35. Explosión

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Explosión

Zeph

Estoy fastidiado con el mundo. No me ha salido ni una cosa bien en todo el día y apenas recién está comenzando la tarde.

Primero de todo, dormir por la noche fue un completo fracaso. Sumado a mi insomnio ocasional, por el que no pude entrar en sueño hasta a eso de las 2 a. m., terminé despertándome a la hora por el interminable llanto de mi hermano menor en el piso de abajo. Lloró por tanto tiempo que, cuando se calmó, mi alarma y la de Aidan ya estaban sonando en la habitación, no solo "despertándonos" a nosotros dos, sino también a Kai, que no disimuló su mal humor en nivel extremo al bajar las escaleras.

A eso siguió que me peleara con las gemelas por dos razones: una, porque no querían dejarme el baño libre para poder darme una ducha; y la otra, por echarme en cara que era un cagón por todavía no haber invitado a alguna chica al baile; supieron que no lo hice cuando volvieron a hacer el insoportable sonidito del tic, tac en la mesa y yo reaccioné mal aventándoles los sobres de azúcar que había cerca. Continué haciéndolo todas las mañanas porque no dejaron de molestarme ni en una, sin embargo, en ésta el boomerang regresó y me golpeó a mí: en cuanto los arrojé, recibiendo una queja de mamá, me paré de la mesa con destino a la cocina, llevando mi taza de café en la mano izquierda.

Alerta. Alerta. Alerta.

¡Boom!

Rabi volvió a estallar en llanto, sacudiendo sus pequeños y gordos brazos a los lados de su sillita de bebé, haciendo que de un golpe toda la bebida caliente terminara en mi remera, manchándola. Gran parte del frente de prenda celeste terminó teñida de negro, pero no tuve tiempo a cambiarme porque Naia apareció gritando que perderíamos el bus. Ella tiró de mi brazo y ambos salimos corriendo de casa para llegar a la parada más cercana antes de que fuera tarde.

Volví a respirar cuando conseguimos asientos en el transporte público y relajé mis músculos cuando recordé que siempre tenía un buzo canguro de emergencia en mi casillero, por lo que me tranquilicé al saber que podría ocultar el incidente del desayuno cuando llegáramos.

No fue así.

No estaba ahí. Desconozco por qué.

Apreté mis dientes, quise gritar y tirar de mis pelos, pero logré controlarme con un par de respiraciones, no así cuando me entregaron el examen de Contabilidad que había hecho la semana pasada. Según mis cálculos, sí llegaba a la mínima para aprobar, sin embargo, el profesor decidió que no la alcanzaría por haber usado otro método, no el suyo, para resolver la parte práctica de la evaluación. ¡Pero  hasta me había dado el mismo resultado, el correcto! A él no le importó. Arruinó mi promedio para conseguir una beca en la universidad estatal y me mandó a recuperación con los gorilas del curso, los mismos que desataron una lucha libre en el medio de la cafetería en la hora del almuerzo.

No cargaba con monedas, por lo que tampoco podía conseguir algo de la máquina. Básicamente, no almorcé. Estoy sin comer desde el desayuno frustrado de esta mañana.

Y las cosas se pusieron peor.

Breena no deja de hablarme desde que llegó al salón de Portugués. Sin verla, le contesté tres veces en chino, pero al no entenderme por abandonar la optativa, ella siguió parloteando; lo sigue haciendo a mis espaldas incluso ahora que salimos de la clase de Souza y terminamos con nuestras respectivas jornadas.

Estoy agotado y quiero estar solo. Esa es la gota que colma mi vaso de paciencia.

—¡Basta, Breena! — grito cuando detengo mi paso por el primer piso y giro a ella; viene unos pocos metros detrás de mí.

Y exploto.

—Mi día fue un desastre, estoy cansado, me duele la cabeza y tú no paras de hablar — enumero, y escupo cada una de las cosas que me salieron mal desde que desperté hasta este momento. —. Lo único que quiero hacer es llegar a casa y no despertar hasta mañana. ¿Entiendes? No quiero hablar ni estar con nadie — ella levanta su índice para decir algo, pero me adelanto. —. ¡No me digas nada, por favor! ¡Déjame solo! ¡Déjame en paz!

Creo que me arrepiento de mis últimas palabras cuando noto como las expresiones de la chica de cabello rosa pastel cambian. Cierra sus ojos y son agua cuando vuelve a abrirlos, apreta sus labios para tratar de evitar que los demás noten que le tiemblan y traga saliva mientras extiende su tambaleante brazo hacia las taquillas que están a su derecha para sostenerse.

—¡Chicos! — alguien exclama. Es una rubia sonriente la que aparece de una de las puertas laterales y avanza corriendo para alcanzarnos, pero rápidamente va disminuyendo su velocidad y la curva de sus labios desaparece cuando repara en el estado de su mejor amiga. — Bree, ¿qué pasa?

La miro con cautela. No responde.

—Breena — la sacude, pero ella no reacciona. —, ¿qué pasa? — repite alterada.

Nada. No hace ni dice nada.

Mierda. ¿Qué hice?

Invitación a volarWhere stories live. Discover now