Capítulo 25: Una historia más antigua que el tiempo

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La nieve caía sin prisa. Era blanca en las parcelas. Era oscura y sucia en los caminos.

Cuatro, seis, diez botas, marcaban el sendero mientras avanzaban. Se arrastraban de mala gana sobre el suelo, dejando perezosos surcos, llenos de barro, hielo. Su avance iba acompañado del paso lento de los caballos y el bamboleo del carro.

-Oye, Jefe, ¿qué cojones habrá bajo esa lona? -preguntó una voz cascada.

Su compañero se encogió de hombros en su abrigo.

-Ni idea. Pero está reventando los caballos.

El primer hombre se quedó mirando el enorme bulto de metal que sobresalía entre las maderas. Entornó los ojos, pensativo:

-Era para Pontius, ¿no? Es muy grande para ser una pistola. ¿Ese tubo es un cañón? ¿Eso de ahí no te parecen como ruedas?

El compañero suspiró a su lado. Su aliento ascendía en forma de nubes agrias.

- Mira, a mí sólo me dijeron que llevara este trasto a Saillune. Y me pagaron extra por no hacer preguntas sobre lo que había dentro.

-Pero, ¿no tienes curiosidad?

-Ganas de seguir con vida, Roberto, eso es lo que tengo. - cortó Jefe- Y ojito con hacer preguntas sobre la mercancía.

Gruñó de mala gana.

-Vale, vale. Ya paro.

Jefe se llevó las manos al fusil de su espalda. Un par de nubes de vaho se escaparon de sus labios:

-Ya que estamos: ojito también con los magos. Dicen que hay muchos de camino a la capital.

Siguieron su triste avance, primero un paso, luego otro, hasta que el camino empezó a hacerse cuesta arriba. Ahí las ruedas del carro empezaron a patinar sobre los trozos de hielo y los hombres se vieron obligados a empujar la carreta. Los dueños de las botas resoplaron.

Apuntalaron los talones en la nieve. El carro seguía patinando y los caballos relinchaban, presa del pánico.

-¿Os echo una mano, caballeros?

La voz desencadenó una sinfonía de gatillos y pistones primero, un montón de manos y cañones apuntando después.

-Tranquilos, tranquilos buenos señores -dijo la voz -soy de los vuestros.

El recién llegado dio unas palmaditas a su rifle y les dedicó una sonrisa. Su barba, llena de trenzas oscuras, se torció para seguir el recorrido de su boca.

-¿Veis? Mismo bando. -ronroneó- Y mis amigos también.

Detrás del hombre moreno había un abanico de hombres y mujeres. Iban todos mal abrigados. Destacaban sus rifles antiguos, sus miradas ceñudas.

De fondo, el carro seguía su lento avance colina abajo, los caballos coceaban, se resistían.

-¿Queréis esa mano?

La sonrisa seguía pintada en el rostro de aquel nombre. Jefe le echó una mirada de arriba abajo, lenta, calculadora.

-Se agradece.

El hombre de la barba hizo un par de gestos a sus compañeros y, juntos, empezaron el lento ascenso de la colina. Al terminar, un enorme conjunto de suspiros coronó la cima.

Hubo una marea de mangas limpiando sudores, de vahos ascendiendo al cielo.

Una vez recuperaron el aliento, Rodrigo se detuvo a mirar al nuevo. Su sonrisa seguía mediando entre su barba, sin rastro de sudor o cansancio. Había algo inquietante en su presencia. Quizás fueran sus ropas finas, oscuras, que resaltaban sobre el grupo de pistoleros andrajosos. Quizás fuera esa torcida sonrisa. El mercenario intercambió una mirada con su colega. Este parecía estar pensando lo mismo.

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