† UNO †

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† UNO †

—TIERRA—



Las primeras horas de aquel día fueron soleadas, como venía ocurriendo durante unos días. Sin embargo, a pesar del viento y el sol de la mañana que alumbraba el despejado cielo, el ambiente se tornó pesado y casi que se hacía más complicado respirar. El miedo que provocaba la quietud de los cuerpos, ajenos a cualquier reacción, provocaba el llanto de las superioras que aguardaban las capillas, con su piel húmeda por las lágrimas que parecían ser de sangre por el dolor que infligían al salir en el momento en que el primer trueno quebró el cielo y dos minutos después, el manto se oscureciera, envolviéndose en pesados tonos grises que lo cubrieron todo.

La primera de las gotas que cayó a tierra firme estremeció los bosques; la segunda, desiertos. Incluso causaba temor en ríos y mares. La tormenta castigaba con tanta fuerza, que cualquiera habría jurado que su objetivo real era consumir cada vida por más minúscula que fuera, solo por el hecho de habitar en ella. La lluvia golpeaba con fiereza los débiles cuerpos de los hombres y mujeres que intentaban buscar refugio en vano para protegerse de los hostiles ventarrones que les sacudían sin piedad los ropajes, arrancándoselos de los temblorosos cuerpos. La tormenta había comenzado de repente, en silencio y sin que nadie pudiera preverlo, de modo que cuando repararan en ella, fuera demasiado tarde para buscar amparo. El noticiero de aquel día había informado que aquella sería una tarde soleada, por lo que los rayos y truenos que irrumpían en el sombrío paisaje, no solo alteraba los nervios de niños y animales.

Uno de los temibles bramidos del cielo ahogó el llanto de una pequeña de no más de cinco años que chillaba alzando ambos brazos hacia su madre, quien le cuidaba celosamente. Esta, al ver a su pequeña, le alzó, meciéndola con lentitud, calmando a la chica, prometiéndole que todo estaría bien. Que solo era un poco de agua cayendo. Nada más.

De todas maneras, no era la primera vez que el hombre del clima se equivocaba. Solía suceder a menudo cuando las fechas de lluvia se acercaban y el tiempo se convertía en un juego de azar. Si esperaba un par de horas o si había suerte, minutos, los cálidos rayos harían que el feroz aguacero fuera tan solo un mal recuerdo.

—Mami, ¿la lluvia es mala? —preguntó la chiquilla, con sus mejillas sonrosadas de tanto llorar debido al susto que los fuertes sonidos le ocasionaban.

La madre, de unos treinta años, sonrió ante la duda tan inocente de su hija. ¿Cómo no conmoverse con ella?

—No, cielo —contestó tras aferrarse a ella para evitar perder de nuevo la bufanda que por suerte la abuela les había dado al salir. No obstante, entre más observaba las densas nubes grisáceas, menos creía en sus propias palabras: no podía evitar esa incómoda sensación de nerviosismo, burlándose de sí misma al decirse a sí misma que aquella tarde se sentía distinta. Aspiró con la boca, y el pecho se le enfrío. Algo le estremecía desde las entrañas, pero no comprendía el qué—. La lluvia no puede ser mala. Al revés, por ella es que se pueden regar los cultivos. Ayuda demasiado a nuestro planeta. Vas a ver lo lindo que queda nuestro jardín cuando deje de llover. Se llena de vida. Si somos afortunadas, podemos ver alguna mariposita. ¿Qué opinas? —sonrió.

—¡No! —movió la cabeza con renovada energía, al igual que pasaba cuando alguien osara a responder algo con lo que no estuviese de acuerdo—. La lluvia es mala —repitió convencida.

—¿Pero por qué dices eso?

Tragó saliva. ¿Acaso su pequeña niña presentía lo mismo que ella? Quizá exageraba, y lo que la tenía tan agitada era una ventana abierta y por lo tanto, la temible amenaza de que se le dañaran las finas mesitas de la gran sala.

Pecadora [La salida del Infierno]Where stories live. Discover now