo las acompañaban, un pantalón de buzo oscuro. Un sonido agudo invadió sus oídos y el dolor de cabeza se intensificó. Las zapatillas se acercaron a ella. Luego oscuridad.

— ¿Eli?... ¡Elizabeth! —El grito llegó a su cerebro con la intensidad de una bomba. Un gemido escapó de su garganta, mientras llevaba sus manos hacia la cabeza.

Las voz escupía palabras, sin embargo, las cosas a su alrededor comenzaron a girar. Estaba mareada. Legró incorporarse a medias. Sentada en el suelo, lo observó. ¿Y las raíces?... Aquella pregunta fue el primer indicio de que su cerebro comenzaba a funcionar mejor. Las raíces...

— ¿La raíces? —balbuceó en voz apenas audible.

— ¿Qué? —Las zapatillas tenían sonido.

También tenían rostro, como pudo descubrir unos segundos más tarde, sin embargo, no lo reconoció. Estaba borroso, se veía multiplicado por tres.

— ¿Estás bien?

— ¿Quién... eres? —preguntó, lentamente. Las palabras corrían un camino muy largo hasta llegar a su boca.

La voz comenzó a lanzar sonidos extraños, incomprensibles, pero reconoció un sentimiento en ellos... el miedo. Un momento después, su vista se aclaraba junto con el reconocimiento del contexto que la rodeaba. Un recuerdo apareció en su mente, recordaba estar descansando sobre raíces. Volvió a hacer la misma pregunta: ¿Dónde estaban las raíces?

— Ya no estamos en el bosque, Eli. Estamos en el sótano de Lucrecia —dijo el rostro, con su voz, con sus dos ojos y su nariz larga. Ya no se veía triple ni tan borroso. Sin embargo, se veía asustado.

No respondió... no entendía. David, el dueño del rostro, estaba desesperado y al filo del colapso mental. Su compañera estaba bien y viva, no obstante su mente no funcionaba normalmente. Él y sus zapatillas rotas y sucias de barro, comenzaron a pasearse por el lugar. Comenzó a gritar insultos, haciendo que la mujer gimiera por el dolor de cabeza. Entonces calló, tenía que recuperar el control. Ahora dependía solamente de él salir de allí.

Elizabeth balbuceaba algo, inentendible... Las palabras se pegaban a su lengua.

— Está bien, cálmate —murmuró acercándose a ella. Le acarició el rostro, retirando el cabello oscuro que caía sobre él—. Estás así por el golpe, recuerda que te operaron... no hace mucho... Aunque parece que fue hace mil años.

La mujer no dio señales de entender. Cerró los ojos. Como David se diera cuenta que sólo estaba dormida, la recostó sobre el suelo. Miró a su alrededor, buscando una manta con qué taparla. Comenzaba a hacer frío.

En un rincón apartado del sótano, encima de una mesa pequeña de madera, que tenía rota una pata, había varios cojines. El hombre se dirigió hacia ellos, tomó uno y lo golpeó para retirarle el polvo. Este hizo que su garganta picara. Luego lo abrió y lo colocó sobre su compañera. Era muy hermoso, bordado a mano con motivos indígenas.

Cuando David se incorporó, comenzó a mirar hacia todos lados. Conocía muy bien ese sótano, tan amigo de días anteriores. Sabía que no había lugar alguno por donde escapar, ¡si lo habría intentado antes! La única esperanza era la puerta al final de las escaleras, pero era muy improbable que no la hubiesen asegurado. En ese instante sus ojos toparon con un objeto alargado y delgado que sobresalía de debajo de una caja de cartón, que estaba justo debajo de las escaleras.

El CultoTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon